Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
segura de querer continuar? —inquirió el anciano.
Annelyn dio media vuelta hacia él y avanzó un par de pasos.
—Lo estoy, maestro.
—No es prudente.
—La prudencia se terminó cuando asesinaron al señor Dreider.
El anciano chasqueó la lengua, le tendió el bastón a Annelyn y tomó asiento en una de las butacas.
—¿Estás convencida de que ese hombre puede ganar unas elecciones? —preguntó.
—Seré yo quien las gane para él.
—¿Y llegado el momento cumplirá con su parte?
Annelyn sonrió y se giró para ver la puerta por la que el juez había salido. Llegado el momento, ese hombre bailaría una danza sureña sobre las brasas de un fuego por ella.
—Necesito disponer de algunos recursos, maestro.
El anciano tragó saliva y se mojó los labios.
—Nuestros recursos son limitados —dijo—. Y esta no es la única operación donde los estamos invirtiendo. El norte. La Escuela.
Annelyn gruñó y su maestro se quedó en silencio.
—Esta es la única operación que importa. Si fallamos aquí, ni el norte ni La Escuela nos servirán de nada. Necesito recursos, maestro. Necesito espiar al juez y a todo su entorno. Esa familia esconde mucho más de lo que dice y no quiero encontrarme con sorpresas por el camino. Seis buenos espías.
El anciano negó con la cabeza.
—Es muy arriesgado. El juez podría descubrirlo y perderíamos su confianza. Si eso ocurre…
—Si eso llegara a ocurrir lo afrontaríamos. Ahora mismo hay problemas más acuciantes.
—Me recuerdas a tu padre, niña —comentó el anciano, perdido ahora en sus recuerdos—. Él también creía que todo podía hacerse. Convenció a miles de que lo siguieran. Cuando sus planes empezaron a fallar continuó adelante, cada vez más airado y cada vez más perdido hasta que finalmente cometió su último error.
—Mi padre fue un héroe.
—Y murió como un héroe. Bajo el sable del traidor en combate singular. Ahora ya nadie le recuerda.
Annelyn recordó aquel día. Aleyn había vuelto a comandar los ejércitos de la República de Ylandra y siguiendo la estrategia marcada por un joven capitán Edvard engañaron al ejército de su padre, le obligaron a avanzar y finalmente lo rodearon. El padre de Annelyn era un excepcional guerrero. Diestro con la espada y agudo con las palabras; con decenas de miles de personas dispuestas a dar su vida por él. No fue suficiente para vencer a Aleyn.
El combate se prolongó varios minutos en los que Aleyn humilló a su contrincante. Venció con soltura y casi sin esfuerzo. Pudo haberlo matado en apenas diez segundos, pero, rodeado de público, tanto aliado como enemigo, quiso utilizar la muerte del padre de Annelyn para enviar un mensaje. El mensaje de que él, el gran maestro Aleyn Somerset, máxima autoridad de La Escuela, era invencible.
—Yo no cometeré los mismos errores que mi padre —dijo, acercándose al anciano, arrodillándose y agarrándole la mano—. Pero esto debemos hacerlo, porque se lo debemos a él. A tu protegido. Es lo que él hubiese querido. De esta forma honraremos su memoria.
—¡Última oportunidad, cegato! —gritó el capataz, dejando caer el cuerpo azotado de Güido sobre el suelo de su habitación—. Si al amanecer no estás trabajando, mi hacha y yo vendremos a por tu cabeza.
Escupió sobre las heridas de su espalda y le clavó la punta de la bota en las costillas. Güido tosió y se estremeció de dolor, soportando las risas del capataz y de sus dos hombres. Mascullaron un par de insultos más y se marcharon.
Güido apenas se sentía con fuerza para llegar a lo alto de la cama. Con el torso desnudo y la marca de ocho latigazos sangrantes en la espalda se sentía a punto de morir. Eso era lo último que le quedaba por hacer. Desde el momento en el que vio morir a su madre supo que ya estaba muerto. Solo era cuestión de esperar el momento oportuno. La mañana siguiente le parecía adecuada.
Desde que colgaran a su madre se había negado a trabajar. Había soportado palizas, insultos, humillaciones, privaciones de comida y agua, así como latigazos, pero no había cedido. Por fin había comprendido que la única libertad que a veces le quedaba a un esclavo era decidir el momento de su muerte.
Cogió aire y se levantó como pudo, ayudándose con los temblorosos brazos. Luego se sentó en la cama y buscó bajo el colchón la esfera de cristal. Agitó el objeto y una luz azul comenzó a brillar, iluminando sus ojos de anirio. Aún no lograba comprender por qué nadie se lo había arrebatado, pero no le importaba. Lo tenía y le gustaba.
—Curioso artilugio —dijo una voz rasgada desde la puerta.
Güido se sobresaltó. Un hombre de extraña indumentaria estaba ahí parado, observándole. Tenía el rostro tapado con una tira de tela negra y la capucha proyectaba una sombra sobre sus oscuros ojos. El torso estaba rodeado por la misma tira de tela negra que tenía en la cabeza y que ocultaba un peto de cuero. Los pantalones eran anchos y flexibles. El hombre no iba armado.
—¿Sabes quién soy? —preguntó, con una cadencia intrigante en su voz.
Güido se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en la esfera. Volvió a agitarla un par de veces más y la luz iluminó toda la sala.
—¿Te importaría apagar eso, por favor? —demandó el hombre.
Güido sopló sobre la esfera y la luz se fue mitigando poco a poco, hasta que la oscuridad volvió a reinar sobre aquel estrecho cuarto.
—Usted es el Inferus ese del que la gente habla —comentó Güido entre dientes.
—Así es.
—¿Qué hace aquí?
—Disculparme.
—¿Porque han matado a mi madre debido a un levantamiento que usted provocó? —El hombre asintió—. Usted no ordenó que la mataran.
—Lo sé —dijo.
El Inferus se acercó a Güido y se sentó a su lado. Le miró de arriba abajo, centrándose en las heridas de su espalda.
—¿Te duele mucho?
Güido volvió a encogerse de hombros.
—Me da igual. Además, mañana ya no importará.
—¿Entonces estás decidido a hacerlo? ¿Dejar que te maten?
El corazón de Güido se quedó helado, atenazado por el miedo. Durante esos días le habían amenazado con la muerte decenas de veces, pero siempre era un enemigo quien se lo decía y Güido no pensaba ceder ante ellos. Sin embargo, el hombre que se había sentado a su lado ni parecía un enemigo, ni parecería disfrutar con la idea de asesinarlo. No quería infundirle miedo. Solo le estaba preguntando si de verdad iba a dejar que lo mataran.
El Inferus se puso en pie, caminó hacia la puerta y se giró.
—Dejarás que te maten, pero te gustaría no tener que hacerlo —dijo ante la atenta mirada de Güido—. Es un buen comienzo. Tu madre ha sido asesinada. Tú aún tienes elección. Puedes permitir que esas mismas personas te ejecuten o puedes hacer algo más. ¿Qué quieres hacer?
La imagen del señor Wellington colgando por el cuello, envuelto en penosos pataleos mientras Güido lo veía cambiar del rosa al rojo y del rojo al morado cruzó su mente. No se sintió alegre al imaginarlo, pero sí en calma. Como si algo hubiera sido colocado de nuevo en el lugar que le correspondía.
—¿Por