Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
—Normal, tratándose del juez.
—¿Qué ha sido esta vez? ¿Trabajo, dinero, familia, amigos, mujeres?
—Familia y mujeres.
—Podría haber sido peor.
—Con él siempre es posible.
—Sí —dijo Brendan, apoyándose sobre la barandilla de piedra—. ¿No deberías estar ahí dentro bailándole el agua a algún político repelente?
—Ese era el plan. Pero se me han quitado las ganas. Creo que escucharé el discurso, me tomaré una copa más y me marcharé a casa.
—No es mala idea —coincidió Brendan—. Te veo dentro.
Jules se despidió con un cabeceo y esperó unos minutos antes de regresar al salón, donde el gobernador estaba subido sobre un estrado desde el que se dirigía al público.
—Buenas noches, señoras y señores, y feliz Día de la Liberación. Hoy celebramos el decimocuarto aniversario del final de la guerra. Por ello, pronunciará el discurso el hombre que nos llevó al éxito. Déjenme decirles que para mí es un completo honor presentarles al comandante Rommel Edvard.
Por todo el salón se extendió una salva de educados aplausos, al tiempo que un hombre alto y atractivo, de piel bronceada, ademanes deferentes y mirada serena, subía las escaleras del estrado, daba la mano al gobernador y se presentaba ante el público.
Conforme dictaba el protocolo, el comandante dio las gracias a las autoridades allí reunidas por concederle el honor de hablar en tan distinguida ocasión, respiró y se enzarzó en una lección de historia, explicando el desarrollo de una guerra demasiado larga, demasiado violenta y demasiado cruel. Una guerra que, según su opinión, había conducido a Ylandra hasta el último límite del ser humano.
—Durante más de quince años este país luchó contra un enemigo poderoso y despiadado, y me apena decir que cientos de miles de personas murieron durante la contienda. Todos perdimos amigos, compañeros, maridos, esposas, padres y a nuestros hijos. Pero nosotros sobrevivimos, continuamos luchando y finalmente vencimos. Dimos paso a una paz larga y estable. Somos un país próspero, porque nos hemos ganado el derecho a serlo.
Continuó hablando sobre el porvenir de la sociedad y terminó alzando una petición dirigida a la concordia, el compromiso y la estabilidad de la república.
La sala imitó los aplausos previos al discurso, el comandante los agradeció y bajó del estrado.
Jules terminó de aplaudir y, percibiendo que su ausencia no se haría notar en esos momentos de revuelo, echó a andar hacia la salida y se marchó.
El único que entre el escándalo vio a Jules marcharse fue Viktor. En silencio negó con la cabeza y le juzgó. Aún sufría cuando escuchaba a su padre despotricar por la conducta de su hermano, pero cuanto más tiempo transcurría más de acuerdo estaba con las palabras del juez. Esa noche ni siquiera se había dignado a saludar, ya no a él, sino a su mujer y a Danea. La única persona de la familia con la que parecía seguir manteniendo una buena relación era Mara, y únicamente porque había estado fuera los últimos siete años. Solo era cuestión de tiempo que también se distanciara de ella. Su hermano estaba empeñado en quedarse solo y a Viktor le costaba comprender sus motivos.
Su padre le hizo un gesto para que se aproximara y Viktor obedeció al instante, dejando atrás a Neire y a Danea.
—Señoras, caballeros —dijo Viktor incluyéndose en el grupo—. Un discurso fantástico, si me permite el cumplido, comandante.
—Gracias, señor…
—Wellington —respondió Viktor.
—Mi hijo, comandante —intervino su padre.
—Un placer conocer al hijo de un oficial tan respetado.
—¿Se conocían? —preguntó Viktor extrañado.
Su padre tenía cincuenta y dos años y el comandante no debía sobrepasar los cuarenta.
—Por supuesto. Estuve a las órdenes del comandante Wellington en el asedio de Cienaguas.
—Pero se perdió la batalla —dijo el juez.
—Sí, me reclamaron en otro lugar, señor. Me hubiese gustado participar. Oí que fue digna de una canción.
Viktor se sintió inseguro al no ver la oportunidad de intervenir en la conversación. Deseaba destacar, pero era difícil hacerlo cuando dos hombres comenzaban a hablar de sus glorias pasadas. Por suerte, en ese momento, otro nutrido grupo de personalidades se aproximó, abriéndose un hueco. Entre ellos se encontraban el gobernador, el alcalde, la representante de La Escuela en el oeste, la señorita Annelyn Vyvas y el señor Dreider, un importante terrateniente vecino de su padre con aspiraciones políticas. Hubo un momento de saludos y presentaciones y luego todos ellos alabaron el discurso del comandante, para regocijo suyo.
—¿Entonces ha venido usted a Viendavales solo para el Día de la Liberación, comandante? —preguntó el señor Dreider.
—En realidad hace un mes que estoy destinado en la ciudad, señor.
—¿Destinado? —se sorprendió el juez.
—Así es. Corren rumores de un hombre que está envalentonando a los anirios. Hasta la fecha creemos que ha asesinado a diecisiete tratantes de esclavos, casi todos en poblaciones de la costa. Incluso hay quien dice que está formando un ejército.
—Yo no le daría tanto crédito —intervino el gobernador—. Solo es un asesino con la cara cubierta. El resto no son más que rumores, comandante.
—Y a pesar de ello, aquí estoy.
—Me gusta atajar los rumores antes de que se conviertan en algo más serio.
—Una sabia estrategia.
—He oído hablar de ese hombre —dijo la señorita Vyvas con el encanto propio de una belleza casi dolorosa.
Annelyn Vyvas era una mujer influyente y poderosa, gracias en parte a sus espléndidas habilidades para desenvolverse en sociedad y en parte a la fortuna heredada de sus padres, unos acaudalados mercaderes fallecidos durante la guerra. Era, por lo demás, rubia, de piel clara, lisa y perfecta, ojos azules, nariz fina y con una sonrisa capaz de calmar a cualquier bestia. Viktor no sabía qué más era lo que poseía, pero cuando Annelyn hablaba el resto callaba y escuchaba.
—Oí que se referían a él como «Inferus» —comentó Annelyn—. Me pareció un nombre muy dramático. Si me permite, gobernador, debo decirle que no estoy del todo de acuerdo con usted. Ese hombre, sea quien sea, está adquiriendo demasiada notoriedad. Los anirios podrían envalentonarse, como bien ha dicho el comandante. Quizá incluso podrían hacer estallar una revolución.
—Tonterías, señorita —intervino el juez—. Eso no ocurrirá nunca. Esos anirios no tienen la capacidad de hacer algo así. No poseen ni el valor, ni la inteligencia, ni la habilidad.
—¿Qué piensa usted, comandante? —preguntó la maestra Lumeni.
—Para serles sincero, y dado que nací en el sur y crecí en el centro, no estoy muy familiarizado con la esclavitud y no sé qué esperar de los anirios. Tiendo a esperar lo mejor, mientras me preparo para lo peor. De momento, ese hombre, el tal Inferus, no supone riesgo alguno para el oeste, pero conviene no subestimar a un enemigo solo porque juzguemos débiles sus inicios.
—Bien dicho —dijo el señor Dreider.
—¿Entonces ha comprado ya a su primer esclavo, comandante? —preguntó Viktor.
—Esclava, joven —respondió—. Resulta una experiencia muy interesante la de ser el propietario de una persona.
—De