Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
ni asesinado. No tenía miedo. No era la primera vez que Rommel presenciaba ese estado.
Decidió probar otra estrategia. Rebuscó en uno de los bolsillos, sacó una manzana y le dio un mordisco. Aquello provocó que Güido levantara la cabeza un segundo y Rommel le lanzó la pieza de fruta. Güido la cogió al vuelo y permaneció a la espera, con una pregunta plasmada en sus ojos.
—¡Adelante, come! —le animó Rommel—. No tienes de qué preocuparte.
Güido le dio un mordisco, masticó y tragó. Luego le dio otro y otro.
—Oye, chico, necesito información sobre lo que pasó anoche.
Güido le miró y negó con la cabeza, cerrando los ojos.
—No oíste a ningún otro esclavo hablar de ello.
—No. Yo trabajo en la casa. No hablo mucho con los demás esclavos.
—Ya… ¿Has oído alguna vez hablar del Inferus?
Güido entrecerró los ojos, le dio un último mordisco a la manzana y la dejó caer al suelo. Volvió a su estado anterior de ausentismo.
—¿No quieres trabajar? —preguntó entonces Rommel—. Si no trabajas, tarde o temprano a ti también te matarán.
Güido se encogió ligeramente de hombros. Rommel asintió y se levantó.
—Bien —dijo antes de marcharse.
Ordenó a uno de los guardias que volvieran a prender al esclavo y les pidió que le indicaran cómo llegar al chamizo donde vivía. Una vez allí, se sentó sobre el camastro de aquel pobre diablo, sacó la esfera que le habían encontrado y la escondió bajo la cama.
El viaje estaba siendo duro y aburrido. Su única compañía era un buen soldado, de esos que apenas hablan y nunca se distraen. Después de ocho años sin contacto humano, a Aleyn le hubiera gustado una compañía con la que, al menos, pudiera compartir alguna broma o anécdota. Dudaba de que su acompañante entendiera el significado de esas palabras.
Kevyn era un chico rubio y alto, de facciones masculinas y mirada profunda. Por cómo se movía y cabalgaba, Aleyn tenía claro que tenía buena mano para el combate, aunque su mejor arma era la lealtad. Seguía las órdenes de sus superiores sin dudas ni cuestionamientos. Era todo lo que un general podía desear de sus subordinados y eso a Aleyn le sacaba de quicio, más aún cuando iba directamente en contra de sus intereses y su propia vida.
La conversación con Nuza había sido breve e intensa y decenas de cuestiones relevantes habían quedado en el aire. Aleyn había acudido a Kevyn para que le informara de algunas de ellas. Le había preguntado acerca de la supuesta verdadera historia de los Tres, de la profecía que anunciaba su regreso y de todos los demás cuentos de los que Nuza había hablado, y todas las preguntas se habían estrellado contra la misma pared:
—El consejo le hablará de ello cuando lleguemos, maestro.
Así pues, habían descendido desde el bosque de Odris, cruzado el río Tíjer y puesto rumbo al extremo oeste de la Cordillera Quebrada evitando cualquier núcleo de población y sin apenas nada de conversación.
Aleyn recordaba las campañas militares, cuando, después de una larga jornada de marcha, montaban el campamento, cocinaban, repartían la pitanza entre los soldados y bebían, cantaban y peleaban hasta caer rendidos frente a un camastro improvisado. Aun cuando la muerte viniera a visitarte al día siguiente, aquello merecía la pena.
Durante los nueve días que tardaron en llegar a la fortaleza, Aleyn solo consiguió atravesar la barrera de aquel chico una vez. Después de darse por vencido en la tarea de sustraer algo de información útil de aquel muchacho, de probar con anécdotas y bromas con idénticos resultados y de que ni siquiera una reflexión filosófica despertara en lo más mínimo la curiosidad de Kevyn, casi se había dado por vencido. Sin embargo, una pregunta despertó su interés, para regocijo de Aleyn.
—¿Cómo pasaste a formar parte de la orden? —preguntó, y Kevyn suspiró—. ¿Se lo pregunto también al Consejo de Ancianos?
—Jemy y yo entramos en la orden debido a nuestro padre. Él era un addai y quiso que nosotros continuáramos con la labor.
—¿Así que es una especie de título nobiliario? —curioseó Aleyn—. ¿Algo que se hereda?
—No —respondió Kevyn—. Tengo más hermanos, aparte de Jemy. Mi padre no vio en ellos lo necesario para pertenecer a la orden.
—Entiendo. ¿Y tus hermanos saben quiénes sois realmente?
—No —dijo Kevyn y dejó una explicación muerta en sus labios.
—Pero sí colaboran con la orden, ¿verdad? —continuó Aleyn—. Así es como funcionáis. Hay muy pocos addais. Si hubiera muchos, Ylandra os descubriría y os destruiría. Sois un número muy reducido, pero tenéis cientos de colaboradores por todo el país que, sin saberlo, contribuyen a vuestros propósitos. ¿Me equivoco?
Kevyn detuvo su montura y Aleyn le vio mudar de expresión por primera vez. Por fin mostraba alguna emoción, aunque fuera ira.
—Una guerra no la gana el más fuerte ni el más preparado. Una guerra siempre la gana el que mejor se adapta a sus circunstancias. Si eres el fuerte puedes aplastar a tu oponente. Si tu enemigo se equipara a ti aún puedes guerrear y ganar. Pero si eres el débil y combates, solo puedes perder. Por otro lado, si eres el débil puedes ser invisible, puedes desaparecer o morir y continuar luchando sin que ni siquiera tu enemigo lo sepa. Hace miles de años la orden comandaba un ejército de un millón de hombres. Hoy en día no somos más de cincuenta y, a pesar de ello, según en qué situaciones, tenemos más poder que antes.
—Y sin embargo aquí estáis, pidiendo ayuda a vuestros enemigos.
—Sí, aquí estamos —repitió Kevyn—. El resto de las preguntas que tengas se las puedes hacer al consejo.
Ahí terminó la conversación y siguieron horas interminables de un silencio incómodo y tenso. Era el precio de la verdad. Para más inri, conforme se adentraban en las montañas el camino se iba haciendo más incómodo, rodeados de un paisaje escarpado y arduo de transitar.
A unas cuatro horas de su destino, decidieron hacer un alto y pasar la noche. Sin madrugar demasiado podrían llegar al torreón al mediodía, una buena hora para almorzar mientras le respondían preguntas. Además, Aleyn prefería llegar cuando el sol estuviera en lo alto y ninguna presencia oscura pudiera dispararle una flecha invisible desde cualquier lugar apartado. Durante el camino había confiado en que Kevyn, un solo hombre, no intentaría matarlo, pero en cuanto a confiarles su vida a los addai que le esperaban tenía ciertas reservas.
—Última oportunidad, muchacho. ¿Esto es algún tipo de treta para matarme?
—¿Sigue sin confiar en nosotros? —preguntó Kevyn.
—¿Esperabas otra cosa? —respondió Aleyn—. Lo que te quiero decir es que si esto no es lo que me habéis dicho serás el primero en morir. Lo sabes, ¿no? —Kevyn negó con la cabeza al tiempo que esgrimía una sonrisa irónica y condescendiente—. ¿Oír cómo hablo de tu muerte te divierte?
—Continúa sin creernos —alegó Kevyn—. Escúcheme, maestro. No estamos interesados en su vida. La orden conoce su paradero desde que decidió instalarse allí y nunca nos planteamos hacerle ningún mal. Esto es serio. La amenaza es real. Usted no me cae bien y aun así propuse que le buscáramos y le pidiéramos ayuda. No lo habría hecho si no…
—¡Calla! —dijo Aleyn, levantando una mano. Se concentró y realizó una lenta y larga inspiración. Luego expulsó el aire con fuerza—. Algo se está quemando. ¿A cuánto dices que estamos?
Apuraron sus monturas y se lanzaron al galope campo a través. Más allá de una colina vieron la