Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
quiere decirme, señor Wellington? —preguntó, dejando que la conversación siguiera el rumbo planeado por el juez.
—Querría presentarme al cargo de gobernador —anunció.
El pecho del juez se hinchó después de la declaración, como si el solo hecho de ofrecerse para el cargo le llenara de orgullo.
—Comprendo —dijo Annelyn y luego decidió jugar con él—. Verá, señor Wellington…
—Deian, por favor.
—Deian, durante mucho tiempo allané el camino para convertir al difunto señor Dreider en gobernador. Destiné innumerables recursos a esa empresa. No puedo cambiar al candidato y esperar que los apoyos conseguidos para uno se mantengan para otro —argumentó Annelyn.
El juez se descruzó de brazos y se inclinó hacia ella.
—Su candidato ya no existe.
—Buscaremos otro o probaremos en próximas elecciones.
—Yo soy ese otro.
—Deian, con el debido respeto, usted ni siquiera deseaba participar en un primer momento. Ahora está convencido, pero hace unos días continuaba defendiendo las políticas de Barbrow. Quien quiera que sea quien se convierta en su oponente debe estar dispuesto a acabar con su rival. Creo que la lealtad que le profesa interferirá en esa lucha.
Annelyn estaba utilizando todos aquellos argumentos que había imaginado que tendría que vencer antes de que el juez aceptara su propuesta. Ahora el juego había cambiado. Ya no debía hacer propuestas. Solo debía aceptarlas y pensaba sacar un buen crédito por hacerlo. En algún momento del futuro el juez comenzaría a cuestionarse ciertos aspectos de su relación con ella y no podía tolerar que eso ocurriera. La mejor manera para evitarlo era sacudir el polvo ahora que tenía el control.
—La situación ha cambiado. No puedo ignorar los acontecimientos de los últimos días ni las situaciones que los han propiciado —dijo Deian—. Fui comandante durante la Guerra de la Liberación y desde entonces he desempeñado un papel como juez de la Alta Corte. Mi expediente es impoluto y mi reputación fuerte. No encontrará un mejor candidato para vencer a Roshan.
Annelyn se acomodó en su asiento, fingiendo evaluar las palabras del juez.
—¿Qué piensas, joven? —preguntó a Viktor.
—¿Acerca de que mi padre se presente a gobernador? Pienso que este estado se merece a alguien como él, por supuesto.
—¿Por qué?
El juez frunció el entrecejo y miró a su hijo. Viktor titubeó, buscando las palabras.
—Mi padre es un buen hombre. Es honesto e inteligente. Conoce nuestras leyes, conoce nuestro pasado y estoy seguro de que sabrá llevarnos hacia un buen futuro.
Bonitas palabras, aunque a ella no le interesaban demasiado sus palabras, sino todo lo que escondían. Miedo, duda y culpa. Percibió esas emociones de una forma tan pura y perfecta que casi pensó en la palabra «belleza» para describir la sensación que le transmitían. No se conocía a un hombre hasta que no se sabía lo que sus seres más cercanos pensaban en realidad de él. A Annelyn le gustó que el juez fuera capaz de transmitir esas emociones. Necesitaría transmitírselas a su pueblo cuando lo gobernara.
—Debo entender que también es un estupendo padre, Deian —dijo, sonriendo y alzando su copa—. Además de un héroe. —El juez esbozó un gesto de asombro—. Salvó a su familia de los rebeldes. Hizo lo que el señor Dreider no pudo hacer.
Los tres alzaron sus copas y bebieron. Annelyn se puso en pie, se dirigió al lateral del salón y se sirvió una nueva copa de vino.
—De acuerdo, Deian, le daré mi apoyo y mi consejo en su carrera a gobernador. —Dejó la jarra sobre la mesa y regresó a su asiento—. Conocí al señor Dreider dos años después de las últimas elecciones y durante todo este tiempo trabajamos juntos para hacer viable su candidatura. Debe comprender el esfuerzo que invertimos en asegurarnos una posición fuerte en el panorama político. Mi cometido ahora será traspasar el poder del señor Dreider a usted.
—Lo comprendo y se lo agradezco —respondió el juez.
—Hay un segundo asunto del que me gustaría hablar con usted, Deian —dijo Annelyn—. Su hijo Jules.
El juez abrió la boca y frunció el ceño.
—¿Qué le sucede?
—Ha sido ascendido a consejero en la oficina del alcalde. La contribución que realizó a la ciudad con doce esclavos sanos ha resonado en ciertos lugares y el alcalde Roshan ha decidido ocupar un puesto que estaba vacante.
—¿Jules lo ha aceptado de buen grado? —preguntó el juez algo desconcertado.
Hacía ya varios días que Jules estaba desempeñando su labor en la oficina del alcalde. Para ese joven era, sin duda, un importante ascenso en su carrera política. El hecho de que el juez no lo supiera confirmaba la teoría de Annelyn de que la relación entre ambos era alarmantemente mala. No obstante, también sintió otra cosa. Viktor sí lo sabía. Jules se lo había contado y él se lo había ocultado a su padre. Era, cuanto menos, una información interesante.
—¿Por qué no iba a aceptarlo? Han sido sus éxitos los que le han colocado en esa posición —respondió Annelyn—. Y dado que el alcalde será su rival político más fuerte, la ayuda de su hijo tendrá un inestimable valor.
El juez se acomodó sobre su butaca.
—Mi hijo no estará dispuesto a vigilar a su jefe por mí.
—No lo hará por usted. —Giró hacia Viktor—. Será usted quien se lo pida.
La expresión de Viktor mudó del desconcierto a una seriedad nerviosa. Su padre se giró hacia él y frunció el ceño al ver la indecisión reflejada en el rostro de su hijo.
—Yo no creo que pueda convencerle de hacer algo así —opinó Viktor tembloroso—. Mi hermano tiene sus principios y no los dejará de lado.
La voz de Annelyn se volvió suave y melódica. El canto de una sirena en los oídos de un marinero borracho.
—Lo hará si se lo pides —aseguró—. Sois hermanos gemelos. Estáis conectados por mucho más que la sangre. Si se lo pides de la forma correcta, lo hará.
Viktor permaneció en silencio, meditando sus opciones, cuando escuchó la voz autoritaria de su padre.
—Lo hará.
Aquello suponía la conclusión de la reunión. Se despidieron con las clásicas fórmulas de cortesía y Annelyn les vio dirigirse hacia la salida. Antes de que pudieran llegar, la puerta se abrió y un anciano calvo y delgado, que caminaba ayudado con un bastón, entró.
—Señor Wellington, es un placer conocerle —saludó y le tendió la mano.
—Para mí también lo es, ¿señor…?
—Solo señor. Soy un contribuyente que aprecia demasiado su intimidad. Espero no ofenderle.
—Desde luego que no, señor —dijo el juez—. Vámonos.
Padre e hijo salieron por la puerta con paso tembloroso y gesto contrariado. Annelyn percibió el desagrado que su maestro les había provocado a ambos. Una llama de rabia latente reptó desde su corazón.
—¿Puedes decirme qué ha sido eso? —preguntó a su anciano maestro.
—Un hombre saludando a otro hombre, querida —respondió con la mirada pérdida—. ¿Y bien?
—Se presentará —respondió Annelyn.
Se dirigió a un lateral y se desprendió de las joyas que la adornaban. Se quitó los pendientes de oro blanco, el collar de perlas y la pulsera de plata. La única joya que dejó en su lugar fue el anillo que llevaba colocado en el dedo corazón de la mano