Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
sótano —ordenó.
En cuanto desaparecieron, Neire se echó sobre los brazos de su marido.
—No puedes dejarnos solas con ellos.
—No te preocupes por eso —dijo recorriendo el pasillo y cerrando con llave la puerta que daba acceso al sótano—. Si intentan salir les dices que no pueden, y si continúan intentándolo coges a la niña y vas a buscar a algún guardia, le das un par de bronces y que les recuerde quién es su dueño. Volveré en cuanto pueda.
Se despidió de su mujer, montó en su caballo y cabalgó en dirección a las afueras de Viendavales, donde las granjas y plantaciones de los terratenientes se extendían a lo largo de cientos de hectáreas.
Por el camino, incluso antes de dejar atrás las murallas interiores de la ciudad, pudo percatarse de la gravedad del incidente, pues una gran masa de personas curioseaba en plazas, parques y tabernas abiertas en exclusiva para la ocasión.
Cuando salió de la ciudad puso su montura al galope y se dejó llevar por el viento que le azotaba la cara. A mitad de camino reconoció el caballo de su hermano, avanzando a paso ligero. Disminuyó su velocidad y se colocó a su lado.
—Hermano —saludó, tocándose el sombrero.
—Hola, Viktor —respondió Jules con su peculiar falta de entusiasmo.
—¿Sabes si la plantación de padre…?
—Sí. Esa y otras cinco, creo. También he oído que han matado a los Dreider.
—¿Y padre? —interrogó, inquieto y asustado.
—He oído que sigue vivo. Mala hierba…
—¡Jules! —le reprendió—. ¡Es tu padre!
—Lo que no quita para que sea un miserable.
—No deberías decir eso.
—Hay tantas cosas que no debería hacer…
Viktor, quien ya había tenido esa misma discusión con su hermano cientos de veces, lo dejó estar y cambió de tema, buscando aguas más tranquilas.
—El señor Dreider… Era un buen hombre —comentó.
—Era otro asqueroso tratante de esclavos. Solo eso.
—¡Vamos, Jules! —protestó Viktor, harto de la actitud de su hermano—. ¡Esos anirios acaban de asesinarlo! A un hombre que siempre ha tratado bien a nuestra familia. Se merece al menos algo de respeto ¿no crees?
—Claro que sí, Viktor —dijo en un tono sarcástico—. Claro que sí.
—¿Qué? ¿Crees que no?
—Sé que no —respondió—. Ese buen hombre al que tanto respetas, hermano, no era más que un torturador y un violador.
—¡Eso no es cierto!
—Trabajo en la oficina de asuntos raciales, Viktor. Algunos de los esclavos de la ciudad vienen de estas granjas. Son baratos y lo son porque a menudo los venden en estados deplorables. Palizas, latigazos, violaciones.
—¡Eso no tiene nada que ver! —discutió—. Son anirios. No son como tú o como yo.
—Ya, claro. No lo son. Pero cuando ves a una aniria de ocho años con moretones por todo el cuerpo y los órganos sexuales destrozados te cuestionas algunas cosas.
Viktor sintió un fogonazo de culpa que se extinguió casi al instante.
—Son bestias. No son otra cosa diferente que perros o burros de carga.
Jules estalló.
—¿Y por qué los humilláis, eh? ¿Por qué los torturáis? ¿Acaso los amos se follan a sus burros? —gritó—. Lo que les hacéis… lo que todos les hacemos es horroroso. Lo de esta noche es solo una tímida respuesta a un infierno constante.
Viktor se quedó perplejo ante tal afirmación y miró a su hermano como si fuera un perfecto extraño.
—¡Maldita sea, Jules! No puedes hablar en serio. —Su hermano permaneció callado, con la mirada fija en el horizonte—. ¿Cómo puedes defenderlos? ¡Han tratado de matar a padre! ¡A Mara!
Jules dio un respingo, como si hasta entonces no se hubiera acordado de su hermana.
—Y me alegro de que no lo hicieran —dijo—. Pero eso da igual. No les quita razones para haberlo intentado.
Viktor dejó de intentar encontrar en esa persona a quien una vez fuera su hermano. Estaba traspasando los límites, ya no de la decencia o el respeto, sino de la ley. Defender a un grupo de anirios rebeldes estaba a un paso de ser un intencionado acto de traición.
—¿Tanto le odias? —preguntó Viktor y ante el silencio de su hermano, añadió—. ¿Tanto nos odias? ¿A mí? ¿A Neire? ¿A tu sobrina?
—¿Qué dices ahora?
—¿Cuánto hace que no las ves? Vivimos a ocho manzanas el uno del otro y ¿cuánto hace? ¿Dos meses? ¿Tres?
—He visto a tu mujer hace un rato, Viktor.
—Sí, y ni siquiera te has molestado en saludar.
Jules enmudeció ante la acusación y la seguridad de sus argumentos y convicciones empezó a difuminarse.
—Te callas. Como siempre —le acusó.
Jules, esta vez sin perder los estribos, aparentemente calmado y racional, dijo:
—Si hace meses que no estoy con tu familia es porque no soporto ver cómo te conviertes en una persona tan horrible como padre.
—Eres un bastardo.
Jules le miró y sonrió, satisfecho.
—Démonos prisa —dijo iniciando el galope.
Alcanzaron la plantación en apenas unos minutos, encontrándose a un par de guardias en la entrada de los terrenos que los saludaron con un cabeceo. Viktor les devolvió el saludo y se apresuró a cabalgar hasta la casa. Jules se quedó atrás, en la linde de la propiedad. Suspiró, negó con la cabeza y espoleó su caballo.
Conforme se acercaban vieron varias hileras de anirios formando frente a la casa, con guardias paseándose entre las filas mientras los gritaban e insultaban. Dejaron los caballos al cuidado de un par de hombres y entraron.
Al ver la puerta hecha añicos y sangre por el suelo y las paredes, Viktor palideció. Se obligó a respirar.
—Hijo —dijo el juez al verle.
—Padre, ¿se encuentra bien?
El juez tenía el brazo entablillado y se le veía, ahí sentado en una butaca, cansado y abatido. Al ver la preocupación en el rostro de su hijo se puso en pie, recuperando su habitual porte viril.
—Estoy bien. Gracias por venir —manifestó antes de fijarse en la figura que le acompañaba—. ¡Qué sorpresa!
—¿Mara está bien? —preguntó Jules.
—Sí, Danea y tu hermana están bien —respondió—. Están en las cocinas.
—Voy a verlas.
—¿Qué ha pasado, padre? —interrogó Viktor.
El juez asintió e invitó a su hijo a sentarse en una de las butacas. Entonces se lo explicó todo, sin entrar en demasiados detalles y plagando su relato de maldades, insultos y denuestos contra los anirios. Hizo un recuento de los hombres que habían muerto y despotricó contra los esclavos que él mismo había matado.
—Empieza a amanecer —advirtió el juez, incorporándose—. Es hora de terminar con esto.
Llamó a uno de los guardias y le dio unas instrucciones que Viktor no pudo oír. Luego se giró hacia él.
—Avisa a los demás. Esto nos afecta a todos.