Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
de sangre que apenas se distinguía. El juez, con el resto de la familia a su lado, se aclaró la garganta y elevó la voz.
—Los sucesos de esta noche son imperdonables. Habéis demostrado ser las bestias que decís no ser. Esos hombres —proclamó señalando a los dieciséis anirios que habían participado activamente en el levantamiento— han atacado a sus amos, han intentado matarnos y, por ello, serán colgados. ¡Ron! —gritó.
Un guardia empujó, uno tras otro, a cuatro esclavos, colocándoles bajo una viga de madera construida sobre un cadalso improvisado de la que colgaban cuatro sogas. Les obligó a subirse a un taburete y colocó la cuerda alrededor de sus cuellos. Viktor observó cómo los anirios se revolvían en su sitio, sin elevar una mínima queja o protesta.
El juez asintió y Ron fue tumbando los taburetes con una patada. Los anirios empezaron a ahogarse. Los ruidos de sus inútiles intentos por coger aire y su pataleo constante revolvieron las tripas de Viktor, que apartó la mirada. A su derecha, se encontró con Jules agarrando el brazo de una Mara de gesto furioso y contraído. Jules le decía cosas al oído, tratando de calmarla.
Cuando los cuatro anirios murieron, Ron y otros dos hombres bajaron los cuerpos y los lanzaron al suelo. Se acercaron a otros cuatro y les obligaron a avanzar.
—Suéltame —oyó decir a Mara.
—No puedes hacer nada —le susurró Jules.
—¡No puedo no hacer nada!
Casi con suavidad, Mara se soltó del agarre de su hermano y comenzó a avanzar en dirección a su padre. Un ligero brote de ansiedad se extendió por el pecho de Viktor.
—¡No deberíamos ahorcarlos! —gritó de pronto Jules. El juez se volvió hacia él, con un gesto contrito de ira—. La ciudad necesita esclavos. Sería una lástima desperdiciar trabajadores de esta forma.
El juez sonrió e hizo un gesto a Ron para que se detuviera.
—Te escucho, hijo.
—En el estado en el que están, mi oficina podría abonarte dos o tres platas por todos ellos. Es mejor que no obtener nada —explicó tras valorar que para su padre dos piezas de plata significaban bien poco—. Y sería un gesto que la ciudad agradecería, estoy seguro.
—¿No quieres que los colguemos? —preguntó.
—Solo digo que quizá podamos sacar algún provecho de esta situación.
—La ley condena con la pena capital a todo hombre culpable de asesinato.
—Lo sé, padre. Pero no son hombres. Solo son anirios —dijo Jules.
Deian sonrió, casi orgulloso por la agudeza de su hijo. Le susurró unas palabras a uno de los guardias y este se giró hacia los anirios condenados.
—Tenéis mucha suerte, pobres diablos. Hoy no os colgaremos. A partir de este momento pertenecéis a la respetable ciudad de Viendavales.
Los doce anirios levantaron la mirada incrédulos, temiendo que aquello no fuera más que una absurda broma que hiciera aún más humillante los momentos previos a su muerte.
—Sacadlos de aquí —dispuso el juez—. Llevadlos a la ciudad y deshaceros de ellos. Y quedaos con el dinero que os den.
Esta vez sí, alguno de los doce anirios esbozó sonrisas de alivio. La misma cara puso Mara, quien volvió al lado de Jules y le susurró un enorme «muchas gracias». Jules le guiñó un ojo y le revolvió el pelo.
—En cuanto al resto —dijo el juez elevando la voz—, sabed que me habéis traicionado. No importa que anoche no salieseis de vuestras casetas. Sabíais lo que iba a pasar y no dijisteis nada. Debería colgaros a todos, pero mi hijo Jules tiene razón. Como bestias sois útiles y sería una estupidez no utilizaros. —Se alejó de su familia y comenzó a deambular entre las líneas de esclavos—. Dieciséis anirios merecían colgar de una viga hoy y sabed que dieciséis colgarán.
En la sexta fila tocó el hombro de dos anirios ancianos y los guardias se los llevaron a rastras, ante la atenta y horrorizada mirada del resto de esclavos. En la tercera fila seleccionó a otro y en la primera a otro más.
—Mara, si le cabreas será peor, en serio. Deja que termine —le aconsejó Jules.
Viktor, por primera vez esa noche, estuvo de acuerdo con su hermano. El juez tenía intención de cambiar la vida de doce chicos jóvenes que ya no le servían para las labores de la plantación por doce ancianos que, desde hacía tiempo, habían dejado de ser útiles. A su forma, el juez siempre ganaba. No solo había conseguido deshacerse de los esclavos más rebeldes, sino que había encontrado la forma de sacrificar a las bestias más improductivas.
Los cuatro ancianos colgaron del cuello y fallecieron, sin que nadie pronunciara queja alguna. Entonces el juez continuó su paseo. Tocó a un par de ancianas de la segunda fila, a un hombre en la tercera y se detuvo frente a la espalda de Cazi. Le puso la mano en el hombro. Temblorosa, la pobre mujer se dio la vuelta, de forma lenta y pausada, aterrorizada ante lo que se avecinaba.
—¿Se… señor? —consiguió balbucear.
—Ha llegado el momento, Cazi. Camina —ordenó el juez, sin mostrar un mínimo de compasión.
—Pero, señor, yo no sabía nada. ¡Se lo juro! —se agarró a los brazos del juez, llorando desesperada—. Le he servido bien. Toda la vida. ¡No puede, no puede!
Güido se arrodilló frente al juez y le agarró las piernas mientras suplicaba por la vida de su madre.
—Lléveme a mí, señor, por favor. Ella no tiene la culpa.
El juez se sacudió los agarres de Güido y señaló a Ron.
—¡Lleve a esta aniria a la palestra!
—¡No! ¡Ya basta!
El desgarrador grito desesperado de Mara retumbó en toda la plantación. Viktor jamás había oído tanta rabia ni tanta determinación en boca de nadie.
—Mara… —dijo Jules.
—¡Cállate, Jules! —le gritó—. ¡Se acabó! ¡Esta locura se termina ahora!
Mara se arrancó a andar y se plantó frente al juez, retándole a desafiar sus palabras.
—Mara, apártate —le advirtió su padre.
—¡Déjala en paz, miserable! —masculló con algo más que odio.
El juez abrió muchísimo los ojos, sorprendido por el insulto, y envío un fuerte bofetón contra la cara de su hija. Mara, como si fuese un movimiento habitual en ella, se agachó, dejó pasar el golpe y lanzó un derechazo directo al estómago de su padre. El juez escupió todo el aire acumulado en los pulmones y cayó de rodillas, frente a su hija.
Tres guardias se apresuraron a agarrar a Mara, pero el juez les disuadió con aspavientos.
—¿Sabes, hija? —dijo levantándose y escupiendo—. No puedes hacer nada para evitarlo. Cazi es mi propiedad. Las leyes de este estado me permiten hacer con mi propiedad lo que yo quiera. ¿Entiendes eso o los años en La Escuela también te han hecho olvidarlo?
Mara cerró los ojos, capturando un par de lágrimas furtivas.
—No dejaré que lo hagas, te lo juro —amenazó.
—Señores, si mi hija intenta evitar que esta mujer sea colgada haced lo necesario para apresarla. Será juzgada y condenada.
—Tú, tú… —balbució ella deshaciéndose en lágrimas y luego, masticando cada palabra que emitía, concluyó—: Si lo haces… si la matas, me iré y jamás volverás a verme.
El juez se acarició el lugar donde Mara le había golpeado y asintió en su dirección.
—Bien —resolvió—. Colgad a esta mujer.
—¡No! —gritó Mara, cayendo arrodillada, la cara anegada en