Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
encorvado, defendiendo el cuerpo tendido de su padre.
Permaneció a la espera, evaluando el estado del anirio. Por cómo se movía y los gestos que hacía, Mara sospechó que le había roto una o más costillas. De lo que estaba segura era de que ya no suponía ninguna amenaza. Cuando se giró para ver a su padre, lo encontró ya en pie.
El juez recogió su espada del suelo y avanzó hacia el anirio.
—¡Padre, no! —gritó Mara en el instante justo en el que su padre le atravesaba el pecho—. ¡No! —volvió a gritar.
Se acercó hasta el cuerpo de aquel hombre y se arrodilló frente a él. El juez se incorporó, emitiendo gruñidos dolorosos.
—Está muerto —anunció.
—¿Por qué lo has hecho? —inquirió Mara—. ¡Estaba desarmado y malherido!
—Ha intentado matarnos, Mara —respondió, antes de salir al exterior.
Mara se puso en pie, se estiró el camisón y siguió a su padre. Unos metros más allá de la casa yacían los cadáveres de dos guardias y cinco anirios.
Por el campo, tres jinetes se acercaban galopando a toda velocidad.
—¡Señor! ¿Se encuentran todos bien? —preguntó uno de ellos.
El juez asintió, aunque Mara veía su brazo izquierdo colgando flácido.
—¿Qué demonios ha pasado, Carles? —quiso saber el juez.
—Nos han fastidiado bien, señor. Han matado a Iscar, a Edrá, al pequeño Lipo, el rubio está malherido…
—¿Los han cogido a todos?
—Estamos en ello, señor.
—Enviad a alguien a Viendavales a dar aviso. Que manden patrullas. Coged a todos esos rebeldes y traedles aquí —decretó, reflexionó y añadió—. Traed a todos los anirios y que formen frente a la casa.
Dos de los jinetes salieron disparados, cada uno en una dirección.
—¿Su brazo, señor? —señaló Carles.
—Está bien. Solo necesito ponerlo en cabestrillo.
El juez y Mara volvieron a entrar en la casa, directos a sus habitaciones para vestirse. Mara se sentía confusa y asustada. Nunca antes había vivido nada así y no podía creerse que los anirios, que ella consideraba personas cálidas y amables, hubieran intentado matarlos. Entonces pensó en Güido y en Cazi y unas enormes olas de angustia inundaron su interior.
Salió de su cuarto, vestida con ropa cómoda y se dirigió hacia el vestíbulo principal, donde la afluencia de gente aumentaba. Seis personas, incluido su padre, discutían alguna cosa con verdadera incredulidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mara alcanzando al grupo.
—Vuelve a tu cuarto, hija —le ordenó el juez.
—¡No voy a volver a mi cuarto! ¡Quiero saber qué está pasando!
El juez agachó la cabeza. Fue otro de los hombres que allí estaban quien le respondió.
—Han atacado otras granjas. Aún no sabemos cuántas.
—¿Cómo han podido organizar algo así? —cuestionó el juez—. Al menos cuatro granjas atacadas al mismo tiempo. ¿Cómo han podido hacerlo? ¿De dónde demonios han sacado las armas?
Discutieron esas preguntas durante un buen rato, emitiendo sobre todo opiniones y apenas certezas, hasta que tres hombres aparecieron en la puerta, exhaustos y sudorosos.
—¡Han matado a los Dreider! —anunció uno de ellos.
El juez se salió del grupo, apartó a uno de sus integrantes para abrirse paso y se acercó al hombre que acababa de hablar.
—¿Los Dreider? ¿Están muertos? ¿Los tres?
—Sí, señor. A él le han encontrado degollado en su cama, junto a su mujer. A su hijo lo mataron cuando intentaba escapar. Esos malnacidos le descerrajaron un tiro de pedreñal en la cara.
A Mara cada vez le costaba más incorporar esos sucesos a su sistema de creencias. Todo lo que pensaba acerca del funcionamiento del mundo se tambaleaba. Con una jaqueca inminente gestándose en su cabeza, se dirigió hacia la salida de la casa y respiró algo del frío aire de la noche.
—¡Caminad, diablos! —se oyó un grito, seguido del restallido de un látigo y un grito de dolor.
A lo lejos comenzaban a llegar los prisioneros. El primer grupo, de unos dieciséis varones, avanzaba con esfuerzo. La mayoría de ellos estaban manchados de sangre y heridos de diversa gravedad. Era el grupo al que el hombre montado a caballo gritaba y azotaba a placer. Detrás de ellos venían el resto, unas noventa personas más.
Conforme se acercaban, Mara fue fijándose en la cara de los esclavos, desesperada por encontrar a Cazi y a Güido. Echó a correr hacia ellos en cuanto les distinguió, con lágrimas asomando en sus ojos.
Se abrió paso a través del grupo y, cuando estuvo a su altura, se tiró a sus brazos.
—¡Estáis bien! ¡Estáis bien! —sollozó estrujándoles—. ¡Gracias a Daxal!
Cazi la apartó ligeramente. También lloraba.
—No sabíamos nada, cariño —dijo desesperada—. No lo sabíamos.
—Lo sé. Lo sé. Debo volver, pero estad tranquilos. Esto va a acabar pronto.
Cazi tenía agarrada a Mara por el brazo y no la soltaba. El miedo reflejado en sus ojos le arrancó el corazón del pecho.
—Cuida de mamá Cazi, Güido —le pidió, soltándose de su agarre y acompañando el cuerpo de Cazi hasta el de su hijo.
Volviendo a la entrada de la casa, se percató de la feroz mirada con la que su padre escrutaba cada uno de sus pasos. Se estremeció.
Por las calles de Viendavales el revuelo había ido en aumento desde las tres de la madrugada, logrando que casi toda la ciudad entrara en vigilia antes de tiempo. Viktor despertó al escuchar algunos voceríos y, temiendo haberse quedado dormido, se incorporó rápido y nervioso. Al ver que por las ventanas aún no entraba la luz del amanecer se extrañó, musitó unas palabras tranquilizadoras a su mujer, se colocó una bata y salió a la calle a ver qué ocurría.
—Disculpe, caballero, ¿sucede algo? —preguntó Viktor a un vecino.
—Esos cerdos acaban de ganarse una buena represalia.
—¿Disculpe?
—Los anirios. Esos cegatos —dijo—. ¡Annos asquerosos! Han atacado algunas granjas de las afueras.
El vello de los brazos de Viktor se erizó y sus músculos se tensaron.
—¿Qué granjas? —preguntó—. ¿La plantación Wellington?
—Oiga, no lo sé. Es posible. ¿Les conoce?
—Es la plantación de mi padre.
Retrocedió unos cuantos pasos y cerró la puerta. Mientras se vestía le explicó a Neire lo poco que sabía sobre el incidente. Se mostró aterrorizada e insistió en que deseaba acompañarle.
—Será mejor que no. Además, hay que estar pendientes de Aulyn.
—¿Dónde están Elba y Ford? —preguntó Neire.
Elba y Ford eran un matrimonio de esclavos con una hija que convivían con la familia de Viktor. Tenían cedidas un par de habitaciones en el sótano donde podían dormir, comer y tener intimidad.
—¡Elba! ¡Ford! —gritó Viktor.
Los dos anirios