Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
taburetes. Viktor pudo ver el rostro roto de su hermana cuando la cuerda se tensó y Cazi se ahogó.
Mara se puso en pie, con la espalda erguida, la cabeza levantada y los puños cerrados. Se secó las lágrimas de la cara y comenzó a caminar hacia la casa, hasta perderse en su interior.
—Traigan otros cuatro ancianos —ordenó el juez—. ¡Deprisa! Quiero terminar con esto pronto.
Viktor apartó la mirada cuando los taburetes de los últimos cuatro anirios cedieron. Estaban pasando tantísimas cosas, todas al mismo tiempo, que se sentía incapaz de procesar ninguna de ellas. Únicamente una esquiva emoción de culpa y pesar se iba agarrando a su pecho.
Apenas cinco minutos después de su entrada, Mara volvió a salir, portando una bolsa con ropa arrugada. Se dirigió directamente hacia su hermano Jules, dejó la bolsa en el suelo y le abrazó. Se enganchó a su cuello como si se agarrara a la vida y le dijo algo al oído que Viktor no pudo escuchar. Se separó de él.
—Te echaré de menos.
—Yo también, pequeñaja.
Mara recogió su bolsa y se giró hacia Viktor.
—Tienes una familia estupenda, hermano, y no eres una mala persona. No seas como él. No es más que un asesino.
—¡Mara, ya basta! —dijo el juez a su espalda.
Mara se acercó a su padre. Le clavó una mirada asesina:
—Debí dejar que lo mataran, padre. Ahora apártese de mi camino.
Algo en el tono de su voz hizo que su padre obedeciera sin oposición y Mara se alejó, abandonó la plantación y se perdió en la distancia.
Habían atacado dos plantaciones y cuatro granjas, de forma coordinada, armados con espadas, hachas, rastrillos, azadas y algún que otro arma de proyectiles. Rommel había estado en el centro de la acción desde las cuatro y media de la madrugada, cuando acudió a la granja Dreider, el único lugar en el que los amos habían sido asesinados. Envió hombres a investigar al resto de lugares, pero supuso que tanto la granja Dreider como la plantación Wellington pertenecían a personajes lo bastante ilustres y relevantes como para tener que ser él mismo quien asistiera en persona.
El amanecer se le estaba echando encima y aún no había terminado de realizar sus pesquisas en la granja Dreider. Al igual que en el resto, los anirios habían atacado los puestos de los guardias y capataces al sonar las tres campanadas, pero Rommel estaba convencido de que los señores habían sido asesinados antes de esa hora. Ambos habían muerto en la cama, de un corte recto, profundo y habilidoso en el cuello. Los anirios supervivientes interrogados habían declarado que al llegar a la casa los amos ya estaban muertos. Además, sus hombres habían encontrado otra cosa bajo la cama. El grueso eslabón de una cadena de hierro. Algo con lo que ya se habían topado otras dos docenas de veces, siempre junto a los cadáveres que dejaba a su paso el Inferus.
Una vez todos los anirios hubieron sido interrogados y la casa registrada, Rommel dio instrucciones a sus hombres de marchar. Mantuvo una breve conversación con un alguacil de la ciudad y puso rumbo al este.
Montaba un semental tordo de pura raza, una bella y veloz bestia de las tierras del sur. Los hombres que lo seguían iban a pie, por lo que debía mantener el caballo a paso lento. Era deseo de Rommel que los soldados a su cargo pudieran verlo como un oficial afín a ellos, por lo que, en un gesto de deferencia, había abandonado su habitual uniforme blanco y dorado de la república para lucir los colores característicos del Estado del Oeste. Se componía de una casaca de telas nobles teñidas de morado con una solapa vuelta de color cobalto, guarnecida por ambas caras con un galón de oro de una pulgada, con dos hileras de siete botones dorados repartidos a igual distancia en el pecho. En los hombros se localizaban dos charreteras de oro y del derecho descendía un cordón que simbolizaba su grado de comandante. Debajo de la casaca, Rommel vestía un ajustado chaleco de cuero, más propio de un soldado raso, y era esa piel sobre la que había decidido colocar la única insignia que alguna vez se permitía lucir: un tridente que Aleyn le había dado tras la pacífica rendición de las tropas lideradas por el maestro Izan.
Conforme avanzaba, el pelotón se cruzó con una joven sentada en el borde del camino, las rodillas abrazadas y la cabeza escondida. Al acercarse, Rommel se percató de que estaba llorando. Acercó su caballo y se inclinó sobre él.
—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó.
Mara levantó la cabeza, se enjugó las lágrimas y miró a Rommel con la cara ahogada en tristeza.
—Eres la hija de Deian Wellington, ¿verdad?
El mismo Deian se la había presentado poco antes durante la velada en un encuentro algo atropellado y fugaz. Sin embargo, su aspecto actual parecía ser el de poco más que una mendiga, con ropa gastada y el pelo enredado. Nada que ver con el bonito vestido y el cuidado peinado que lucía la noche anterior.
—Ya no —respondió Mara.
—¿Cómo dices? —cuestionó Rommel creyendo haber oído mal—. Te llamas Mara.
—Sí.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
Rommel permaneció en silencio al sentir la hostilidad que emanaba de aquella mujercita.
—Nos dirigimos a la plantación Wellington. ¿Quieres acompañarnos?
—No —respondió.
Mara se puso en pie, terminó de limpiarse la cara y se echó la bolsa al hombro.
—Puedo ordenar a uno de mis hombres que te acompañe a algún otro lugar, si quieres.
—¿A Lanti’s Cloe? —preguntó Mara sarcástica.
—Entiendo —dijo Rommel—. Le deseo buen viaje, señorita.
—Gracias. Ojalá pudiera decirle lo mismo. Buenos días.
Cuando llegaban a la entrada de la plantación vieron salir tres carros tirados por burros. El primero de ellos llevaba una carga tapada con mantas, pero los otros dos la portaban al descubierto. Decenas de anirios muertos, con los ojos abiertos para que todo el mundo supiera cómo tratar esos cuerpos, temblaban con el traqueteo de las ruedas, unos encima de otros. Rommel se extrañó al ver una cantidad demasiado grande de ancianos entre los cadáveres. Detuvo su caballo y observó su lento avanzar, con las mandíbulas apretadas y apenas un cabeceo horizontal de su cabeza. Cuando los carros se hubieron alejado, Rommel reanudó la marcha.
—¡Eh, eh! ¡Alto ahí! —ordenó un corpulento hombre que custiodaba la entrada de la plantación.
—Soy el comandante Rommel Edvard, señor. Me encargo de investigar el levantamiento.
—¿Investigar? —El hombre escupió al suelo—. ¿Qué hay que investigar? ¡Esos perros se han vuelto rabiosos! Unos cuantos latigazos y solucionado. No son más que animales.
—Preferiría discutirlo con el señor Wellington, señor.
—El patrón está ocupado.
Rommel saltó de su caballo y se acercó al hombre. Era más alto, esbelto y fuerte que su interlocutor.
—Discúlpeme, señor —dijo Rommel—. Soy el comandante Rommel Edvard, al cargo de la investigación de los sucesos de esta noche. Si no se aparta de mi camino, yo mismo lo prenderé por obstrucción a la justicia. Pasará la noche en el calabozo y yo, personalmente, elegiré a sus compañeros de celda.
El hombre ni lo dudó. Se apartó, disculpándose con Rommel, y le indicó el camino hasta la casa.
—¡Soldados, desplegaos por la granja e interrogad a los anirios! Ya conocéis la información que estamos buscando. Yo hablaré con el patrón y le diré que ordene a sus trabajadores que os den el apoyo