Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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activo. Aquel hombre era capaz de nutrir sus existencias con todo tipo de sustancias imposibles, ya que no tenía que dar cuenta de ello a ninguna autoridad burocrática incapaz de diferenciar entre un vaso de agua y uno de alcohol. Siara no quería ni pensar en las infinitas dificultades por las que el gobierno de La Escuela habría obligado a pasar a un comerciante honrado para poner a la venta sangre de Ngen-ko. En opinión de Siara, la generalidad de cualquier sistema legal lo destinaba a ser corrompido en ciertas circunstancias.

      —¿Te gustaría llevarte unas gotas, maestra alquimista? —le ofreció Jon en un tono juguetón—. No soy capaz de imaginar lo que podría hacer esta sustancia en manos de alguien diestro.

      —¿Cuánto? —preguntó Siara.

      —¿Por un frasco pequeño? —Jon fingió debatir una respuesta—. Dos piezas de oro.

      —¡Vete al infierno, Jon! No estoy para bromas.

      —Yo tampoco.

      Siara chasqueó la lengua y se mordió el labio inferior.

      —No puedo —dijo.

      —¿Estás segura? Esto no se encuentra todos los días.

      —¡Sí, maldito estafador, estoy segura! —respondió Siara—. Devuelve el bote a su sitio antes de que me olvide de nuestra amistad.

      Jon sonrió y obedeció.

      Siara le dijo que quería echar un vistazo y que tardaría un buen rato en localizar y seleccionar sus compras. Jon hizo una reverencia y dejó a las dos mujeres a solas.

      Durante la siguiente media hora, Siara se paseó por toda la sección de alquimia, escogiendo diferentes sustancias, leyendo sus características, comparando precios e ideando fórmulas para probar en el futuro. Enara seguía los pasos de su amiga, algo impaciente ante la delicada atención que Siara prestaba a cuanto las rodeaba. Por lo demás, veía a su amiga meter frascos con sustancias extrañas en una bolsita de tela gris. Cada vez que le preguntaba para qué quería este u otro elemento —saliva de perro, sangre de lobo, acero para fundir, lágrimas de una madre y demás—, Siara le respondía con un enigmático «ya veremos».

      Cuando terminó de ojear las estanterías y los muebles, la bolsa pesaba un par de kilos. Se dirigió al mostrador donde Jon leía un libro y colocó todos los frascos y objetos sobre la madera.

      —¿Todo esto? —le preguntó extrañado.

      —Creí que te gustaría, pero, si no es así, puedo comprar en otras tiendas.

      —No encontrarías ni la mitad de estas cosas, maestra —opinó Jon examinando los artículos—. Una selección muy nutrida. Veo que te llevas un poco de todo. ¿Qué piensas hacer con ello?

      —Enseñar, espero.

      —¿A quién? ¿A los potrillos a los que cuidas?

      Siara se rio.

      —No, Jon. Soy la nueva profesora de Alquimia en Villa Lumeni.

      —¡Vaya! ¡Felicidades! —bramó aplaudiendo—. No olvides quién ha estado suministrándote material durante los últimos meses, profesora.

      —No lo haré, Jon. ¿Qué te debo?

      —Veamos… —calculó—. Ocho piezas de plata y cuatro de bronce. Para la nueva profesora eso son siete platas y media.

      Siara le pagó, se despidieron y Enara y ella volvieron a salir a la agradable noche de Lanti’s Cloe. Tomaron la ruta más rápida para dejar atrás los callejones y terminaron en la vía principal del mercado. A pesar de ser el Día de la Liberación, aquella calle se mostraba abarrotada de personas, la mayoría de ellas foráneos maravillados con los objetos expuestos en los escaparates de las tiendas. Entonces, Siara tuvo una idea y se dirigió a una de ellas.

      —¿Adónde vas ahora?

      —Quiero coger un par de cosas más.

      —¿Qué? ¿Aquí? Siara, hemos estado casi una hora en esa sucia tienda y te has gastado siete platas en frasquitos. ¡Quiero ir a escuchar música!

      —¿Música? —preguntó Siara incrédula.

      —¡Sí, música! ¿Recuerdas lo que es? Se escucha y se baila. Es lo único bueno que tiene la celebración de este maldito día.

      —Está bien. Música. Me apetece mucho —dijo, ensombreciendo las palabras con un intenso sarcasmo—. Pero antes quiero comprar algunas cosas más. Tardaré cinco minutos. Diez a lo sumo.

      Se dio la vuelta y entró en la tienda. Cuatro minutos más tarde había salido con cinco nuevos objetos en la bolsa y nueve platas menos en el bolsillo. Siara salía enfadada y despotricando.

      —¿Todo bien?

      —Nueve platas por cinco objetos inútiles que no sirven ni para tomar por…

      —¡Eh, eh! Alto ahí, maestra —le interrumpió Enara—. ¿Por qué los has comprado si no te sirven para nada?

      —¡Oh, sí van a servirme para algo! Esa no es razón para no sentirme estafada.

      Enara le apoyó una mano sobre el brazo y fue aumentando la presión hasta que Siara echó a andar. Cuando dejaron atrás el mercado, a Siara ya se le había pasado el enfado, dando lugar a esa resignación huésped habitual en sus estados emocionales.

      Cerca de la plaza central de la ciudad, se introdujeron en un local bien iluminado y muy concurrido. Encontraron una mesa vacía, lejos del escenario, y pidieron que se les sirviera una copa de vino a cada una. Al poco rato el sonido de una melodía arrancada a las cuerdas de un violín meció sus emociones.

      Allí sentadas, emborrachándose poco a poco, mantuvieron una conversación que las llevó a hablar sobre La Escuela, los alumnos y las clases. Enara llevaba siendo profesora de Artes Sagradas ocho años y, año tras año, había ido ganando autoridad dentro de su disciplina. Siara, por el contrario, nunca había dado clases y únicamente durante dos años había consentido tener aspirantes a su cargo. De eso hacía muchísimo tiempo. Enara adivinó que, a pesar de la máscara con la que Siara se presentaba al mundo, se sentía insegura con sus nuevas responsabilidades, de ahí el gasto de dinero, tiempo y esfuerzo que había hecho esa noche. No obstante, cuando quiso hablar de ello, Siara la cortó y cambió de tema. De ahí pasaron a hablar de política local, luego de los chismes habituales de La Escuela y finalmente abordaron el tema del que año tras año no conseguían escapar. Esta vez lo que motivó la conversación fue la interpretación de Las piedras de doña Rosalita, una canción popular que relataba en clave de humor el asesinato de un rey a manos de su doncella, con la que, por supuesto, mantenía una aventura. Bien tocada e interpretada tenía el poder de desencajar la mandíbula de cualquier público.

      —¿Recuerdas la noche en que se subió al escenario, ofendido porque el músico estuviera desafinando, le quitó la guitarra y empezó a tocar? —preguntó Siara.

      —Consiguió que un público de muchachos aterrorizados se desternillaran de risa. A todos se nos olvidó que a la mañana siguiente podíamos estar muertos.

      —Tenía ese don, ¿verdad? Te hacía confiar en la victoria, aunque todo apuntase en la dirección contraria.

      Siara le dio un trago a su copa de vino y sintió brotar un mareo en su cabeza.

      —No se merecía lo que ocurrió.

      Enara imitó a Siara y tomó un largo trago de vino, enmudecida ante las palabras de su amiga. La conocía lo suficiente como para saber que la mezcla de alcohol y música, más aún ese día, liberaría recuerdos dolorosos.

      —Le llaman traidor, pero fue este mundo quien le traicionó —continuó Siara, perdida en sus recuerdos—. Sus propios hermanos.

      Enara se mordió el labio y giró la cabeza en dirección al escenario.

      —¿Por qué lo hicisteis? —insistió Siara con tono acusatorio.

      —¿Vamos


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