Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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la tensión anterior.

      —No. Ni de lejos soy tan amable.

      —Por favor, maestro. Me sentiría más segura si ambos gozáramos de la confianza del otro.

      —Ustedes no gozan de mi confianza, señora Nuza.

      —Nuza, a secas.

      —Lo que sea —replicó Aleyn en un tono despectivo—. No confío en ustedes. No confío en nadie que sepa quién soy. No confío en nadie que venga a mi casa a charlar conmigo. No me desprenderé de mi arma, señora. Si han venido para cobrar una prima por mi cadáver o si no, es irrelevante. Son una amenaza y no tengo reputación de ceder ante ellas.

      Nuza suspiró y agachó la cabeza. Miró a sus tres compañeros y se encogió de hombros.

      —Recuerde que yo he confiado en usted —dijo derrotada—. Somos miembros de la Orden de Addai.

      Aleyn extrajo el puñal y lo blandió frente a si, vigilando los ángulos muertos, sus flancos y las distancias lejanas. En cualquier momento más hombres podrían aparecer armados, una flecha atravesarle el corazón o, mucho menos probable, una bala de plomo incrustrarse en su cabeza.

      —Estamos solos, maestro —advirtió Nuza.

      —¡Cállate, furcia!

      Aleyn no vio ni sintió nada en la lejanía, así que volvió a centrar su atención sobre los cuatro addais que le rodeaban. No se habían movido. Permanecían quietos, pero esta vez observaban el puñal con algo más que duda y miedo.

      —Tampoco llevamos armas —confesó Nuza—. Si quisiera podría matarnos ahora mismo. Sospecho que sería muy fácil para alguien como usted.

      —¡Oh, sí, lo sería! —dijo Aleyn con el cuerpo aún ligeramente encorvado, en posición hostil—. ¿Y por qué no debería hacerlo?

      —Porque no somos sus enemigos.

      —Ya, bueno, llámelo como más le guste. Durante siglos su orden dio caza a los maestros por toda Ylandra.

      —Hasta que dejamos de hacerlo —le informó Nuza.

      —Hasta que les obligamos a dejar de hacerlo —puntualizó Aleyn—. Creía que la orden había muerto hacía cuatrocientos años.

      —Algo así debió de ocurrir. No estuve allí. Imagino que usted tampoco. Pero sé que desde entonces no hemos asesinado a ningún maestro.

      —Nunca se ha hecho nada hasta que se hace, ¿no cree?

      —Sí, pero este no va a ser el día. Se lo prometo.

      —No confiaba en usted antes, señora. ¿Cree que algo ha cambiado? El hecho de que os denominéis miembros de la Orden de Addai no ha mejorado las cosas.

      Por primera vez la expresión de Nuza dejó entrever sus emociones. Estaba frustrada y eso le había llevado a cabrearse. Dejó su posición y avanzó hacia Aleyn. Cuando casi estuvo a su altura, este levantó el puñal y lo interpuso entre su cuerpo y el de la mujer.

      —En algo sí tiene razón. Yo tampoco confío en ustedes. No le daría a un maestro de la gloriosa Escuela ni un vaso de agua, aunque estuviera literalmente ahogándome en ella —dijo con un rutilante odio en su voz antes de empezar a caminar en círculos, obligando a Aleyn a girar con ella—. El odio que sentimos el uno por el otro es natural. Durante toda la historia que conocemos hemos sido enemigos. ¿Quiere saber qué ha cambiado? La Escuela. Usted la cambió y por eso hemos venido.

      —Genial, pero se me han terminado los trofeos.

      —Es usted gracioso —observó Nuza—. Jamás le hubiera imaginado así.

      —Pues usted está cumpliendo todas mis expectativas —respondió Aleyn.

      —¿Sí?

      —Desde que la he visto he pensado que sería un incordio que me arruinaría el desayuno y, de momento, cualquiera apostaría que soy maestro Cronista.

      Nuza volvió a reír, esta vez de forma sincera.

      —No tiene el carácter típico de La Escuela. Allí todos parecen tan serios, sabios y honorables… Va bien descubrir que no todos fingen ser eso.

      —Oiga, me encanta esta charla, pero me gustaría ir terminando. ¿Por qué no cogen sus mentiras y se marchan de aquí?

      Nuza se detuvo y volvió a encararse a Aleyn.

      —¿Mentiras? Su mundo es una mentira, maestro Aleyn. Todo lo que sabe es falso. Todo lo que siempre le contaron sobre sus gloriosos dioses, su Escuela, su misión en Ylandra y su vida es mentira. La Escuela, nacida de los mismos descendientes de los Tres para guiar a la humanidad hasta la gloria. Para tiranizar a la humanidad —se corrigió.

      —Cualquier rastro de tiranía en La Escuela se extinguió hace catorce años.

      —Lo sé. Usted se encargó de ello. Por eso vive aquí, alejado de toda presencia humana —ironizó Nuza—. Pero no le hablo de la tiranía de algunos maestros malvados. Le estoy hablando de un mundo doblegado a la voluntad de los Tres. Los maestros creéis que os cedieron su poder para guiar a los hombres, pero no fue así, Aleyn. Los Tres fueron derrotados por Addai y cedieron su poder solo para que, llegado el día, pudieran recuperarlo. Creéis que sus descendientes fundaron La Escuela y así fue, pero no hubo nobles intenciones en aquello.

      —¿Qué edad tiene, señora? —preguntó Aleyn.

      —Soy más joven que usted, maestro. ¿Por qué lo pregunta?

      —Porque debe de estar loca o senil para decir lo que está diciendo. Y dado que es más joven que yo…

      —Continúe haciendo bromas, maestro. Mientras, el enemigo avanza.

      —El enemigo.

      —Rótalo vuelve a caminar entre nosotros. Pronto sus hermanos le acompañarán y, cuando eso pase, las diferencias entre la Orden de Addai y La Escuela no importarán.

      —Rótalo —musitó Aleyn como si hubiera escuchado la cosa más absurda del mundo.

      Era inverosímil, estúpido y una locura. Y a pesar de ello, aquella mujer, que parecía lúcida y cuerda, lo creía. De eso estaba seguro.

      —Le digo la verdad —confesó Nuza.

      Aleyn bajó el puñal y lo volvió a guardar en su funda.

      —Y la creo —dijo—. Está convencida de decir la verdad. Simplemente creo que se equivoca.

      —¿Equivocarme? ¿En qué parte?

      —¡En todo! Cada libro de historia, cada documento antiguo cuenta un relato de Ylandra completamente diferente al suyo. No sé quién les ha dicho eso, pero mentía.

      —Puedo enseñarle pruebas. La orden no solo se dedicó a matar maestros. También recopiló y guardó libros antiguos. Contamos con una gran biblioteca abarrotada de volúmenes que relatan lo que le he dicho.

      —¿Cree que un libro es prueba suficiente? —preguntó Aleyn.

      —Estos sí.

      Aleyn dudó. No le gustaba aquel bosque, ni le gustaba la soledad, ni la ausencia de música, ni la vida que llevaba. Le ofrecían algo. Poca cosa. Tonterías probablemente. Por otro lado, decían ser addais y Aleyn debía concederles cierta credibilidad histórica. Podría acompañarlos, ver qué tenían, desacreditarlo y volver a su retiro. ¿Qué podía perder? A menos que fueran asesinos con un plan muy elaborado. E incluso eso supondría un alivio a sus rutinas.

      —¿Dónde está esa biblioteca? —preguntó Aleyn.

      —Seis días a caballo.

      Entonces Aleyn sintió una ligera tanda de vibraciones en el suelo, extrajo su puñal y lo colocó sobre el cuello de Nuza.

      —Así que estáis solos —masculló entre dientes.

      Los


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