Alex Dogboy. Mónica Zak

Alex Dogboy - Mónica Zak


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perro, de color marrón, más grande y peludo, estaba recostado a sus pies. El perro grande lo miraba continuamente. De vez en cuando movía la cola, con la que golpeaba rítmicamente la tierra seca.

      Dogboy hablaba.

      Hablaba en voz alta con sus perros.

      Acostumbraba hacerlo cuando nadie lo podía oír.

      Una vez más les contaba del día en que se escapó para la calle. El día en que no soportó esperar más.

      -”Estaba harto”, les dijo, y se inclinó hacia adelante para acariciar al perro más grande, detrás de las orejas. No podía esperar más. La tía estaba haciendo la comida y no se dio ni cuenta de que yo entré a su dormitorio y abría los cajones de la cómoda. Busqué hasta que encontré lo que buscaba. Las fotografías. Encontré las dos fotografías que había de mi madre y la única que existía de mi padre, una foto de pasaporte.

      Me guardé las tres fotografías debajo del suéter y me fui al patio. ¿Saben lo que hice entonces? ¿A ver si pueden adivinar? Sí, ya sé que saben porque se los he contado antes. Hice un fuego y quemé las dos fotografías de mi madre y la pequeña de mi padre. Lloré haciéndolo, pero ya estaba cansado, no aguantaba más esperarlos.

      A pesar de que lloraba me sentía bien quemando las fotografías. Vi sus rostros desaparecer y volverse negros y finalmente convertirse en un poco de ceniza que caía en el fuego.

      Ya no existen más, pensé. Soy libre ahora.

      Quemé también mis certificados de la escuela y mi partida de nacimiento.

      Cuando el fuego se apagó, me levanté y entré a la casa de la tía.

      Es una casita pintada de verde que está en el Pedregal, cerca del aeropuerto. Primero caminé lentamente. Luego empecé a correr. Recuerdo que de repente me sentí enormemente feliz.

      Ahora empezaría una nueva vida.

      Iba a ser un niño de la calle.

      Y nunca más pensaría ni en mi madre ni en mi padre.

illustration Querida mamá

      El niño que luego viviría con los perros nació en una pequeña ciudad cerca del mar.

      Su madre ya había tenido varios hijos antes, pero el parto tomó mucho tiempo.

      Cuando la partera levantó a un pequeño niño rojo y gritón dijo:

      – Es un varón. Es lindo, aunque...

      Luego se calló.

      La madre miró al recién nacido con ojos inquietos. Gritaba como tenía que gritar y a la primera mirada parecía un niño como todos los que había tenido antes, tenía dedos en las manos y en los pies y una naricita simpática, pero luego la madre vio...

      Las orejas.

      Las orejas estaban mal.

      El niño tenía pelo largo y negro en las orejas. El niño recién nacido tenía las orejas peludas. Pelo negro en las orejas.

      – Tiene orejas de perro, susurró la madre con la voz espantada.

      – No, no tiene orejas de perro, se apresuró a decir la partera. Tener orejas peludas no es nada raro en los recién nacidos. He visto otros niños que también nacieron con matas de pelo en las orejas. Ese pelo largo y negro se les cae después de un tiempo. ¿Te asustó un perro cuando estabas embarazada?

      – Sí, murmuró la madre.

      – Ahí tienes la explicación.

      El niño que con el tiempo iba a ser llamado Dogboy e iba a vivir con los perros fue bautizado con el nombre de Alex. Los pelos que tenía en las orejas cuando era recién nacido se cayeron a la semana, como todo el mundo había previsto, pero todo el tiempo que vivió en la casa supo que había nacido con orejas de perro. Todos lo sabían y sus hermanos mayores y los niños vecinos se burlaban de él y le gritaban "Orejas de Perro". No le gustaba que lo llamaran así, pero los perros sí que le gustaban.

      Como era el hijo más pequeño siempre se sentaba en las rodillas de su madre. Ella tenía un regazo generoso y amplio y siempre lo abrazaba cuando lo tenía sentado en las rodillas. Tenía el pelo negro y brillante y aretes de oro. Su mamá acostumbraba darle de comer con una cucharita. Y cuando él se caía lo levantaba y lo limpiaba y luego lo besaba primero en las mejillas luego en la boca. Y si se golpeaba le soplaba en el lugar en donde le dolía más.

      Por lo menos creía que había sido así, cuando lo pensaba, mucho más tarde, ya cuando vivía con los perros. Pero en realidad no se acordaba de su mamá en esos primeros años al lado del mar.

      De su papá si se acordaba. Y de sus hermanos. Y de su perro Blondie. Y se acordaba de las gallinas. Y recordaba que el mar tenía muchos rostros. Algunos días era tranquilo y de un azul brillante, otros días las olas furiosas llegaban a la playa. Recordaba que lo dejaban acompañar a su papá cuando iba a trabajar al puerto. Estaba parado en el muelle viendo cómo su papá cargaba racimos de bananos en los barcos.

      Pero ¿por qué no podía recordar a su mamá?

      El tenía cuatro años cuando su mamá los dejó.

      ¿No debería recordarla? ¿Algunos recuerdos debería tener? No, estaba vacío. Quizás porque era muy doloroso recordar. Era mejor que no se acordase del día en que se había ido.

      El día en que su mamá desapareció.

      No, no era la palabra correcta, no fue que desapareció.

      El día en que ella abandonó a su familia.

      Alex recuerda que su hermano mayor, Hugo, acostumbraba decir que mamá se había ido para Estados Unidos. Vive allí ahora, decía. Se fue para ganar dinero, pero va a volver. Un día va a volver a buscarnos, porque nos lo prometió. Un día va a entrar por esa puerta para llevarnos a Estados Unidos.

      Alex esperaba. Lo primero que hacía al despertarse todas las mañanas era mirar hacia la puerta, era por allí que ella iba a entrar.

      Cada tarde iba a la parada de autobuses. Sabía que allí se detenía el autobús de largo recorrido y que de allí se bajaban todos los que habían estado lejos. Miraba a todas las mujeres que se bajaban del autobús grande y plateado. ¿Era esa su madre? ¿O esta otra?

      No le contaba a nadie por qué iba allí y esperaba el autobús de la tarde. El único que sabía que él iba a esperar a que su madre se bajara del autobús era el perro Blondie. Blondie lo acompañaba siempre. Esperaban juntos.

      – ¿Cómo te parece que será?, acostumbraba decirle a Blondie. ¿Será alta, o será gorda como la mujer del vecino? ¿O se parecerá a alguna de mis hermanas?

      Nunca bajó del autobús una madre desconocida.

      Él no dejó de extrañar a su mamá, al contrario, cada día le hacía más falta. Era como una nube que estaba siempre sobre su cabeza. A veces le parecía blanca y suave como azúcar y otras veces negra y amenazadora.

      Empezó la escuela. Un día estaba sentado a la mesa de la cocina haciendo los deberes, estaba en primer año y escribía el número tres en un renglón del cuaderno cuando un taxi se detuvo en la puerta de la casa y una mujer desconocida salió del auto. Ella se detuvo, sonrió y abrió los brazos y todos los hermanos salieron corriendo hacia ella gritando:

      – ¡Mamá! ¡Mamá!

      Su madre había venido.

      Por fin su madre estaba de regreso.

      Alex creyó que iba a explotar de alegría, se reía y saltaba alrededor de ella, tocándola. Su mamá estaba aquí. Su querida madre estaba de vuelta. No la podía dejar de mirar. Por fin sabía cómo era. Tenía el pelo largo y castaño atado en una cola de caballo


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