Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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esperó cinco segundos en actitud vigilante, generando tensión, y luego sonrió y se levantó.

      —Aleyn uno, Rótalo cero —dijo.

      —¿Cómo puede mofarse de una cosa así? ¡Esto es real! ¡Los Tres son reales y son una gran amenaza!

      —Sinceramente, chico, ni siquiera creo que los Tres existieran realmente. Creo que es un cuento. Una mentira que ha servido para darle una identidad a Ylandra, nada más.

      —¡Pero ha venido hasta aquí! Si no nos creía… —protestó Kevyn.

      —Sí, he venido hasta aquí. A revisar unos documentos y a escuchar unas historias —respondió Aleyn—. Y no hay ni documentos ni historias.

      —¡Los había!

      —Sí, pero ya no los hay —dijo elevando las cejas y chasqueando la lengua. A continuación, se centró en el trozo de pergamino que había recogido del suelo. Lo desenrolló y leyó en voz alta su contenido—: Samael Río. Última ubicación conocida: Orfanato de Detry, paseo de Gracia, Cienaguas. Anirio mestizo con el iris marrón en forma de medialuna en el ojo derecho. Siete a cero. —Aleyn se giró hacia Kevyn—. ¿Tiene algún sentido para ti?

      —Es uno de los anirios. La profecía habla de tres destinados a albergar el alma de cada uno de los Tres. Localizaron a uno de ellos —aclaró Kevyn, se incorporó y salió de la biblioteca, ensimismado en sus deducciones—. Eso es lo que han votado. Siete a cero.

      —Chico, me estás sacando de quicio. ¿Qué ocurre?

      —Ese anirio alojará el alma de Daxal. El maestro Azael albergó la de Rótalo y debe ser una mujer la que albergue la de Dyara. Por lo tanto, ese tal Samael Río se convertirá en Daxal, a menos que lo impidamos. Si Daxal no regresa, los hombres tendremos una oportunidad para vencerlos. Rótalo y Dyara pueden ser muy poderosos, pero necesitan a Daxal para estar completos. Por lo tanto, debemos evitarlo. —Kevyn se detuvo, cogió aire y lo soltó, casi esperanzado—. Eso es lo que han votado. Siete a cero. Debemos matar a ese anirio.

      —¡Alto ahí! —dijo Aleyn invadido de incredulidad.

      —¡Debe hacerse! Es nuestra única opción. Ha venido aquí a por respuestas. ¡Esta es la respuesta!

      Aleyn levantó la mano y retrocedió dos pasos.

      —Tienes razón, Kevyn. He venido aquí a por respuestas y no las he encontrado, ¿recuerdas? Lo único que veo delante de mí es una situación muy extraña adecentada con un montón de estupideces. Y no tengo por costumbre matar a una persona inocente por una estupidez.

      —¿No se da cuenta? Esto debe hacerse y, tanto si es junto a usted como si no, se hará —anunció Kevyn.

      Aleyn percibió la hostilidad en la voz de Kevyn y notó cómo todos sus sistemas se preparaban para el combate.

      —No solo no voy a ayudarte, Kevyn. De hecho, voy a impedirte que mates a una persona inocente.

      —No lo comprende.

      —Comprendo que crees que tienes que hacerlo. Te pido que, antes de que decidas hacer una estupidez, comprendas que yo no puedo permitírtelo. Lo mejor será que mantengas la calma.

      La duda barrió el rostro de Kevyn, pero al instante siguiente sacó su espada y atacó a Aleyn, que esquivó la estocada, agarró la muñeca de su oponente, la partió con un movimiento rápido y preciso y le asestó un puñetazo en la cara. Kevyn soltó la espada y cayó al suelo, tan mareado que era incapaz de volver a ponerse en pie.

      Aleyn desenfundó su yatagán y se acercó a Kevyn. Le pisó el pecho y le colocó el filo del sable en el cuello.

      —Nos condenarás a todos —aseguró Kevyn con sangre en la boca.

      Algo fugaz atravesó el corazón de Aleyn, haciéndole meditar sobre sus actos.

      —Has intentado matarme, Kevyn —dijo—. Y aun así no quiero matarte, así que te haré una promesa. Enviaré este libro a La Escuela. Conozco a una persona que podría interpretar su contenido. Si lo que dices es cierto, eso les alertará. En segundo lugar, buscaré a ese anirio, pero no lo mataré. Al menos no en un comienzo. Veré quién es, qué hace y le mantendré cerca de mí. Si en algún momento sospecho que la vida de ese chico destruirá Ylandra, lo mataré. A cambio, tú no harás ni intentarás hacer nada. Nunca te acercarás a ese anirio, ni tampoco a mí.

      Kevyn arrugó la frente y tosió, escupiendo sangre.

      —¿Y debo creer en tu palabra?

      —Haz lo que quieras, pero puedes creer esto. Si vuelves a cruzarte en mi camino, aunque solo sea una coincidencia, te cortaré la cabeza. —Apartó el sable del cuello de Kevyn y lo guardó en su vaina—. Siento la muerte de tu hermano —dijo antes de marcharse.

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      Annelyn vertió agua sobre una copa de cristal y, con extremo cuidado, echó dos pequeñas cucharadas de un polvo blanco en su interior. Revolvió el líquido y, cuando vio disuelta la medicina, extrajo la cuchara, dio un par de golpes con ella sobre el canto, provocando un agradable tintineo, y se llevó el vaso a los labios. La jaqueca le estaba matando y no podía permitirse guardar reposo.

      El asesinato del señor Dreider había echado a perder años de minuciosa preparación y Annelyn no quería que la propicia oportunidad que se le presentaba se esfumara también. Theodore Barbrow había sido un gobernador querido, apoyado y respetado por casi la totalidad de la región. Ningún otro ciudadano hubiera sido capaz de vencerle en unas elecciones justas. Annelyn, consciente de ese hecho, le había manipulado durante meses para que dejara el cargo y nombrase a un sucesor. Un sucesor al que ella pudiera vencer de forma legítima. Si perdía, Roshan gobernaría el oeste durante seis años y, si lograba desempeñar un buen papel, se convertiría en un enemigo difícil de derrotar.

      Había invertido cada hora desde la noche del levantamiento en reajustar sus planes, valorar las opciones y tomar decisiones en función de sus avances. La conclusión que había extraído era que aún podía hacerse.

      Uno de los esclavos de la casa solariega en la que se hospedaba le hizo saber que su visita había llegado y Annelyn le ordenó que les hiciera pasar. Se frotó las sienes con la yema de los dedos y se preparó para la actuación.

      El juez se presentó en el salón acompañado por su hijo Viktor y, al ver a ese chico, Annelyn supo que la balanza se inclinaba a su favor. Viktor Wellington había estudiado leyes en la Universidad de Viendavales y desde que concluyera sus estudios había estado trabajando bajo la cercana supervisión de su padre. Para Annelyn ese chico no era más que un pusilánime convertido en poco más que un servil perro. No obstante, el perro adecuado siempre podía resultar de utilidad.

      Tomaron asiento y se les sirvió una copa de vino, que ninguno de los tres se atrevió a rechazar. Tras unos comentarios educados, sujetos a la cortesía del oeste, Annelyn ordenó a los tres anirios que los acompañaban que salieran de la sala y cerraran las puertas.

      —Oí que lo hirieron, señor Wellington —señaló Annelyn, apuntando hacia el brazo ya sano del juez—. Me alegra ver que se ha recuperado bien.

      —Gracias, señorita. Acudí a un maestro sanador para que acelerara la curación. Presiento que están a punto de suceder ciertos eventos de los que me gustaría formar parte—dijo el juez antes de tomar un sorbo de vino—. Verá, señorita Vyvas…

      —Annelyn, por favor.

      —Annelyn, el comandante Edvard y usted tenían razón con respecto al Inferus y los anirios. Mi familia estuvo en peligro. No deseo culpar a nadie acerca de lo ocurrido, pero creo que se han de depurar las responsabilidades oportunas. Desde el final de la guerra el gobernador ha buscado acercar posturas hacia nuestros compatriotas del este, lo que llevó a una legislación más permisiva en asuntos de esclavitud. Siempre creí que no era más que papel mojado, pero ahora veo que fue el inicio de este


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