Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
qué?
—¿No sabes qué día es hoy, hijo?
Güido reflexionó unos segundos y echó cuentas.
—Es mi día del nombre.
—Así es. ¿De verdad no te acordabas?
Güido se llevó una mano a la cabeza y se la rascó.
—Últimamente tengo muchas cosas en las que pensar —comentó, antes de centrarse en su regalo. Lo abrió, tratando de no destrozar el envoltorio, y descubrió un libro con una cuidada encuadernación—. Las andanzas del pícaro Josué —leyó—. ¿De dónde has sacado esto?
—¿Acaso importa? —respondió Cazi.
En cierto sentido sí que importaba. Los esclavos tenían prohibido leer o, en su caso, ser el propietario de cualquier documento escrito. La mayoría de los amos estaban convencidos de que ningún anirio sabía leer. Algunos, incluso, defendían la tesis de que solo una parte insignificante de ellos tenían la capacidad cognitiva suficiente para aprender a leer o escribir, aunque no por eso eran más transigentes a la hora de castigar la infracción de la norma. Eso significaba que, para una aniria como su madre, conseguir un libro era harto complicado y también peligroso.
—¿De dónde lo has sacado, madre? —insistió Güido.
—Eso no te importa —replicó—. ¿Te gusta?
—Sí, claro, pero… podría ser peligroso. Creo que deberías devolverlo. Si el amo se entera de que tenemos esto aquí… —dijo devolviéndole el tomo.
Cazi lo cogió, lo miró y le golpeó a su hijo con él en la cabeza.
—Coge el maldito libro, Güido —le ordenó—. Lo lees, lo escondes y aquí no ha pasado nada. Tampoco es que vaya a ser la primera vez que tengas uno en tu cuarto.
Su madre tenía razón, aunque al mismo tiempo estaba equivocada. Güido había aprendido a leer a la tierna edad de cinco años, época en la que muchos textos habían pasado por sus manos, pero eran tiempos muy diferentes. En primer lugar, el señor Wellington se ausentaba durante semanas, dificultando el descubrimiento de la transgresión. En segundo lugar, la persona que solía encargarse de la disciplina era su mujer, la madre de Mara, y Güido dudaba de que ella se hubiera enfadado por encontrar un libro entre sus manos. Por último, la persona que le daba los libros era la misma que le había enseñado a leerlos y Mara hubiera hecho todo lo posible por encubrirle. Ahora ya no estaba tan seguro de eso. Durante los últimos años solo había habido una certeza en su vida. No se podía confiar en los irios. El libro que acababa de regalarle su madre suponía una amenaza.
—De veras, madre…
—Güido, no me obligues a azotarte, porque ten por seguro que lo haré. Es tu día del nombre y me ha costado mucho encontrar esto, así que dame las gracias, entra a tu cuarto y no vuelvas a mencionarlo.
Güido asintió, abrazó a su madre, le plantó un fuerte beso en la mejilla y le dio las gracias. Leyó durante unos minutos, a solas en su cuarto, a la luz de una parpadeante vela, hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta de la caseta. Guardó el libro bajo el colchón y permaneció a la espera.
—Mara, cariño, ¿qué haces aquí? —oyó decir a su madre.
—Hola, Cazi. ¿Puedo pasar?
Güido escuchó unos pasos y luego el sonido de la puerta al cerrarse.
—¿Necesitabas algo, cariño?
—No es nada, Cazi. Solo que no recordaba que mañana era el Día de la Liberación —dijo.
—¡Oh, claro, entiendo!
—¿Está aquí? —preguntó Mara.
Güido ya se había levantado y abierto la puerta.
—Buenas noches, señorita Wellington —saludó desde el umbral, con la cabeza caída hacia delante en un gesto de completa sumisión.
—Hola, Güido. ¿Te importa que hablemos? —preguntó.
—Lo que usted quiera, señorita.
El silencio se paseó por la estrecha sala, susurrando taciturnas y tristes palabras.
—Será mejor que os deje a solas —decidió Cazi.
—No, no, por favor —dijo Mara—. No quiero echarte de tu casa. Preferiría que Güido y yo diéramos un paseo, si a él no le importa.
—Claro —respondió Güido. Las palabras surgidas de la garganta de un autómata carente de voluntad.
Salieron de la caseta y Mara puso rumbo hacia la arboleda que delimitaba los terrenos de la plantación. Durante todo el trayecto ninguno de los dos dijo nada. Solo caminaron, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Al internarse en el bosque, Güido no pudo aguantar más.
—¿Podría decirme a dónde vamos, señorita? —preguntó.
Mara paró en seco, con la cabeza ladeada de forma que el pelo tapaba su rostro. Güido también se detuvo, a escasos metros de ella.
—¿Cuándo me he convertido en la señorita Wellington, Güido? —cuestionó—. ¿Cuándo dejé de ser simplemente Mara?
Entonces volvió su rostro. Había cólera en sus ojos.
—Lo siento, señorita —respondió Güido, apretando las mandíbulas.
—Está bien —dijo Mara y echó a andar—. ¿Vienes?
Güido la siguió durante unos minutos, unos pasos por detrás del caminar seguro de Mara. Se internaron en un bosquecillo poblado de encinas, se acercaron a uno de los árboles y se detuvieron.
—Yo no me he olvidado, Güido —comentó—. ¿Tú sí?
Güido alzó la cabeza y la giró hacia su izquierda. Sobre el tronco de una enorme encina alguien había tallado unas letras con la ayuda de una navaja. Eran una M y una G, rodeadas de un círculo. Güido recordó el momento exacto en el que lo hizo, hacía algo más de siete años.
—¿Recuerdas lo que significa? —preguntó Mara. Güido asintió—. ¿Y qué significa, Güido?
—Éramos críos —musitó sin apenas mover los labios.
—¿Qué significa?
Güido suspiró.
—Que siempre seríamos amigos —respondió.
—¿Y qué ha pasado? ¿¡Señorita Wellington!? ¿En serio? Hemos sido amigos toda la vida. Más que amigos. Aprendimos a correr juntos, a leer juntos. ¡Por Daxal, mi nombre fue la primera palabra que pronunciaste! ¡Y la mía fue Cazi! Antes que mamá o papá, dije el nombre de tu madre. Tú y yo nunca nos tratamos así —alegó—. ¿Por qué ahora sí?
Güido apretó los puños, luego los dientes, el corazón y el alma, hasta que sintió que los ojos se le anegaban de lágrimas.
—¡Porque soy tu esclavo, Mara! ¡Eres mi dueña! No podemos ser amigos porque solo soy una propiedad.
—Eso no son más que… —discutió Mara, bajando el tono a casi un susurro.
—No, no lo son.
Mara negó y señaló la inscripción del tronco del árbol.
—¿Entonces era mentira? ¿Mentiste cuando escribiste esto?
—¡No! —protestó—. Tú te ibas. Cuando lo escribí… Pero en siete años las cosas cambian mucho y ahora… —dudó, pero no se frenó—. Ahora soy tu esclavo y tú eres mi ama.
Los hombros de Mara cayeron hacia delante y al momento su cabeza empezó a dar sacudidas de arriba abajo.
—Está bien —dijo Mara—. Ese es el problema. De acuerdo. Haremos un trato. Te prometo que haré que te den la libertad. A