Alex Dogboy. Mónica Zak
un poco alejado de los viejos mendigos, él también extendió su mano derecha hacia todos los que venían. Los ancianos lo miraban fijo, sin simpatía, pero nadie dijo nada.
Ni una sola persona de las que entraba a la iglesia le puso una moneda en su mano extendida.
De todas maneras se quedó allí sentado, extendiendo la mano.
Debajo de la escalinata en donde estaba crecían árboles gigantescos. Allí arriba, dentro de las coronas de los árboles, había pájaros, no los veía pero los sentía. Se escondían entre la tupida hojarasca, los oía trinar con tono agudo. Sonaba desagradable y amenazador y aquí en la escalinata de la catedral desapareció el último resto de la sensación de aventura. Lo que le quedaba: el hambre, la sed y una gris y pesada tristeza.
Por último Alex se dio por vencido, se levantó y con el paso cansino descendió los escalones y empezó a moverse entre la gente de la plaza. Sabía que tenía que hacer algo. A la casa de la tía no iba a volver jamás. Por eso tenía que aprender a pedir.
Tenía que empezar ahora.
Pero no se animaba aquí, entre tanta gente.
Caminar por ahí era una tortura, todo lo que se vendía en la plaza era para comer. Un vendedor de helados iba con su carrito, tocando una campanita para atraer a los compradores. Para no verlo, Alex miró para otro lado. Su mirada se detuvo en un puesto donde vendían fresas rojas. Había comido fresas sólo una vez en su vida. No iba a olvidar jamás el gusto dulce de las fresas. ¿Comería fresas de nuevo? Sin fuerza siguió caminando. Por todas partes cosas para comer. Golosinas. Papitas. Tabletas de chocolate. Refrescos fríos. Algunas mujeres vendían tortillas de trigo rellenas de frijoles, muchos habían comprado y estaban sentados en el muro, a la sombra de los árboles y comían tortillas y bebían refrescos en latas frías.
Alex apartó la mirada para no ver.
Pero lo peor era el olor. Cinco mujeres vendían cosas para el almuerzo, servían grandes porciones de arroz y carne asada en platos de cartón. La carne olía tan bien que quería llorar y trató de no acordarse de las exquisitas tortillas de su tía y de su carne asada.
No, tenía que sobreponerse.
Tenía que empezar a pedir.
AHORA MISMO.
Como no soportaba los tentadores olores de la comida que se vendía en la plaza se fue de allí, a una calle con mucho movimiento de vehículos. Pero era peor. Allí estaba MacDonald’s. Afuera, en la acera, vendían helados. El olor dulce a helado de vainilla lo hizo detenerse a olerlo mejor.
El aroma que le entraba por la nariz le llenó todo el cuerpo de nostalgia. Una vez había estado allí con su tía y todos sus primos. 5 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla, 6 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla y chocolate. Se detuvo como paralizado recordando el sabor de su helado preferido, mitad de chocolate y mitad de vainilla, y recordó cómo se sentía el pasar la lengua sobre el helado frío y delicioso. La cola para comprar era larga y el olor a vainilla lo hizo quedarse. Probablemente fue el aroma de la vainilla que lo hizo valiente, porque de pronto se adelantó y se puso a la cabeza de la cola, mirando a todos los que pagaban y se iban con un helado en la mano. Los miraba a cada uno con mirada suplicante, inclinando la cabeza. Los que compraban debían darse cuenta de que allí había un niño de la calle, terriblemente hambriento, que más que nada en la vida quería un helado de vainilla y chocolate.
Uno detrás del otro pagaban, recibían su barquillo envuelto en una servilleta blanca y se iban. Nadie parecía darse cuenta del hambre que Alex tenía.
La gente no lo miraba.
Era como si fuera invisible.
El hambre lo obligó a cambiar de táctica.
Ahora iba a extender la mano justo en el momento en que un cliente recibía su helado.
Estaba claro que eso alcanzaría para hacerles ver que tenía tanta hambre y le darían el helado.
En ese momento vio a dos muchachos que con paso decidido venían hacia él. Dos chicos grandes, con las caras sucias y pantalones que se arrastraban por la tierra. Tenían suéteres grandes y rotos y bolsitas con pegamento en la mano. Fueron directamente a él.
– Vete a casa de tu madre, le gritaron con voces roncas.
Se fue corriendo.
Era fácil pedir, todos dan, había dicho el Rata. Pero ¿cómo se hacía? Quizás lo veían demasiado limpio. Se miró en el espejo de un escaparate y pensó que ahora entendía. No parecía un niño de la calle. Se había puesto sus pantalones vaqueros limpios por la mañana y una camisa azul y sus zapatos de tenis Adidas. No hacía mucho le habían cortado el pelo.
Ese era el problema.
No parecía un niño de la calle.
Dio vueltas sin meta alguna. No se acordaba ya de la gran alegría de la mañana. Lentamente se metió por una calle peatonal en donde los vendedores que vendían discos compactos trataban de ensordecerse con la música. Salsa, rock pesado y rap se mezclaban en gran algarabía. Dio vuelta y llegó a una pequeña plaza rodeada de casetas azules y verdes. Todas esas casillas eran restaurantes. Los comensales se sentaban en bancos afuera y comían. Alex vio que tres personas se levantaban y se iban, dejando tres botellas de Pepsi a medio beber en el mostrador.
Alex apresuró el paso. Se adelantó y bebió rápidamente de una botella y luego de la otra y luego la tercera.
Nadie le gritó. Nadie lo apresó. Se fue rápidamente de allí. Sintió cómo la alegría le volvía. Iba a salir adelante. Había aprendido el primer truco de supervivencia.
Por primera vez había saciado su sed en la calle.
En una esquina de la plaza estaba la viejísima iglesia de Los Dolores, con la fachada pintada de verde y blanco y pequeñas repisas en donde cientos de palomas se amontonaban. Delante de la iglesia había vendedores ofreciendo verduras. Cada uno de ellos tenía una carretilla llena de las verduras más bonitas que había visto en su vida. Brócoli. Remolachas. Atados de ajos. Tomates hinchados de sol. Zanahorias gigantescas. Berenjenas negras y brillantes. Chiles rojos, verdes y amarillos. De tanto en tanto los vendedores echaban agua encima de las verduras, para que brillaran aún más.
Alex pasó al lado de las carretillas de los verduleros. Iba muy derecho mirando para todos lados. Entonces los vio. Dos verduleros que estaban parados hablando entre ellos. Rápidamente se agachó y arrancó una zanahoria de un manojo y salió corriendo.
Corría como si lo persiguiera el diablo.
Corrió por el medio de una bandada de palomas que comían en la plaza, afuera de la iglesia; toda la bandada salió volando.
– Disculpen, no era mi intención, murmuró mientras seguía corriendo, como nunca había corrido antes. Se metió la zanahoria dentro de la camisa azul. Sólo cuando había pasado de largo la iglesia y una calle con mucho tránsito se animó a detenerse y a mirar para atrás. Ningún verdulero enojado lo perseguía y no se veía a ningún policía con el arma en la mano.
Se detuvo, respiró aliviado, se metió la zanahoria en la boca y empezó a comerla.
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La cámara frigorífica |
La Pepsi y la zanahoria le devolvieron el buen humor. Iba a salir adelante. Todo se iba a resolver.
Pasó su primera noche en la calle en una acera, apelotonado, para evitar el frío. Dos veces lo despertaron las pesadillas. Una cuando su mamá se fue con sus cuatro hermanos. Se despertó con las palabras “Tú no puedes venir con nosotros” resonándole dentro de la cabeza. El corazón le saltaba y tenía dificultades para respirar. La otra vez se despertó oyendo a su padre decirle a su tía que se iba a ir a los Estados Unidos. “Pero el chico no puede acompañarme. No se puede