Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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jinete, de vestimenta similar a los otros hombres, se acercó al grupo al galope y, al ver la tensión de la situación, maldijo para sí y detuvo el caballo. Aleyn, un hombre de piel negra, metro noventa de estatura, musculoso, de cara estrecha y frente ancha, tenía bajo su dominio a la mujer a la que había ido a buscar.

      —¿Es de los tuyos? —preguntó Aleyn al oído de Nuza.

      —Sí, pero no venía con nosotros.

      —Ya, ¿y qué hace aquí? —Nuza negó con la cabeza—. ¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí?

      El jinete se dio por aludido.

      —Debo entregarle un mensaje a la anciana. Es urgente —dijo sacando un trozo de pergamino de entre sus mangas.

      —¿Estás armado? —preguntó Aleyn.

      El jinete miró a Nuza y esta asintió.

      —Sí, señor. Llevo una espada, dos puñales y un pistolete.

      —Vas muy bien armado, soldado.

      —Corren tiempos difíciles, maestro. Conviene estar preparado.

      Aleyn dudó entre el abanico de opciones que tenía delante. Lo que quería hacer podía ser lo más absurdo que hubiera hecho en su vida y, sin embargo, continuaba queriendo hacerlo. Soltó a Nuza y le indicó que fuera a por el mensaje.

      La anciana se acercó al jinete, leyó el pergamino e intercambiaron un par de breves comentarios.

      —Espera aquí —indicó finalmente Nuza.

      —Anciana, debemos apresurarnos.

      —Lo sé. Será solo un segundo —dijo y se acercó a Aleyn.

      —¿Qué sucede? —preguntó este.

      —Todo avanza demasiado rápido —respondió—. Escúcheme. Existe una profecía. Una profecía dictada por el mismísimo Addai antes de que su cuerpo muriera. Dice que llegará el día en que los Tres volverán y ese día Ylandra se doblegará, sangrará y morirá. La Orden de Addai nació para evitar que eso sucediera. En el camino perdimos de vista nuestro destino y es posible que eso nos haya condenado. La Escuela, sin embargo, nació para allanar el regreso de los Tres, pero, al igual que la orden, también perdió de vista su destino. Creo que es posible que eso pueda salvarnos. Le necesitamos, Aleyn, y le pido que venga con nosotros. Vea nuestros documentos, escuche nuestras historias. Créanos y ayúdenos a redimir esta tierra.

      Aleyn frunció el ceño y, aunque trató de evitarlo, la palabra redención retumbó en cada partícula de su ser.

      Se rascó la mejilla y aceptó.

      —Gracias, maestro —dijo Nuza—. Ahora debo irme. El consejo debe votar y deben estar todos sus integrantes para poder hacerlo. Con usted se quedará Kevyn. Él le guiará.

      Kevyn se adelantó y asintió.

      —Maestro —saludó.

      —Seis días a caballo, ¿eh? Nunca me ha gustado viajar con prisas.

      —Tómese el tiempo que necesite, maestro, pero sepa que, a partir de ahora, corre en nuestra contra.

      —Eso ya lo veremos, señora. De momento haré el viaje para revisar unos cuantos documentos antiguos. Entonces hablaremos.

      —Sí, lo haremos —afirmó Nuza sentándose tras el jinete—. Ha sido un placer, maestro.

      Inclinó la cabeza y el caballo comenzó a cabalgar. Los otros dos chicos echaron a correr tras ellos.

      —Una vez más, eso ya lo veremos —gritó Aleyn.

      Se giró hacia Kevyn y le miró de arriba abajo, negando.

      —Si esto es algún tipo de treta estás en un buen apuro —le advirtió—. ¿Quieres desayunar? Tengo té, huevos, leche de cabra y pan.

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      El Día de la Liberación se había convertido en la celebración más importante, orgullosa y pomposa de la República de Ylandra. Ni siquiera la Semana de los Tres o el Día del Diálogo, que conmemoraba las últimas horas del mesías en Ylandra, tenían tal grado de repercusión, aunque fueran mucho más antiguas.

      A pesar de los discursos, las palmadas en los hombros, los relatos de gloriosas batallas y demás, el Día de la Liberación podía suponer una auténtica oportunidad para extender relaciones y hacer contactos, más aún para un joven inteligente, instruido y con ambiciones en la política local.

      Aquella noche, en el palacio de Valar se reunirían las personalidades más importantes de Viendavales y, por ende, del Estado del Oeste. Acudirían representantes públicos de la ciudad, empresarios y terratenientes acaudalados y poderosos, altos oficiales del ejército, senadores de la capital y, por supuesto, el gobernador del estado. Para Jules, tercer consejero del secretario de asuntos raciales de la ciudad, aquella masa de gente suponía la oportunidad de posicionar sus piezas de forma ventajosa sobre el caótico tablero de la política.

      Había una segunda razón para que a Jules no le atormentase participar en aquella fiesta: su hermana Mara. Había llegado a la ciudad hacía unos días y Jules aún no había tenido ocasión de verla o, para ser más precisos, había rechazado tales ocasiones. La había añorado y se alegraba al saberla de regreso, pero no pensaba traicionar sus convicciones por carecer de paciencia. Hacía años prometió que jamás volvería a pisar la plantación y, hasta donde fuera capaz, pensaba cumplirlo.

      Jules, sin acompañante y vestido con un frac azul marino, avanzó por el gran salón, saludando a aquellas personas que conocía, pero sin detenerse a hablar con nadie. Había llegado temprano y los personajes realmente ilustres aún tardarían en hacer su entrada. No quería que su aparición le cogiera distraído y mucho menos enfrascado en una discusión de la que salir apresuradamente pudiera resultar complicado o descortés.

      Con un incesante goteo de personas, la enorme estancia fue llenándose de personalidades elegantemente vestidas y de los esclavos que los acompañaban. El suelo era de mármol blanco con vetas negras, los enormes ventanales, decían, constituían una perfecta obra de vidriería, pero lo que convertía a aquel salón en uno de los lugares más emblemáticos de Ylandra eran los haces de luz blanca que proyectaban tres arañas de cristal suspendidas en el aire y que bañaban hasta el último rincón de la estancia. Se trataba, por supuesto, de artilugios fabricados en La Escuela y, según decían, únicos. Para Jules eran auténticas obras de arte.

      Un grupo grande hizo su aparición, entre los que se contaban el gobernador Theodore Barbrow, un comandante del Ejército de la República de Ylandra, una maestra de La Escuela y una bella mujer ataviada con un precioso vestido azul. Eran, probablemente, el grupo más poderoso de esa sala y, aunque tentador, Jules no creía estar a la altura de tales celebridades. No podía aproximarse, presentarse y esperar nada más allá que mera formalidad. El encuentro se prolongaría diez segundos y se compondría de un par de comentarios educados. Para llegar de verdad a ellos, Jules necesitaba la intervención de un padrino y estaba empeñado en encontrarlo.

      Después de otros dos grupos de personas, vio aparecer a su familia. En primer lugar, avanzaban su padre y su hermano Viktor. Tras ellos, la mujer de su padre y su cuñada mantenían una conversación intermitente. Y en último lugar se encontraba Mara. Sonriente. Maravillada por el espectáculo de luces. Al bajar, sus ojos fueron a parar sobre los de Jules. Frunció el ceño, revisó que su hermano Viktor continuara a su lado y luego echó a correr. Al llegar hasta él, saltó y le abrazó.

      —Quiero que sepas que estoy muy cabreada contigo —le susurró al oído antes de separarse de él—. ¡Llevo aquí cuatro días! ¿Cuándo pensabas venir a verme?

      —¿Tanto me has echado de menos, hermanita?

      —¡Pues que sepas que no! —respondió Mara, fingiendo sentirse indignada—. He podido estar con Viktor. Al fin y al cabo, los dos sois


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