Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
impacientarse. Se oían los golpes de metal contra metal. Quejidos dolorosos, órdenes gritadas y macabros insultos.
Al cabo de un minuto, tres anirios salieron corriendo por una de las puertas y Güido se temió lo peor. Entonces vio salir a dos irios, blandiendo una espada cada uno y con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro.
—¡Vamos, niñitas! ¿Quién se atreve conmigo? —dijo uno de ellos.
Uno de los anirios le atacó. El guardia esquivó el filo de la espada y lanzó un duro puñetazo a su enemigo. Este se tambaleó y cuando quiso incorporarse recibió una patada en la boca. Cayó al suelo.
—A estos hijos de perra no los mataremos, Dave, ¿verdad que no? A estos les espera un infierno de noche. Cuando hayamos terminado con vosotros no tendréis ni idea de todo lo que habéis tenido metido por el culo.
Un segundo esclavo levantó la espada y atacó a la desesperada. El guardia buscó su espalda, evitó la estocada y lanzó al anirio al suelo, boca arriba.
—Creo que contigo haré una excepción —comentó mientras clavaba la punta de la hoja en uno de los ojos del anirio.
Un gran chorro de sangre fue despedido justo antes de que el cráneo cediera y la espada lo atravesara por completo.
Otro grupo de anirios y de guardias salió del resto de las puertas y los primeros, al verse en clara inferioridad, echaron a correr despavoridos, seguidos de varios guardias que, ya en sus monturas, iniciaban la persecución. Güido intuyó que era el momento adecuado para irse. Había cumplido. Algunos de esos hombres saldrían disparados hacia la casa principal y salvarían a Mara del grupo que se había dirigido hasta allí.
En cuanto a sus compañeros, Güido no se hacía ilusiones. A todos los involucrados en el levantamiento los castigarían e, incluso, los colgarían. Sabía que aquello no estaba bien, pero por alguna razón no le provocaba duelo alguno. Había que hacerlo y él lo había hecho.
Tumbada en la cama y tapada con suaves sábanas de seda, Mara se dio la vuelta. Agarró la almohada y la acomodó bajo su cabeza. Un rato después se quitó una de las capas y sacó una pierna al exterior. Sintió cómo se aliviaba el calor, pero al cabo de unos minutos empezó a sentir frío y volvió a cubrirse. Giró su cuerpo hasta estar boca arriba y abrió los ojos, desesperada. Era la quinta noche consecutiva que no conseguía pegar ojo.
En La Escuela había adorado y casi venerado el momento de llegar a la cama, cerrar los ojos y dejarse llevar, pero desde su llegada a Viendavales y sin importar qué hiciera, no conseguía dormir. Le faltaba actividad, estimulación física y mental, necesitaba cansar sus músculos y su mente. Durante esos días en casa su actividad más exigente había sido pasear con la mujer de su padre por los terrenos de la plantación.
A Mara le costaba admitirlo, pero estaba hastiada de Viendavales. Su padre era una persona mucho peor de lo que recordaba, su mujer era un ser insulso, su hermana Eyra se había marchado, Viktor estaba empeñado en convertirse en su padre y Jules, aunque ingenioso y divertido, parecía llevar una vida muy alejada de la familia. Incluso Güido se comportaba de forma extraña, aun con la conversación de la noche anterior. La única persona que lograba dibujarle una sonrisa sincera todos los días era Cazi. La dulce Cazi. Mara sonrió al rememorar su ternura y entonces sonaron las tres campanadas, indicadoras de la hora de los dioses.
Se dijo a sí misma que ya bastaba de pensamientos agoreros y volvió a cerrar los ojos, con la intención de alcanzar el sueño. A punto de conseguirlo, a lo lejos, unos perros empezaron a ladrar. Abrió los ojos y gruñó.
—¿Y ahora qué?
Los perros continuaron ladrando y el tañido de una campana la alertó. Oyó gritos lejanos.
—¿Adónde vais, ciegos? —oyó decir a uno de los hombres que hacía guardia cerca de la casa—. ¡Alto ahí! ¡Qué demonios!
Mara se levantó de la cama y trató de mirar por la ventana, sin lograr ver nada. Oyó a su padre avanzando por el pasillo y salió a ver qué ocurría.
—¿Padre?
Caminaba descalzo y en pijama. Y blandía una larga espada.
—Vuelve a tu cuarto y cierra la puerta.
—¿Qué está pasando?
Su padre llegó al final del pasillo, se asomó por la barandilla y comenzó a descender por las escaleras que bajaban a su izquierda.
Mara, desoyendo la orden, le siguió, aunque se detuvo en la barandilla, desde donde podía ver el vestíbulo principal.
De fuera de la casa llegaron unos gritos, justo antes de que la puerta se abriera, entrara un hombre apresurado y volviera a cerrarse.
—Marlo, ¿qué demonios ocurre? —preguntó el juez.
—Esos anirios, señor.
—¿Cuántos?
—Diez, más o menos. Tienen espadas.
—¿De dónde han sacado…? —Se interrumpió—. No importa. ¿Han podido mandar a alguien a dar aviso?
—No, señor.
Choques de espadas se hicieron eco en el exterior.
—De acuerdo, Marlo. Si consiguen entrar les haremos frente aquí.
Ambos hombres se miraron y asintieron.
Mara observaba incrédula mientras los ecos de la lucha de fuera anunciaban la llegada de la muerte.
Danea apareció de pronto al lado de Mara, vestida con un deshabillé de seda similar al que ella misma lucía.
—¿Qué ocurre, Deian? —gritó a su marido.
El juez se giró y vio a ambas asomadas por la barandilla.
—¡Por Daxal! ¡Volved a vuestros cuartos y cerrad las puertas! ¡Maldita sea!
Los ruidos procedentes de la batalla exterior cesaron de golpe, precedidos de una agonía sofocada. Al segundo, algo arremetió contra la puerta, haciendo temblar goznes y bisagras. Se produjo un segundo golpe. Y luego un hacha atravesó la madera.
—Prepárate —le dijo el juez a Marlo.
El canto del hacha atravesó una segunda vez la madera y después una tercera. Entonces la puerta cedió y un enorme anirio se lanzó, hacha en mano, hacia Marlo. Este retrocedió un par de pasos, sorprendido y asustado a partes iguales, y el hacha se le clavó en lo alto de la cabeza. Tanto Mara como Danea emitieron un chillido.
Dos anirios más entraron por la puerta, uno de ellos bastante malherido, y se lanzaron sobre el juez. Lejos de retroceder, el padre de Mara avanzó un par de pasos, reafirmó sus pies y atacó. Uno de los anirios detuvo la espada con la suya, el juez giró su cadera y aprovechó el movimiento para lanzar un segundo golpe que acabó definitivamente con el anirio malherido.
No vio llegar el hacha hasta el último momento. Logró esquivarlo alejando la cabeza y perdiendo el equilibrio. Se tambaleó, trastabilló y terminó con la espalda apoyada en la pared. El enorme anirio volvió a atacar, el juez se agachó y el hacha quedó clavada en la madera. El juez aprovechó la tesitura y escapó de aquel hombre realizando un corte horizontal en su estómago. El anirio cayó al suelo, gritando de dolor, y el juez le atravesó la espalda.
Mientras su compañero caía muerto, el otro anirio se movió con agilidad, se acercó al juez y le golpeó en el hombro con la espada, sin producirle corte alguno, pero lanzándole de bruces contra el suelo.
—¡No! —gritó Mara, viendo a su padre a merced de un hombre que no pensaba titubear al matarlo.
Echó a correr, bajó las escaleras a toda velocidad y, antes de llegar al final, posó las manos sobre la barandilla y saltó por encima de ella. Flexionó las rodillas al hacer contacto con