Alex Dogboy. Mónica Zak

Alex Dogboy - Mónica Zak


Скачать книгу
lo acosara en los sueños. Se levantó y empezó a correr para calentarse. Después de un rato sus dientes dejaron de castañetear y pudo caminar con paso normal.

      Hoy voy a aprender cómo conseguir comida pensó.

      Cuando haya aprendido voy a buscar al Rata.

      El día en que iba a aprender a conseguir comida fue largo. Caminaba sin rumbo. Horas y horas. Vio que había llegado a la parte elegante de la ciudad. Pensó que ayer había bebido tres Pepsis y comido una zanahoria. Hoy necesito más comida. Pensó en el dorado que había pescado y del que su papá y él habían comido una semana entera. Pensó en el pollo asado de la tía. Y pensó en golosinas. Pensó en pasteles. Sólo pensaba en comida. Para el que tiene hambre no existen otros pensamientos.

      Pero ¿cómo iba a conseguir comer? ¿Intentaría pedir de nuevo? ¿O seguiría robando? Entonces recordó algo que su tío había dicho: “En este país hay gente tan rica que no come todo cuando van al restaurante. Van a lugares finos, piden los platos más caros, pero dejan la mitad en el plato, tan ricos son.”

      Se preguntó si sería verdad.

      Los pies le dolían, encerrados dentro de los Adidas, ardía de sed y trataba de no pensar en comida, pero era imposible. Se paró afuera de un restaurante y miraba con hambre para adentro, por las ventanas. Vio mesas con manteles blancos y gente bien vestida comiendo. Una pareja se levantó y empezó a ir hacia la puerta y vio que era exacto lo que su tío había dicho. En la mesa estaban todavía sus platos con comida, copas medio llenas de un líquido rojo.

      Vio su oportunidad.

      Cuando la pareja salió, él corrió para adentro. Se apuró a llegar hasta la mesa, se tomó lo que había en una de las copas, tenía mal gusto, probablemente era vino, algo de lo que él había oído hablar pero que no había probado nunca. Estiró la mano a uno de los platos y tomó un trozo de carne y se lo metió en la boca. Masticaba lo más rápido que podía, pero aún así pudo notar que la carne tenía muy buen sabor, se derretía en la boca. Iba en camino de tomar otro trozo cuando sintió un brazo alrededor del cuello y lo tiraron al suelo.

      Lleno de pánico miró un rostro con un bigote negro y de expresión enojada. Vio que el hombre de bigote negro que se inclinaba sobre él estaba vestido con uniforme y que de su cinturón colgaban una pistola y un garrote.

      El hombre lo miró fijamente un instante, antes de patearlo. Alex gritó y trató de escaparse, pero el hombre del uniforme fue más rápido, lo tomó por los pies y lo arrastró por todo el restaurante. Alex vio que los demás clientes lo miraban, pero nadie dijo nada. También se dio cuenta de que el guardia abría una puerta de una patada y cuando estaban adentro el guardia lo puso de pie.

      Alex vio que estaban en la cocina del restaurante. El personal vestido de blanco estaba inmóvil, mirándolo fijamente.

      – Trató de comer de un plato que había quedado en una mesa, dijo el hombre con uniforme. ¿Le doy una paliza?

      La pregunta parecía dirigida a un hombre que no estaba vestido con ropas blancas sino con un traje y corbata y zapatos brillantes.

      – No, dijo el hombre, no alcanza con eso. Enciérralo en la cámara frigorífica.

      ¿Cámara frigorífica? ¿Qué era eso? Refrigerador sabía lo que era, su tía tenía uno y un vecino tenía un pequeño congelador, pero de una cámara frigorífica no había oído hablar nunca. ¿Y cómo podía ser peor que una paliza?

      El hombre uniformado abrió una puerta de acero. El frío lo asaltó, pudo ver cajones con pollos congelados y de ganchos en el techo colgaban jamones, pedazos de carne y chorizos.

      – Veinte grados bajo cero, que te aproveche, dijo el guardia riendo. Fue lo último que Alex oyó antes de que lo echaran adentro de la cámara frigorífica. Se cayó de rodillas y se apoyó en las manos, mientras la puerta se cerraba con un ruido sordo. Todo quedó oscuro porque allí adentro no había luz alguna.

      Las manos se le pegaron al piso congelado y las tuvo que arrancar de allí. El frío lo paralizaba. Alex que había vivido toda la vida en un país tropical no sabía que existía un frío de ese tipo.

      El pánico lo hizo levantarse, sus gritos angustiados rebotaban en el oscuro y frío cuarto.

      Golpeó la puerta de acero.

      Le dio patadas.

      Gritó más alto.

      El frío terrible le mordía las mejillas y las manos. Tenía tanto frío que temblaba. Aún en medio del pánico, todavía tenía hambre y tanteó en la oscuridad y sintió que tocaba algo. Eran chorizos congelados. Sacó uno de ellos del gancho y se lo metió en la boca. Pero estaba muy duro y tan frío que se quemó la lengua, se lo sacó de la boca y se lo metió en el bolsillo. Tomó otro y se lo puso en el otro bolsillo.

      Meterse un chorizo congelado en el bolsillo era un acto optimista, un acto de mirada al futuro.

      ¿Pero hay algún futuro para alguien encerrado en un frigorífico? Recordó una expresión que había oído una vez, la sala de espera de la muerte. Esto debía de ser la sala de espera de la muerte.

      Temblaba de frío. Golpeó de nuevo la puerta. Tenía tanto miedo que ya no gritaba.

      Golpeaba y golpeaba.

      Pero nadie abrió.

      Alex se desmoronó sobre el piso congelado. Trató de gritar pero ya no tenía fuerzas. Una niebla oscura se lo llevaba para atrás, para abajo, lejos, ya no se resistía. Antes de perder el conocimiento se preguntó si su tía sabría que se había muerto en una cámara frigorífica. Y si se moría aquí, ¿quién se haría cargo del entierro? ¿Lo enterrarían? Y su madre y su padre, ¿se enterarían de cómo había muerto su hijo menor?

illustration Burger King Blues

      La puerta de acero se abrió y el guardia uniformado que había encerrado al niño en la cámara frigorífica vio que estaba tirado en el piso, hecho un nudo, cerca de la puerta. Tenía los ojos cerrados y el rostro pálido como el de un muerto. No sirvió de nada que le gritara: ¡DESAPARECE AHORA! y le dio una patada liviana en el estómago; el muchacho estaba inmóvil en el piso de cemento. Por un instante el guardia tuvo miedo de lo que había hecho. Entonces vio que el cuerpo del muchacho temblaba de frío y se tranquilizó, el chiquillo vivía. Lo levantó en los brazos y lo llevó a través de la cocina. Uno de los cocineros abrió la puerta y el guardia lo dejó en un patio trasero, con la espalda contra una lata de basura.

      Alex oyó cómo la puerta se cerraba detrás suyo.

      Abrió los ojos y no supo donde estaba, pero ya no estaba en la cámara frigorífica. Que estaba en el exterior era claro. ¿Estaba muerto? No, en el cielo no estaba, porque cuando miró alrededor se dio cuenta de que estaba sentado apoyado en una lata de basura maloliente. En el cielo no había latas de basura. No, él había sobrevivido y estaba en algún patio trasero. Encima de él vio el cielo azul. ¿Habría cielo en el cielo? No lo había pensado antes. Pero estaba convencido de que estaba todavía en la tierra y había sobrevivido a la cámara frigorífica.

      Debería de estar enormemente alegre, pero no sentía nada. Los dientes le castañeteaban y las manos se sentían como pedazos de carne congelada, no las podía mover. Pero la luz del sol le caía sobre el cuerpo y de pronto le empezaron a doler las manos y los pies y no pudo evitar llorar de dolor y por todo lo que le había pasado. Entonces recordó los chorizos. Se metió una mano dolorida en el bolsillo, pero los chorizos estaban todavía duros y congelados.

      Cuando por último se pudo enderezar y levantarse, empezó a caminar en dirección al centro pobre y gastado de la ciudad, allí era su casa. Pensaba en una sola cosa: chorizo. Cuando los chorizos se descongelen me los comeré.

      Se sentó en un banco verde en el pequeño parque de La Merced. La barriga le


Скачать книгу