Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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lienzos sobresalía un baluarte que hacía las veces de atalaya para los oteadores. En el exterior de la muralla se repartían de forma desordenada algunos chamizos de adobe y los establos, mientras que el interior se reservaba para las estancias de los miembros más reconocidos de la orden, la antigua biblioteca, la herrería, la cocina, la enfermería y el gran torreón donde tenían lugar las reuniones del Consejo de Ancianos. Cuando Kevyn y Aleyn llegaron a ella, sus muros estaban ennegrecidos por la acción de las llamas ya extintas y algunas de sus estructuras más débiles aparecían derruidas.

      —¡No! —masculló Kevyn.

      Cargó su peso sobre las patas delanteras del caballo y lo instó a galopar colina abajo.

      —¡Kevyn! —gritó Aleyn, parado a su espalda.

      Maldijo para sí e imitó a su acompañante. Dada la situación, le hubiera gustado acercarse poco a poco, evaluando la situación e identificando las amenazas. En lugar de eso corrían como dos locos hacía una situación desconocida y peligrosa. Aleyn había sobrevivido toda su vida evitando hacer disparates como esos.

      Cuando llegó a la entrada de la fortaleza se bajó del caballo y desenvainó su yatagán, un sable recurvado, cóncavo en sus primeros dos tercios y convexo en la punta, la cual contaba con un contrafilo que le confería la polivalencia suficiente para asestar tajos y estocadas. Dos maderas opuestas se unían en la empuñadura metálica y terminaba con sendas protuberancias redondeadas que evitaban que la mano se deslizase. La hoja se había forjado con acero extraído de Isla Dante, si bien el material que componía su lomo era principalmente hierro, lo que le otorgaba una mayor flexibilidad y durabilidad.

      Al acercarse a la fortaleza, Aleyn vio la puerta de madera destrozada, como si un ariete la hubiese atravesado y machacado. Más allá la situación empeoraba. Sangre, cadáveres y humo. Al menos treinta cuerpos dispersos por el suelo, la mayoría con sus armas cerca de ellos. Aleyn vio que ninguna de esas espadas caídas estaba manchada de sangre. Entonces se fijó en Kevyn, arrodillado sobre un cuerpo ensangrentado. Tenía la cabeza caída y los ojos cerrados.

      Aleyn se acercó a Kevyn por su espalda y le puso la mano en el hombro.

      —¿Tu hermano? —preguntó.

      Kevyn asintió y se secó los ojos.

      —Sí.

      —Lo siento.

      —Seguro que sí.

      Kevyn le atravesó con la mirada. A continuación se levantó, se secó una lágrima y se puso a revisar y contar los cadáveres, con gesto sombrío, pero realizando su labor con diligencia y atención. Aleyn no se había equivocado con él. Era un buen soldado.

      —Falta el anciano Mendeleo —advirtió Kevyn.

      —¿Cómo dices?

      —El consejo está compuesto por siete ancianos. Los cuerpos de seis de ellos están aquí, pero no el de Mendeleo.

      —¿Es posible que no estuviera aquí cuando atacaron? —cuestionó Aleyn.

      —No. Iban a votar. Debían estar los siete.

      Aleyn asintió y se puso a deambular por el patio, mirando los cuerpos, el suelo, los destrozos y tratando de componer una escena de lo sucedido. Sus pasos le llevaron hasta el patio grande y de ahí a la entrada de la biblioteca, completamente chamuscada y derruida. Vio la cabeza abrasada de un hombre yacer entre escombros y ceniza.

      —Ahí está —dijo Aleyn.

      Kevyn se acercó y apretó los puños al ver el cadáver.

      —¡Es horrible! ¿Por qué quemarle vivo? —preguntó Kevyn.

      —No lo hicieron.

      —¿Quemaron su cadáver? ¿Por qué?

      —No quemaron su cadáver. Se quemó vivo. Pero se lo hizo él mismo.

      —¿Qué demonios está diciendo?

      Aleyn frunció el ceño y clavó sus ojos en Kevyn. Aquella situación le estaba desbordando y necesitaba la voz de un general para relajarse.

      —Escúchame. Necesito que mantengas la calma y te comportes como un buen soldado —le ordenó Aleyn—. Fíjate en las huellas. Alguien vino corriendo desde el patio pequeño hasta aquí mientras otra persona le seguía. No se ven marcas de arrastre y, si le hubieran cargado hasta aquí, no habría dos juegos de pisadas.

      —Huía de él. Quiso esconderse en la biblioteca y le prendieron fuego, junto a todos los libros —supuso Kevyn.

      Aleyn negó con la cabeza y se dio media vuelta, en dirección al centro del patio. Por suerte para él, las lluvias otoñales habían dejado el suelo embarrado. Era como un lienzo donde estuviera dibujada una historia. En este caso, la historia de unos crueles y extraños asesinatos.

      —No fue así como ocurrió. Fíjate en todas estas pisadas. Están aquí, en el patio, mirando hacia la biblioteca. Luego todas ellas se dirigen hacia la entrada de la fortaleza y solo dos vuelven hasta aquí.

      —¿Qué significa eso?

      —Es obvio —dijo Aleyn—. Lo primero que se originó fue el fuego en la biblioteca. Estuvo ardiendo minutos hasta que todos tus compañeros bajaron a verlo. Pero sabían que ya era tarde. Entonces alguien atacó la puerta y todos fueron hacia allí. Se prepararon para luchar y murieron. El único superviviente vino corriendo hasta la biblioteca y saltó hacia las llamas.

      —¿Por qué haría nadie algo así?

      Aleyn se encogió de hombros.

      —Quizá quería esconder algo.

      —¿En las llamas?

      —Tal vez. Quizá quería esconder algo que su verdugo no sabía que tenía y que no se perdería en las llamas.

      Aleyn se introdujo en la biblioteca, donde el incendio había devorado cada libro, legajo, pergamino o escrito y se acercó al cuerpo tiznado. Con cuidado, agarró los lados de una estantería y la apartó. La madera ennegrecida se partió en pedazos al chocar contra el suelo y un estruendo alertó a un par de cuervos.

      Entre los brazos quemados del anciano Mendeleo descansaba un trozo de tela gris que envolvía alguna cosa. Aleyn frunció el ceño y pasó la yema de sus dedos por aquel tejido.

      —Para odiar a los maestros, Kevyn, tu orden aprecia demasiado nuestros inventos.

      —¿Cómo es posible que no se quemara?

      —Es una tela ignífuga. Cualquier brebajista podría hacerte una, aunque se estropearía con el uso. El alquimista adecuado… —explicó Aleyn. Se detuvo al recordar aquellos ojos negros—. Bueno, veamos qué esconde aquí.

      Aleyn estiró el brazo y apartó el trozo de tela de la superficie de un libro. Aparte de unos grabados de oro y plata preciosos, lo que más destacaba era el título en antiguo irylio. La llamada lengua de los Tres. Como Aleyn bien sabía, era una lengua muerta, que solo algunos estudiosos sabían empezar a interpretar. Aun así, cualquier documento escrito en ese idioma era una rareza digna de ser admirada. Aleyn alargó el brazo con la intención de tocar sus grabados, pero Kevyn interrumpió su movimiento.

      —¡No lo toque! —dijo Kevyn.

      —¿Cómo dices?

      —No debe tocarlo. Es peligroso.

      —Es un libro —señaló Aleyn.

      —Es el Libro de Rótalo.

      —Así que el Libro de Rótalo. ¿Y si lo toco aparecerá y nos matará? —se mofó Aleyn.

      —¿Quiere probarlo?

      Aleyn se encogió de hombros, volvió a tapar el libro, lo cogió con una mano y se lo arrebató al cadáver. Al levantarlo, unos pliegues de la tela se deshicieron y un pequeño trozo de pergamino cayó al suelo. Ambos se quedaron mirándolo, sin saber qué hacer.

      —¿Eso


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