Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
negocios es la trata de anirios y conozco las fraudulentas tácticas que utilizan los mercaderes de esclavos cuando vienen compradores de fuera. Solo deseo estar seguro de que ha obtenido justo lo que ha pagado.
El comandante asintió, levantó el brazo y chasqueó los dedos. Al cabo de unos segundos, una aniria apareció a su lado.
—¿Deseaba algo, señor? —se ofreció mirando al comandante a los ojos.
—El señor Dreider quiere examinarte, Niara. Teme que haya podido ser víctima de una estafa.
—Yo no diría tanto —dijo el señor Dreider mientras escrutaba a la aniria.
El comandante miró a su esclava y frunció el ceño, como si le estuvieran faltando al respeto. El resto, incluso la maestra Lumeni, actuaban con total naturalidad, como si auscultar a una persona en público fuera algo rutinario.
El señor Dreider agarró las muñecas de Niara, les dio la vuelta y repasó los brazos con la yema de los dedos índice y corazón.
—Buenos músculos —opinó.
Niara era una aniria de no más de dieciocho años, estatura baja y cuerpo enjuto. Tenía los ojos rasgados y, además de las pupilas, en el ojo derecho aparecían dispersas unas motas de negro iris.
—Mestiza —observó el señor Dreider mirándole los ojos.
—¿Supone algún problema? —preguntó el comandante.
—Ninguno.
Continuó explorándola, agarró su cara y la giró de un lado a otro, deteniéndose en las orejas y en el cuello. Luego descendió y le agarró los pechos, como si los pesara. Continuó bajando hasta las caderas y las apretó. Durante todo el proceso, Viktor vio sorprendido cómo la esclava iba poniéndose cada vez más tensa. Era la primera vez en su vida que veía a un esclavo alarmarse ante un examen físico.
—¿Cuánto pagó por esta aniria? —quiso saber el señor Dreider.
—Treinta y dos piezas de plata.
—Es una locura de precio, pero no temo equivocarme al asegurar que nadie le ha estafado, comandante. Es un magnífico ejemplar.
—Gracias, señor.
El señor Dreider asintió y volvió a girarse hacia la aniria, que le miraba amenazante.
—¿Qué demonios estás mirando? —cuestionó en un tono completamente contrario al que había utilizado hasta entonces.
Sin saber de dónde había salido, Viktor vio el dorso de una mano golpear la cara de aquella aniria. Niara se tambaleó y se llevó la mano al labio, de donde comenzaban a emanar gotas de sangre.
—Ve fuera y espérame en la berlina —ordenó el comandante, serio y furioso. Niara le miró con odio en los ojos—. ¡Ya!
Niara, temerosa de recibir un segundo golpe, obedeció.
—¿De dónde demonios ha sacado a esa aniria? —preguntó el juez—. ¡Qué carácter!
—Discúlpenme todos, por favor —dijo el comandante—. Como usted ha dicho, señor Dreider, es un magnífico ejemplar, pero necesita disciplina.
—Ya lo creo —intervino el juez.
Viktor estaba impresionado, no por la escena que acababa de vivir, sino por la velocidad con la que el comandante había lanzado aquel golpe. El movimiento parecía no haber siquiera existido.
—Pero, por favor, caballeros, no desearía continuar acaparando la atención —añadió el comandante—. Cuéntenos, gobernador, el año que viene es año electoral. ¿Tiene ya preparada su estrategia para la campaña?
El gobernador se sonrojo y sonrió. Un hombre de aspecto afable y saludable, a pesar de su avanzada edad.
—Lo cierto es que sí —confesó—. Pienso retirarme.
A Viktor se le paró el corazón y supuso que lo mismo le habría ocurrido a su padre. Sin embargo, el resto del grupo acogió la noticia sin sorpresa.
—Es un buen gobernador, señor —dijo el juez—. Me apena oír que se retira.
—Se lo agradezco, Deian. De veras. No ha sido una decisión sencilla, pero creo que es la correcta. He gobernado durante tres legislaturas seguidas. Diecisiete años. He visto la guerra, la transición y la paz, y he tratado de aportar todo lo que he podido.
—Lo ha hecho bien. Siempre tendrá mi apoyo, señor —comentó Shanti Roshan, alcalde de Viendavales.
—¿Apoyará a algún sucesor, gobernador? —preguntó la señorita Vyvas.
—Así es. —El gobernador miró hacia el alcalde—. No creo que exista una persona mejor que el señor Roshan para dar continuidad a este gobierno.
—¡Felicidades! —exclamó Viktor.
La elección de un sucesor era una antigua tradición practicada a lo largo y ancho de toda Ylandra. El elegido solía disfrutar de las influencias y los apoyos de su antecesor, con lo que en la mayoría de las ocasiones terminaba ganando las elecciones.
—Espero que el señor Roshan pueda contar con el mismo apoyo que ustedes me han brindado durante estos años —sugirió el gobernador.
El grupo asintió, felicitó al alcalde y se perdió en alabanzas algo desmesuradas. Salvo el comandante, que en ese momento parecía estar fuera de lugar, el resto demostraron poseer unas habilidades políticas sutiles y extraordinarias. Todos los comentarios que se hicieron sobre la elección del gobernador quedaron suspendidos en un mar de ambivalencia, donde cualquier interpretación pudiera ser bien encajada.
La conversación sobre estrategia política se prolongó durante la siguiente media hora y Viktor, incapaz de captar las sutilezas de aquel enrevesado juego, comenzó a perder el hilo y a aburrirse. Aprovechó un momento de silencio para, previa disculpa, alejarse de ese grupo. De camino al lugar en el que Neire y Danea compartían chismes con otras señoras, se encontró con algunos jóvenes a los que conocía desde la infancia. Se detuvo a su lado y saludó.
Habían sido buenos amigos y compartido algarabías durante más de una década, pero todo había sido antes del enlace matrimonial de Viktor. Desde entonces, se habían distanciado. A pesar de ello, recibieron a Viktor con el buen humor acostumbrado y le permitieron participar en una conversación destinada a categorizar a las jóvenes del resto de la sala. Disfrutó de la charla hasta que una aniria se acercó portando una bandeja con copas de vino y otros licores. Declinó el ofrecimiento, pero eso no evitó que su mente vagara por los sinsabores de un placer prohibido. Cuando empezó a notar el sudor frío escalando su espalda, decidió que era suficiente.
—Creo que deberíamos irnos —le dijo Neire en cuanto llegó a su altura.
La mirada de Viktor cruzó el salón hasta dar con su padre.
—Marchaos vosotras. Ford está fuera con la berlina. Danea, si quieres podemos llevarte a la plantación.
—¿Y tú?
—Esperaré a padre. Tal vez me necesite.
Durante el resto de la velada, mientras los invitados iban marchándose, el juez ni siquiera percibió su presencia. Estaba a punto de irse por fin cuando sus ojos se cruzaron con el cuerpo repantingado y la mirada perdida en brumas de hastío y aburrimiento de Mara. Se acercó a ella.
—Pensaba que te habías marchado.
—No estoy segura de si mi marcha infringiría algún tipo de inútil norma protocolaria, pero no me apetece averigüarlo. ¿Crees que padre tardará mucho en querer irse?
—Apenas quedan unos pocos grupos de invitados. Imagino que nos iremos pronto. ¿En La Escuela no hay protocolos?
Mara levantó la cabeza y se encogió de hombros.
—Hay normas, por supuesto. Pero son… diferentes.
La