Alex Dogboy. Mónica Zak
la vida juntos, lejos, en los Estados Unidos.
La tía lo mandaba a la escuela. Estaba en tercer año. La maestra lo quería mucho y decía que era muy inteligente. La tía no era mala, no le pegaba, pero de todas maneras él se mantenía a distancia. No se sentía a gusto en esa familia tan grande. El esposo de su tía, su tío, trabajaba en un taller y volvía todas las noches y se sentaba a comer con su mujer y todos sus hijos. Les hablaba y reían juntos. Intentaba integrar a Alex a la conversación, pero Alex casi siempre estaba callado. Se sentaba en una esquina, comía rápidamente y era el primero en levantarse de la mesa.
Porque ésta no era su familia.
Él no quería que ésta fuera su familia. Él tenía una familia propia. Era con ellos con quienes quería estar.
Cada vez que se sentaban a comer pensaba: tienen que venir a buscarme, ahora tienen que venir.
El hijo más pequeño de la tía, Martín, era un año más joven que Alex. Alex sentía un odio profundo por Martín. No quería ir con él a la escuela y trataba siempre de empujarlo o de patearle las piernas cuando jugaban al fútbol. Un día rompió el juguete más bonito de Martín, un carro de bomberos.
Cada día que Alex volvía de la escuela preguntaba esperanzado:
– ¿Ha llamado alguien?
Nunca llamaba nadie, nadie que preguntara por él.
Alex no quería estar en la casa de su tía y trataba de estar lo más posible afuera. Empezó a ir al mercado cerca de la casa, allí vendían frutas y verduras. A veces lo dejaban ayudar, llevaba basura en una carretilla pesada, pelaba cebollas, apilaba naranjas. A veces le pagaban dándole algo de comer, a veces algo de dinero. Cada vez que le daban dinero compraba golosinas o jugaba a las maquinitas. No le contaba nunca a la tía que le habían dado dinero, no pensaba compartir con ella su plata.
Pero cada vez que volvía a la casa de la tía preguntaba:
– ¿Ha llamado alguien?
Un día no aguantó esperar más. Una gran rabia había salido a la superficie, se la quería agarrar con alguien. Quería romper algo, quería ver fuego. ¿Y si le prendía fuego a la casa? Su tía estaba de espaldas a la estufa y revolvía una gran olla con frijoles. Entró al dormitorio de ella y enojado abrió un cajón en donde guardaba fotografías. Buscó allí las que quería encontrar. Eran las dos fotos de su madre. Las habían tomado cuando su madre regresó; en una foto estaba ella sola, frente a una mata de flores, de hibiscos rojos.
En la otra estaba rodeada de todos sus hijos. Él estaba adelante de todos. Había tenido esas fotos en la mano tantas veces que ahora estaban gastadas y un poco sucias. También encontró la foto de pasaporte de su padre. Ni siquiera lo miró. En otro cajón encontró su partida de nacimiento y sus certificados de la escuela.
La tía estaba todavía en la cocina, dándole la espalda. Se llevó una caja de cerillas y se fue al patio. En un rincón encontró unos papeles de periódico con los que hizo una bola. Arriba puso ramitas secas y pasto, tenía suficiente para hacer una fogata. Las llamas tenían mucha fuerza.
Prendió otra cerilla. Primero quemó las fotos de su madre, luego la pequeña foto de su padre, al final quemó su partida de nacimiento y sus notas de la escuela.
Lloraba.
Cuando no había nada más que un pequeño montón de cenizas se enderezó y se fue.
– Adiós, gritó, dirigiéndose a nadie en particular y empezó a correr calle abajo, alejándose de la casa verde de su tía. Mientras corría sintió una gran alegría, una alegría desenfrenada y salvaje. Se distanciaba de la casa verde. Iba a empezar una vida nueva. Cuando dio vuelta a la esquina y tomó el camino que lo llevaría al centro se dio vuelta y gritó:
– ¡Y no volveré más!
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Una buena vida |
Ahora comienza la vida, pensó Alex.
Su amigo el Rata, que vivía en la calle, se lo había sugerido. Era el primer niño de la calle con el que había hablado. Se habían encontrado en el mercado: el Rata, un muchacho delgado y lleno de cicatrices, se le acercó:
– Me pareces conocido. ¿No vives en Pedregal?
– Sí, respondió, expectante.
Tuvo miedo al principio porque había oído que los niños de la calle eran peligrosos y podían de pronto sacar un cuchillo y acuchillarlo a uno.
– Yo también vivía en Pedregal, dijo el Rata. Crecí allí, en la casa de mi abuela. Pero me fui. Me fui a vivir a la calle. Es bonito vivir en la calle. Uno no necesita trabajar, alcanza con pedir limosna. Todos dan dinero, es fácil. Pero lo mejor de todo es que nadie lo manda a uno. Nadie molesta. Nadie dice: "Ahora tienes que ir a la escuela." Nadie dice que hay que lavarse los dientes. Nadie dice ahora es hora de acostarse.
Es una buena vida, dijo el Rata antes de irse y desaparecer entre toda la multitud del mercado.
Era para allí que Alex se iba ahora. A vivir la buena vida en la calle. Estaba excitado y contento. Como no tenía dinero para el autobús fue caminando hasta el centro de la ciudad. Caminaba con pasos largos, moviendo los brazos, silbaba.
Fue una larga caminata.
Cuando por fin llegó a uno de los puentes que atraviesan el río Choluteca supo que había llegado a su destino, estaba en el centro ahora, era allí que iba a vivir su nueva vida. Pero la larga caminata lo había cansado mucho, la camisa estaba pegada en la espalda, le dolían los pies y tenía mucha sed. También tenía hambre y se arrepentía de no haber comido nada en casa de la tía antes de salir para empezar su vida de niño de la calle.
La sed era lo peor. La boca estaba tan seca que tenía dificultades para tragar. Se preguntó ¿dónde tomarían agua los niños de la calle? ¿Dónde estaba el agua? En casa de la tía bastaba con abrir un chorro. Sí, el río, por supuesto. Se detuvo en la mitad del puente, se apoyó en la baranda y miró para abajo, para el río Choluteca.
Agua marrón oscura, olor pegajoso, basura maloliente en las orillas. Su mirada se detuvo en el cadáver hinchado de un perro que iba lentamente por debajo suyo. El mal olor y el perro muerto lo hicieron irse rápidamente. Se dio cuenta de que lo mejor era no beber el agua del río, pero ¿cómo apagaría su sed? ¿Había chorros en las calles? ¿Cómo hacían los niños que vivían en la calle?
No veía ningún chorro.
Alex entró en la enorme aglomeración que constituía centro de la ciudad. Autos sonando la bocina, amontonamiento en las aceras, vendedores gritando lo que vendían; todo lo inquietaba y lo confundía. La sensación de confianza lo estaba abandonando. La angustia lo envolvió como un pulpo de brazos largos. ¿Cómo se las iba a arreglar?
Afuera de un restaurante vio a unos niños sentados con la espalda recostada a la pared; de que eran niños de la calle no cabía ninguna duda. Se veía en la ropa que les quedaba demasiado grande y en las bolsitas con pegamento que rítmicamente se llevaban a la boca y a la nariz. Cuando vio que el Rata no estaba entre ellos caminó para el otro lado de la acera. Los niños estos lo asustaban, sin embargo, sabía que tenía que tomar contacto con ellos. De alguna manera se convertiría en uno de ellos.
Una buena vida, había dicho el Rata. Es fácil pedir limosna, todos dan, le había dicho.
Pero ¿cómo se hacía para pedir?
Llegó al Parque Central y vio las altas torres de la catedral gris. En la escalera de la iglesia vio unos mendigos acurrucados, no eran niños, sino ancianos, con ropas andrajosas y sin zapatos. Los miró un rato. Ninguno de ellos decía nada, pero extendían la mano como una garra hacia todos los que subían por los escalones que llevaban a la iglesia. Alex vio que eso funcionaba, de vez en cuando a alguno de los ancianos le daban