Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
mesa y se inclinó hacia su amiga, en actitud amenazante.
—Hicimos lo correcto —murmuró apretando los dientes—. Puede que no estuviera bien o que no fuera justo, pero era lo correcto.
—¿Lo correcto era condenar a muerte al hombre que salvó este país de la tiranía? —escupió Siara, con los ojos llameantes.
—A Aleyn no se le juzgó por eso.
—¡Claro que sí! Hizo lo que tenía que hacer para ponerle fin a la guerra y se le condenó a morir por eso.
—¡Por Daxal, Siara! No es la primera vez que discutimos esto. Sabes muy bien lo que hizo. Desobedeció las órdenes del gobierno que pretendía defender y arrasó una ciudad de arriba abajo. ¿A cuántos condenó él esa noche?
—¡Era una guerra!
—No, no lo era. Iban a entregar la ciudad y abandonar las armas. Solo querían una rendición honorable. En lugar de eso, Aleyn ordenó acabar con hasta el último de ellos. Eso no estuvo bien, Siara. No importa cómo intentes defenderlo o justificarlo. No estuvo bien.
Siara apoyó las manos sobre la mesa y se ayudó de ella para incorporarse. Buscó un par de piezas de cobre y las tiró sobre el tablero.
—Disfruta de tu música.
Enara no hizo gesto alguno de detenerla y, cuando Siara comenzó a marcharse, le gritó:
—¡Me encanta charlar contigo, por cierto!
En la mente de Siara estallaron una serie de improperios, todos ellos demasiado cargados de crueldad para utilizarlos contra quien era, a pesar de todo, su única amiga.
Tumbado sobre el duro colchón, su mente no cesaba de castigarle con perturbadoras imágenes. Cavilaba sobre Mara, sobre sus compañeros y sobre su madre. No tenía la menor idea de qué hora era, pero sabía que la hora de los dioses estaba próxima. Hacía un buen rato que el banjo de la fiesta que habían montado capataces y guardias había dejado de sonar y Güido se los imaginaba durmiendo en su pabellón, tranquilos y despreocupados, sin sospechar la horda de anirios que estaba a punto de echárseles encima. Güido se imaginó a Mara, acostada en su cama, y el golpe que sintió en el pecho fue tan intenso que creyó volverse loco. Aunque había tenido incontables oportunidades para advertirla, no lo había hecho. Algo en su interior le había convencido de que nada de lo que iba a ocurrir era real. Solo eran pensamientos, conversaciones sin importancia de un grupo de cansados esclavos. Pero, conforme se acercaba la hora, Güido se sentía más y más indispuesto, al borde de un colapso nervioso.
Repasó cada uno de los momentos en los que podría haberle dicho la verdad a Mara. La noche anterior, sin ir más lejos. Esa misma mañana, mientras desayunaba leyendo un periódico. Después de comer o antes de que marchase para la ciudad. Lo último que le había dicho era «que lo pasase bien en la fiesta». Mirando al suelo como el perfecto e imbécil esclavo que creía ser.
Durante la gestación y planificación del levantamiento se había sentido valiente y orgulloso. Decidido a atacar a un tiránico amo y su séquito. Convencido de la importancia de incendiar los anhelos de la revolución en los corazones de sus hermanos. Tumbado sobre su cama, con el cuerpo entumecido e incapaz de hacer lo que debía, se dio cuenta de lo cobarde que era. Mara no se merecía que la apresaran en su cama y la asesinaran. Güido lo sabía, pero ni con esa certeza rondando en su mente pensaba hacer nada por evitarlo.
Buscó en el suelo y agarró la esfera luminosa que le había regalado. Era lo más maravilloso que jamás le había pertenecido. La agitó un poco y su luz interior tintineó. La agitó un poco más y el tintineo se convirtió en un resplandor estable e intenso. Vio su rostro torpemente reflejado en la superficie de la esfera y suspiró. La luz se apagó. Sonaron las tres campanadas. Apretó las mandíbulas, escondió la esfera bajo el colchón y se incorporó. No sabía si salir o no, pero no tenía otra opción. Coco le pasaría a buscar y Güido no quería que su ausencia lo alarmase, llamara a la puerta y despertase a Cazi. Su madre no sabía nada de lo que iba a suceder y así debía continuar siendo. A ella no podía ponerla en peligro. Eso era, por encima de todo, lo más importante.
Salió de su cuarto sin hacer ruido y rápidamente se escabulló por la puerta abierta del triste chamizo. Al percibir la paz de aquella noche, tan diferente del caos reinante con el que la había imaginado, se sintió extraño, confuso y perdido. Solo la descontrolada brisa otoñal parecía capaz de vaticinar el inicio de una cruel tormenta.
Güido se sobresaltó al notar una mano sobre su hombro.
—Sigiloso, ¿verdad? —dijo Coco—. Esos malnacidos no se van ni a enterar. —Escupió al suelo y levantó una espada hasta su hombro—. Bonita, ¿eh?
—¿Qué sabes tú de usar una espada? —preguntó Güido.
—Lo verás esta noche, muchacho.
Coco realizó un par de amplios movimientos con la espada, ufano y sonriente. Luego advirtió movimiento a unos cincuenta metros.
—Ahí están. Es la hora.
Las piernas de Güido temblaron y el corazón se le paró.
—Yo no voy —murmuró.
—¿Qué dices? ¡No me fastidies!
—¡Y tú tampoco deberías ir, idiota! ¡Os van a matar a todos! Puede que no hoy, pero mañana os azotarán y os colgarán.
Coco pareció dudar unos momentos y Güido aprovechó para agarrarle del brazo con el que sostenía la espada.
—¡Suéltame! —le exigió a Güido.
—¡Escúchame, en serio!
Coco trató de zafarse del agarre, retrocediendo un par de pasos y dando de sí su camisa.
—¡Que me sueltes! —balbuceó y, al no encontrar otra forma de conseguirlo, soltó un puñetazo con su mano libre.
Güido encajó el golpe directamente en el labio y cayó de espaldas al suelo. Al llevarse la mano sintió la sangre calentando sus dedos.
Coco, de pie frente a él y la espada en alto, le escupió en el pecho y, al ver cómo el resto les adelantaba, echó a correr en su dirección.
Güido se levantó con esfuerzo, se fijó en aquel grupo de treinta hombres dispuestos a convertirse en asesinos, dispuestos a matar a la chica con la que había compartido los momentos más felices de su infancia, y decidió que no podía permitirlo. Echó a correr.
Tuvo que dar un rodeo y atravesar unos cultivos. Notó cómo el corazón se desbocaba en cada latido y cómo su pecho ardía en la agonía de mil brasas, pero consiguió llegar antes de que hubiera rastro del grupo de anirios que se acercaba. Sin dudar un segundo, se protegió tras un fardo de paja, cogió una piedra del suelo y se la lanzó a la manada de perros de los guardias. Cayó cerca, pero los animales, encadenados y dormidos, no le hicieron el menor caso. Miró a su izquierda e intuyó, a lo lejos, el movimiento de varias personas.
Alcanzó una segunda piedra, se concentró en su objetivo y la lanzó. Quedó corta, golpeó el suelo a unos metros de los perros, rebotó y le alcanzó a uno en la cabeza. El animal emitió un aullido suplicante y empezó a ladrar con fuerza. Un segundo después el resto de la jauría le imitaba.
Cuando el silencioso grupo de anirios llegaba, uno de los guardias, a pecho descubierto, salió del pabellón mascullando maldiciones. Vio al numeroso grupo de anirios avanzando hacia él, se cagó en la memoria de Daxal y echó a correr a lo largo del porche.
Los anirios le siguieron. El hombre, algo mayor, alcanzó la campana. Tiró de la cuerda y el molesto sonido despertó y alertó al resto de los guardias.
Güido, atento a la escena, vio que tres anirios se abalanzaban por fin sobre el cuasi anciano, y, a pesar de sus defensas, una estocada le cercenó el cuello. Se oyeron