Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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nos liberará.

      —El señor es mi padre, Güido. Puede ser testarudo e irascible a veces, pero no es una mala persona. Encontraré la forma de conseguirlo, créeme.

      Güido no la creía y no confiaba en que nadie pudiera hacer cambiar de parecer a su amo. Por otra parte, estaban hablando de libertad.

      —Está bien —se rindió, tras un momento de vacilación, sintiendo cómo se agarraba a un clavo ardiendo, pero exhausto por tratar de contener sus emociones—. Acepto el trato.

      Mara sonrió.

      —Pero me tienes que prometer algo —pidió—. Desde hoy me tratarás como lo que soy. Una amiga.

      —Una amiga —repitió y después, escondiendo su mirada entre su vergüenza, añadió—: Te he echado de menos.

      Mara se acercó y le envolvió en un abrazo. Güido se lo devolvió y sintió por primera vez cuánto habían cambiado sus cuerpos. La recordaba incluso más alta que él, pero ahora la cabeza se apoyaba sobre su pecho. Era liviana y frágil.

      Al separarse del abrazo, ambos se quedaron callados y sonrientes.

      —Debería regresar —dijo Güido—. ¿Te importa?

      Cuando salieron de entre los árboles, la luz de un millar de estrellas les acunó, bañando sus rostros. Güido tenía la piel paliducha y el pelo castaño y era de los anirios más enjutos de la plantación, gracias en parte a que sus labores siempre se habían circunscrito a los quehaceres de la casa. Nada de tratar con bestias. Nada de recoger cultivos. Era más bien feo, con algún que otro grano en el rostro. La adolescencia no le estaba tratando bien. Sus ojos eran como los de cualquier otro anirio puro. En el centro del ojo la pupila y en el resto un baño lechoso roto solo por algunos nervios enrojecidos.

      —Oye, ¿es cierto que en La Escuela algunos maestros son anirios? —preguntó.

      —Y no solo algunos. Más o menos la mitad de los maestros son anirios.

      —¿Cómo es?

      Mara levantó la vista hacia las estrellas, evocó sus recuerdos y se perdió en ellos. Sonrió.

      —Es un lugar maravilloso. Está en el norte del país y todo el terreno está rodeado de altas montañas hasta el mar. No hay forma de llegar hasta la costa si estás dentro, porque vayas a donde vayas siempre hay montañas. La única forma de entrar es por la capital, Lanti’s Cloe, o por el valle de Caldaso. La capital es una ciudad enorme, casi tan grande como Viendavales. Hay un gran lago de agua cristalina, ríos, campos para pastar, antiguas cuevas. Y aunque está en el norte apenas hace frío. Las montañas detienen el viento y hacen que el clima sea agradable durante todo el año. Es un lugar mágico.

      —¿Y por qué no vuelves? —preguntó Güido.

      —¿Cómo sabes que no voy a volver? —Güido se encogió de hombros y Mara le sonrió—. No lo sé. Creo que no está hecho para mí. Durante estos años mi vida ha consistido en dos cosas. Estudiar y entrenar. Estudiaba durante ocho horas y entrenaba otras seis. El resto del tiempo que te queda lo dedicas a comer y a dormir. Es demasiado. No me arrepiento de haber ido. He aprendido muchísimo sobre muchísimas cosas, pero ahora quiero estar aquí. Con mi familia. Con Cazi y… contigo.

      Se aproximaron al chamizo y se despidieron, deseándose las buenas noches. Mara echó a andar hacia la casa, pero antes de haber dado el tercer paso, se giró.

      —¡Qué tonta! Casi se me olvida —dijo—. Tienes que perdonarme. De pequeña siempre me acordaba por el Día de la Liberación y hasta que no lo han dicho hoy en la cena no he caído. Feliz día del nombre, Güido —felicitó sonriendo, al tiempo que sacaba algo del bolsillo y se lo entregaba.

      Era una esfera de vidrio ennegrecido, del tamaño de un puño. Dentro, aunque no se apreciaba bien, parecía haber un líquido espeso.

      —Gracias —expresó Güido sorprendido a la par que extrañado.

      —¡Agítalo! —propuso Mara, sonriente—. Solo una vez, con delicadeza.

      Güido obedeció y la esfera comenzó a emitir una débil luz azulada.

      —¡Es un iluminador! —anunció Mara triunfante.

      —¿Un qué?

      —¡Un iluminador! —repitió—. Un invento alquimista. Lo compré en una tienda de objetos raros en Lanti’s Cloe. Cuanto más lo agites más brillará. El vidrio es muy resistente, así que no hay riesgo de que se te rompa. Agítala un poco más.

      Güido movió el objeto de arriba abajo y este comenzó a brillar más y más.

      —¿Lo ves? Ahora sóplale.

      Al hacerlo, la luz fue perdiendo intensidad hasta desaparecer.

      —¡Es… alucinante! —se asombró Güido completamente absorto en la esfera.

      —¿Te gusta?

      —¡Es increíble! ¡Esto es pura magia!

      —Más o menos. Es alquimia. Me alegro de que te guste. Feliz día del nombre.

      Se dio la vuelta y se marchó, dejando un rastro de alegrías a su paso. Solo cuando se hubo alejado varios metros pudo Güido salir de su ensimismamiento.

      —Buenas noches —susurró.

      Se quedó allí plantado, vigilando los pasos de su amiga, feliz por volver a tenerla en su vida e incapaz de recordar por qué aquello no era algo bueno. Entonces una voz le devolvió a la realidad.

      —¡Güido! ¿Vienes o qué? ¡Llegaremos tarde!

      Procedía de un fardo de paja tras el que se escondía otro anirio. Güido echó una última ojeada en la dirección en la que Mara se había marchado y se guardó su regalo en el bolsillo. Luego siguió a su compañero.

      —¿Qué estabas haciendo? —le preguntó Coco.

      —Nada.

      —¿Esa era la señorita Wellington?

      —Sí. Tenía algo que decirme.

      —¿Sí? ¿Qué?

      —¿Qué te importa? —bufó hastiado de tanta pregunta—. Acelera, anda. Que no llegamos.

      Caminaron hasta llegar al granero, lo rodearon y se encontraron con un grupo de unos treinta anirios, todos ellos esclavos de la plantación. La mayoría de los congregados eran chicos jóvenes, algo mayores que Güido, aunque también había un chico de dieciséis años y un par de ancianos. Uno de ellos pidió al resto silencio y se dispuso a hablar.

      —No tenemos mucho tiempo, así que hablaré rápido. Todo está preparado para mañana. A las tres de la madrugada atacaremos la plantación. Una hora antes os daremos las armas que hayamos podido reunir. Hemos intentado conseguir pistolas, arcabuces y mosquetes, pero no ha sido posible. Casi mejor. Esas armas son demasiado ruidosas. Os proveeremos de espadas, pero no tenemos suficientes para todos, así que cogedlas solo los que penséis que podréis manejar una. El resto haceos con martillos, rastrillos, cuchillos, antorchas o lo que podáis. Troto y otros veinte se dirigirán primero al pabellón de guardias y capataces y el resto irán a la casa —explicó el anciano señalando a un anirio fuerte y con cara de pocos amigos—. ¿Alguna duda?

      Los treinta anirios permanecieron callados, salvo uno.

      —Deberíamos esperar —repuso Güido.

      Un murmullo se extendió entre los asistentes. Algunos preguntaban qué había dicho, otros quién lo había dicho. Independientemente de ello, nadie parecía acoger las palabras con cariño.

      —¿Qué dices, hijo? —preguntó el anciano.

      Los que estaban a su lado se apartaron de Güido. El resto se giró y decenas de ojos le atravesaron

      —Dice que no hay espadas suficientes para todos y que solo las cojan los que sepan usarlas. Ninguno


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