Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
el salón y se perdieron a través de una puerta que se confundía con los tapices que decoraban las paredes.
—¡Perfecto! —masculló Viktor.
Para cuando su padre volvió a salir, apenas sí quedaba nadie en la fiesta. Los anirios habían ocupado el salón y se afanaban en recoger las copas de cristal, las bandejas con los tentempiés, los adornos florales y demás. Viktor percibió la preocupación en el rostro de su padre, esperó a que se hubiera despedido del señor Dreider y se acercó a él.
—¿Todo bien, padre?
—¿Solo quedas tú?
—Creo que Mara nos está esperando fuera.
Deian esbozó un ligero gesto de disgusto y se acercó a su hijo. Le puso la mano en el hombro.
—Voy a necesitar tu ayuda, hijo —dijo el juez—. He tolerado la actitud impertinente, infantil e irrespetuosa de tus dos hermanos, pero debo conseguir que cambien. Muy pronto todos los ciudadanos de Viendavales se fijaran en mí y, por extensión, en toda nuestra familia, y no me puedo permitir sus desmanes ni su incorrección.
—¿Ocurre algo, padre?
—Con la retirada del gobernador Barbrow, las piezas de la política se están moviendo. Se avecinan cambios. —El juez fijó su mirada en la de su hijo y asintió—. Hay mucha gente que no desea que Roshan se convierta en el nuevo gobernador de este estado.
—Creí que le caía bien.
—Voté a Roshan en las últimas elecciones, sí, pero la señorita Vyvas tiene razón en una cosa. Las políticas del oeste, desde que terminó la guerra, han estado dirigidas a cerrar heridas y construir estabilidad. La labor de Barbrow en lo que respecta a estos objetivos ha sido intachable, pero la guerra empieza a verse como algo lejano. Es el momento de que el oeste deje de hacer concesiones a la república. Es el momento de que dejemos de ceder competencias y de que este estado se sitúe en el lugar que le corresponde. Si Roshan se convierte en gobernador tendremos otros seis años de políticas continuistas y no conseguiremos nada. Es el momento de cambiar.
—¿Va a presentarse a gobernador? —preguntó Viktor incrédulo.
—El señor Dreider se presentará al cargo de gobernador. Yo trataré de ocupar el puesto de Roshan, aquí, en Viendavales. Y necesito que toda mi familia lo apoye y se comporte como es debido. Por eso necesito tu ayuda.
El Mercado de Maestros en Lanti’s Cloe era una suerte de escaparate del poder de La Escuela. Se extendía a lo largo de diez gloriosas manzanas y, si el comprador era hábil, podía encontrar casi cualquier cosa que necesitara, desde poderosas pociones hasta artilugios con propiedades extraordinarias. Si bien la mayoría de los artículos no eran más que supercherías destinadas a comerciantes y curiosos foráneos, ciertos puestos podían esconder verdaderas maravillas, más aún a los ojos expertos de un maestro.
Siara tenía por costumbre bajar a Lanti’s Cloe durante la noche del Día de la Liberación, dado que con motivo de la celebración el mercado tendía a estar mucho más despejado. Esa noche, Enara, maestra sanctorum y profesora de Artes Sagradas, acompañaba a Siara, rutina establecida desde hacía ya diez años.
Siara guio a su compañera por lúgubres y solitarios callejones iluminados con la única ayuda de carburos dispuestos cada demasiados pasos.
—¿Dónde me estás llevando? —preguntó Enara en un momento dado.
—¿Puedes dejar de incordiar? Estamos llegando.
Giraron un par de esquinas, bajaron por unas estrechas escaleras y se encontraron con un cartel demasiado borroso para entender lo que decía. Siara llamó a la puerta y ambas maestras entraron.
—¡Jon! —exclamó Siara a la única persona presente.
—¡Qué sorpresa, maestra alquimista! ¿Quién es la maestra sanctorum? —preguntó al ver la capa negra sobre los hombros de Enara.
—Enara Stapel, maestra sanctorum y profesora de Artes Sagradas en Villa Lumeni —respondió Enara—. Un placer, señor.
Jon era un hombre de mediana edad, de aspecto desaliñado y, bajo la opinión de Siara, un poco chiflado. Dada su afición por la bebida, la punta de la nariz solía estar enrojecida, al igual que sus ojos.
—Estupendo, maestra. Yo soy Jon y esta es mi tienda.
—¿Es usted maestro? —preguntó Enara.
Jon vestía una camisa gris y pantalones de cuero, y no llevaba colocada ninguna capa que lo identificara como tal.
—¿De qué? ¿De La Escuela? No, no —se apresuró en decir—. Los Tres me libren.
Enara se acercó a una pared y examinó los diferentes frascos delicadamente colocados y etiquetados. Ácidos, extractos de belladona, amapola, celidonia o ajedrea, entre otras muchas, oro líquido, esencias de algunos de los elementos más exóticos del continente y mucho más.
—¿Qué es todo esto, Jon? —curioseó Enara.
—Ingredientes para brebajes. ¿Le interesa alguno? Podemos negociar un precio.
—He visto que tiene aquí diferentes esencias.
—Vaya… —murmuró Siara.
—Así es, maestra. Y son caras. No podrá comprarlas por menos de quince piezas de bronce. Y eso solo algunas.
—No quiero comprar nada —protestó Enara con desdén—. Las esencias son productos controlados. Solo los maestros pueden comerciar con ellas.
—Enara… —dijo Siara.
—¿Cuándo has encontrado este sitio?
—Hace unos meses. Y ahora, por favor, cállate y disfruta de lo que tienes delante. No encontrarás otro lugar como este.
Jon se encogió de hombros, satisfecho y agradecido por la mediación.
—Por cierto, Siara, tú aún no lo has visto, ¿verdad?
—¿Qué? ¿El qué?
—¿Cuándo estuviste aquí por última vez?
—No sé. ¿Primavera?
—Esto te va encantar, sígueme —le pidió Jon—. Las dos, por favor.
Les guio a lo largo de un pasillo flanqueado por altas estanterías hasta una sección mucho más pequeña de la tienda, resguardada con una cortinilla.
—Me lo trajo un comerciante el verano pasado. Dijo que lo había conseguido en el lago Elbrus.
—¿Qué es, Jon? Déjate de misterios —dijo Siara impaciente.
El estraperlista apartó un par de botes de la balda de una estantería y agarró el que estaba tras ellos. Una gran masa de un extraño líquido viscoso reposaba en su interior. El líquido variaba de color, textura y apariencia continuamente, convirtiéndolo en algo hipnótico. Se retorcía y tensaba, volviéndose más sólido, hasta que se rompía y estallaba en un fluido.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Enara.
—¡Es alucinante! —exclamó Siara—. ¿Es lo que creo que es?
—Sangre de Ngen-ko, señora —dijo Jon—. Ahora dime que me adoras.
El Ngen-ko era una criatura acuática que habitaba en grandes lagos. Se rumoreaba que podía llegar a tener el tamaño de diez carretas colocadas en hilera, aunque no había evidencias de que tal dato fuera cierto. Los Ngen-ko poseían la capacidad de mimetizarse con el agua, variando su color y textura a placer, lo que convertía su avistamiento en obra divina. Por lo demás, se decía que eran animales mansos y tímidos, por lo que en muy raras ocasiones entraban en contacto con seres humanos.