Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


Скачать книгу
estarán de celebración. Comerán y beberán hasta caer rendidos. Es nuestra mejor oportunidad. Acabaremos con ellos en sus camas.

      —¿Y si alguno está despierto? ¿Y si nos ven y dan la alarma?

      —Aunque lo hagan seremos muchos más y estaremos bien armados —dijo el anciano—. Güido, ¿qué ocurre? ¿A qué vienen todas estas dudas?

      —Es por su amiguita. La señorita Wellington —intervino una desagradable voz a su derecha.

      Güido se volvió hacia aquella voz y le señaló con un dedo tenso.

      —Mara no tiene nada que ver.

      —¿No? ¡Venga ya!

      —Es verdad —apostilló Coco—. Antes los he visto hablando.

      El anciano se puso de pronto en pie.

      —Güido —recalcó en un tono reprobatorio que exudaba ansiedad—. Ella no sabe nada, ¿verdad?

      —¡Claro que no! Pero es cierto. Ella no se merece que le hagamos esto. Siempre nos ha tratado bien. No es justo lo que le va a pasar. Deberíamos esperar y pensarlo mejor.

      Todos volvieron a quedarse en silencio y Güido percibió el nulo apoyo con el que contaba. Cada uno de sus compañeros le transmitía decepción y también rabia.

      —Tampoco fue justo lo que le ocurrió al hermano de Josú, ni al hijo de Ascar. A ambos los mataron por nada, Güido. Y sabes bien que no son los únicos. Puede que esa jovencita no se merezca lo que le va a pasar o puede que sí. Pero no por ello vamos a abandonarlo todo. Además, no somos la única plantación que atacará mañana. Otras cinco granjas y plantaciones lo harán al mismo tiempo. Y, cuando se enteren, muchos de nuestros hermanos nos seguirán. Esta es nuestra oportunidad y no la dejaremos marchar.

      Esa noche, recostado en su cama e incapaz de dejarse llevar por el sueño, Güido rompió a llorar.

image

      El ciervo permanecía inmóvil y aterrorizado, atrapado en una red que se mecía con el rumor del viento. Era la imagen de la más pura indefensión. Aleyn desató la cuerda del tronco del árbol y tanto el animal como una roca que hacía de contrapeso se estrellaron contra el suelo. Al caer, el ciervo intentó zafarse de su captura, pero con las patas enredadas lo único que hacía era caerse, levantarse y volver a caer. Aleyn se aproximó, susurró un par de palabras tranquilizadoras y le cortó el cuello con un pequeño puñal. El ciervo emitió un par de ruidosos sonidos de desesperación y luego, cuando un enorme caudal de sangre bañaba el suelo, se desplomó.

      Limpió el puñal con un pañuelo viejo y ensangrentado y lo guardó en su funda. Se agachó, agarró las patas del animal y se echó su peso en los músculos de la espalda y los brazos.

      Cargado con al menos el doble de su peso, recorrió el lejano bosque de Odris, donde las primeras heladas del otoño habían dejado un manto de escarcha sobre la hierba. El bosque de Odris, situado en el extremo norte de Ylandra, era un horrible paraje para vivir. Apenas dos poblados constituían la única vida civilizada que se podía encontrar en cientos de leguas a la redonda, en mitad de un paisaje escarpado y quebradizo.

      Aleyn detestaba vivir allí, pero sospechaba que quizá no había lugar más seguro para un condenado a muerte como él. La única alternativa al bosque, con tan escasa demografía, se encontraba en el Gran Desierto del sur y, entre un mar de árboles y un océano de fuego, prefería el primero. Al menos allí ni el agua ni la comida le habían faltado nunca.

      Conforme avanzaba sintió otra presencia humana aproximándose por uno de sus flancos. Se ajustó el cadáver del ciervo en la espalda y apresuró el ritmo de sus pisadas. Lejos de aumentar la distancia con su perseguidor, esta menguó. Luego sintió otra presencia más, en su flanco derecho. Luego otra, esta vez en el izquierdo, y finalmente una última frente a él. Allí parado, con las piernas abiertas, las manos a la espalda y la postura erguida, le esperaba un joven vestido de rojo y negro.

      Aleyn dejó caer el cuerpo del animal. Se giró y vio a las otras tres figuras aproximándose. Dos eran equivalentes estéticos del hombre que ya había visto. La última era una mujer de mediana edad, vestida con una túnica nada elegante de color granate.

      —Buenos días, señor —saludó Nuza—. Una buena presa la que transporta.

      —Gracias, señora.

      —Yo no como ciervo. No me gusta el sabor.

      —No estaba en mis pensamientos compartirlo —dijo Aleyn.

      Nuza se rio, seguida de Aleyn. Una risa tensa y comprometida.

      —Dígame, ¿qué están haciendo en el bosque? ¿Se han perdido? —preguntó Aleyn.

      —No, señor. En realidad estamos buscando a una persona que creemos que vive aquí. —Aleyn reevaluó la situación, ya no como un incordio sino como una amenaza. Su cuerpo se tensó y su mano se preparó para desenfundar el puñal, única arma con la que contaba—. Al parecer estábamos en lo cierto —terminó de decir Nuza.

      Aleyn sonrió. Desde luego aquello se parecía mucho a una amenaza, aunque algo fallaba. Tres hombres y una mujer. Ninguno de ellos maestro de La Escuela. O no eran lo que parecían o Aleyn había envejecido mucho más de lo que su reflejo le decía.

      —Así que están aquí por la recompensa. Han decidido venir al norte, perderse en un bosque y buscar fortuna. Espero que al menos sean buenos luchadores.

      —Así es, señor.

      Aleyn sonrió, desconcertado. Sus cuatro adversarios permanecían tranquilos, siguiendo un guion previamente acordado. Aleyn se fijó en que no portaban arcabuces ni espadas, aunque aquello no quería decir que estuvieran desarmados. Un pistolete o un cuchillo podía esconderse en decenas de lugares bajo la ropa.

      —¿De cuánto es la recompensa? —preguntó Aleyn—. No he podido seguir sus progresos todos estos años. La última vez creo recordar que rondaba las quince piezas de oro.

      —¡Oh, de eso hace ya tiempo! La república rebajó su precio a tres oros hace tres años.

      Aleyn se sorprendió y el dolor de una pequeña aguja atravesando su orgullo ensombreció su rostro.

      —No lo dice en serio —dijo Aleyn.

      —Lo siento —respondió Nuza—. La versión de su muerte ha terminado por calar en la ciudadanía. Hubo un par de asesinatos a personas con cierto parecido con usted y se decidió rebajar la recompensa para disuadir a los estafadores.

      Aleyn se estremeció al saberse en parte responsable de la muerte de dos personas más, pero rápidamente regresó a la normalidad. Hacía mucho tiempo que había dejado atrás la culpa. El día que decidió que o bien la vencía o esta le vencería a él.

      —¿Así que han venido hasta aquí por tres miserables piezas de oro? Creo que no lo han pensado bien.

      —¿Le parece que seamos cazarrecompensas?

      Aleyn se encogió de hombros.

      —Me he equivocado otras veces.

      —En eso estamos de acuerdo —dijo Nuza—. Le prometo dos cosas, maestro Aleyn. Ni yo ni ninguno de estos jóvenes le haremos daño alguno. Dudo mucho que pudiéramos aunque quisiéramos. Mi único deseo es charlar con usted y después, pase lo que pase, nos marcharemos. Mi segunda promesa es que jamás le diremos a nadie dónde está. No lo hemos hecho durante todos estos años.

      Aleyn volvió a mirar a los tres jóvenes y trató de auscultar el interior de sus almas.

      Algo no estaba bien.

      —De acuerdo, ¿quiénes sois? —interrogó Aleyn serio.

      —Mi nombre es Nuza. Mis acompañantes son Kevyn, su hermano Jemy y Mein.

      —Un dudoso


Скачать книгу