Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


Скачать книгу
miró a su hermano Viktor y se echó a reír.

      —Daxal, sí te he echado de menos —dijo Mara.

      —Yo a ti también, hermanita.

      El padre de ambos apareció en la espalda de Mara, la agarró del brazo y la obligó a girarse con una brusquedad desmesurada.

      —¿Qué demonios te ocurre? Aquí no puedes correr ni reírte como una niña ingenua. Tu actuación está avergonzando a esta familia. Haz el favor de comportarte como es debido.

      —Lo siento, padre.

      —Buenas noches, hijo —saludó Deian en dirección a Jules.

      —Hola, padre.

      —¿Has venido solo?

      —Así es.

      —Luego me gustaría hablar contigo. Debo ir a dar mis saludos a algunas personas. Mara, por favor, te pido que te comportes.

      Dijo antes de marcharse, recto y con gesto de autoridad. Jules suspiró y arrastró a su hermana en un paseo por el salón.

      —¿Entonces el regreso bien? —preguntó.

      —Más o menos —respondió Mara—. ¿Qué le pasa a padre? ¿Por qué parece que…?

      —¿… que tiene un palo atravesado por el culo?

      Mara soltó una carcajada, que enmudeció al instante con sus manos.

      —Siempre ha sido así, en realidad —aclaró Jules.

      —Yo no le recuerdo tan estricto y estirado.

      —Eso es porque madre suavizaba las cosas. Era la que se encargaba de reñirnos, castigarnos y educarnos. El juez —pronunció la palabra de forma despectiva— siempre ha sido un repugnante tirano.

      Pasaron cerca del ilustre grupo del gobernador y continuaron adelante. Unos pasos más allá se toparon con una maestra de La Escuela. Miró a Jules un segundo y luego se centró en su hermana.

      —Bienvenida a casa, señorita —dijo la maestra.

      Vestía una túnica de seda escarlata, con broches de plata y oro adornando los bordes y piedras preciosas engastadas en los hombros. Tenía la piel tersa y blanca, ojos azules y una larga melena negra que le caía en forma de rulos.

      —Maestra Cronista —saludó Mara inclinando ligeramente el cuerpo.

      —Veo que ya has tomado una decisión. —La maestra chasqueó la lengua—. Una pena. Podrías haber sido una buena maestra. Quizás en otra vida, querida —añadió, acariciándole la mejilla—. Señor —se dirigió a Jules y se marchó.

      —¿De qué conoces a Allyson Lumeni? —preguntó Jules extrañado.

      —De nada. No la había visto en mi vida.

      —No ha dado esa impresión.

      —Es una maestra cronista, Jules —dijo Mara, expresando obviedad.

      —Imagino que para ti eso tiene algún significado, hermana, pero yo estoy muy perdido.

      —Los cronistas son capaces de percibir las vibraciones en las cuerdas del tiempo.

      —En serio. No estás ni cerca.

      Mara gruñó y escogió las palabras con más cuidado. No todo el mundo comprendía las capacidades extraordinarias de los maestros de La Escuela.

      —Pueden ver el pasado y el futuro de las personas. —Jules se detuvo y torció el gesto—. ¿De verdad no lo sabías?

      —Algo había oído, sí, aunque… ¿De veras pueden ver el futuro?

      —No es que «vean» nada, ese no es el verbo correcto. Pueden sentir e interpretar las vibraciones que se forman en el hilo del tiempo. Por ejemplo, ella sabía que yo venía de La Escuela y que había decidido no volver. Aunque no tuvieras ese poder, es algo que podrías deducir. Mi comportamiento esta noche me delata. No sé mostrarme en sociedad y sin embargo soy la hija de un juez de la Alta Corte muy respetado. Cualquiera podría deducir que llevo fuera mucho tiempo. Si atas cabos…

      —Me dejas impresionado —reconoció Jules—. No te recordaba tan lista. De hecho, te veía más bien tontita.

      —¡Serás…! —bufó Mara golpeando el brazo de Jules.

      —Ya, bueno, de nada por el cumplido. Ahora en serio, ¿qué tal es aquello? ¿Cómo han sido estos años?

      Mara sonrió con tristeza y se encogió de hombros.

      —Duros. Muy duros. Los primeros días siempre me iba llorando a la cama. Después ya llegaba tan exhausta que no me quedaban fuerzas ni para derramar lágrimas. Pero al final vale la pena.

      —¿Tú puedes hacer algo de eso? —preguntó Jules.

      —¿Como lo de la maestra? No, no. Para aprender a hacer eso tendría que volver y, bueno, entregarles mi vida.

      —¿Por poder predecir el futuro? —se interesó Jules—. Daxal, yo me lo pensaría.

      —¿Quieres que me vaya o qué? —dijo Mara ofendida.

      —Bueno, ser el pequeño tiene sus ventajas. —su hermana sonrió—. Pero prefiero volver a tenerte cerca. Solo digo que si me lo ofrecieran a mí… Mira, por allí viene la causa de mis penas.

      Su padre se dirigía hacia ellos, con un par de copas de champaña en las manos. Al llegar, le tendió una de ellas a Jules.

      —¿Te importa que hablemos?

      —No.

      —¿Nos disculpas, Mara?

      El juez indicó el camino y Jules le siguió. Atravesaron el salón y salieron a una terraza semicircular aislada de la fiesta.

      —¡Buena noche la de hoy! —exclamó el juez.

      —¿Qué quiere, padre?

      —La gente está hablando, hijo.

      —Sana costumbre.

      —Sobre ti —sentenció—. Has rechazado a seis jóvenes estupendas en el último año. La gente empieza a preguntarse por qué. Y yo también.

      —Por mi podéis seguir haciéndolo. No me supone molestia alguna.

      —A ti no —dijo el juez apretando el antebrazo de su hijo—. Pero a mí sí, ¿entiendes? Tienes veinticuatro años y una larga lista de familias que estarían encantadas de entregarte a una de sus hijas. Conforme pasen los años esa lista irá reduciéndose y la reputación de nuestra familia sufrirá un duro golpe. Necesito que te esfuerces en encontrar una mujer que te haga feliz. Y si no lo hace, da igual. Conque sea capaz de engendrar una criatura es suficiente.

      Jules dio una violenta sacudida y se soltó del agarre.

      —Sabe perfectamente que estoy centrado en mi carrera, padre. Cualquier otra cosa no me interesa.

      —Si lo que te interesara fuera tu carrera estarías ya casado y con algún hijo. A los políticos les encanta la estabilidad y nada aporta más que una familia. Así que replantéate tus prioridades y encuentra una chica con la que casarte.

      Jules cerró los puños e inspiró con fuerza.

      —Veré qué puedo hacer, padre —respondió.

      —Y otra cosa más. Ni Danea, ni tu hermano ni su esposa merecen ese desprecio que pareces sentir por mí. Ni siquiera te has dignado a saludarles.

      —¿Quiere que vaya ahora? —preguntó.

      —Quiero que cambies esa actitud y que dejes de ser una decepción constante.

      Le retó durante unos segundos y luego se marchó, empujándole ligeramente a su paso. Jules ardía por dentro, pero se contuvo de hacer o decir nada. En lugar de eso miró la copa


Скачать книгу