Alex Dogboy. Mónica Zak

Alex Dogboy - Mónica Zak


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mamá que se fue con sus cuatro hermanos y lo dejó, papá que se fue a Houston sin siquiera despedirse. Ya no existían. Habían desaparecido. Ahora vivía en una gran casa con jardín, se bañaba en una bañera llena de agua caliente y se secó luego con una toalla tan suave que era como secarse con una nube.

      Cuando todos los niños se habían bañado con agua caliente fueron al comedor. Allí había una mesa servida con seis platos y la cocinera, que se llamaba Lupe, entró con pollo asado, ensaladas, arroz y botellas de a litro de Coca–Cola.

      Los niños se miraron entre ellos.

      – El paraíso, dijo el Rata y se rió. Yo que creía que estaba en el cielo, ahora sé que estaba equivocado, está aquí en la tierra.

      Les sirvieron helados de chocolate y rodajas de mango fresco de postre.

      George se levantó de la mesa y dijo:

      – Quédense sentados. Voy a hacer unas llamadas.

      Tan pronto como George dejó el cuarto entró la cocinera Lupe. Era una mujer gorda, todo en ella era abundante y expansivo y amistoso de alguna manera. Pero el rostro estaba serio. Se inclinó y empezó a decirle algo en el oído a el Rata, pero justo en ese momento George regresó y la cocinera se enderezó y empezó a levantar la mesa.

      El extraño llevó a Alex a su cuarto, abrió la cama y sacó la colcha. Le alborotó el pelo y le dio un rápido abrazo antes de irse del cuarto. Alex durmió rodeado de los animales de peluche, sonreía todavía cuando se durmió.

illustration Cinco niños vendidos

      Alex se despertó descansado, había dormido toda la noche de largo, sin despertarse una sola vez. En el desayuno George dijo que iban a ir al centro, de compras.

      – Ustedes necesitan ropa nueva, dijo. ¿Quieren ropa nueva?

      – Sí, claro, respondieron los muchachos a coro.

      Alex fue el que habló más durante el desayuno, los demás estaban callados y nerviosos. El extranjero les había sacado las bolsitas con pegamento ayer por la noche y ahora empezaban a sentir la abstinencia. Les era difícil estar sentados quietos, movían los pies y golpeaban el mantel blanco con los dedos. Pero la perspectiva de recibir ropa nueva los tranquilizaba un poco.

      En medio del abundante desayuno, que se componía de un gran surtido de quesos frescos, plátanos fritos, tocino, frijoles, huevos, pan recién horneado, jugo de naranjas y platos con granola y leche, George se levantó y dijo que tenía que hacer unas llamadas. Tan pronto como se fue entró la cocinera, Lupe, y les habló.

      – Se tienen que ir, les dijo. ¿Entienden? Han venido a la casa de un hombre malo. Se los lleva al extranjero. Escápense cuando los lleve al centro a comprar ropa.

      El Rata se rió, una risa cruda y sorda. Los otros también se rieron. ¿Estaba loca o qué? El Rata, los otros muchachos y Alex la miraban con lástima. ¿De qué hablaba? Por fin tenían una casa, George les había dicho eso. Esta es su nueva casa, les había dicho ayer por la noche. Me voy a hacer cargo de ustedes. ¿Podía ser mejor?

      Se subieron al auto de George, un Grand Cherokee de color gris acero. Hizo sentar a Alex, el más joven de todos, en el asiento más próximo a él. El auto, grande y pesado, se deslizó montaña abajo, ahora veían la ciudad a la luz del día, ninguno de ellos había creído que la ciudad era tan grande. Esta parte de la ciudad era desconocida para ellos. Cuando llegaron al centro George condujo por una calle larga y ancha.

      – Boulevard Morazán, les dijo. ¿Han estado aquí antes?

      Ninguno de ellos había estado allí. Este lugar no les era familiar. Bancos en palacios de vidrio, negocios iluminados y una calle tan ancha que los automóviles se podían estacionar cómodamente. Hasta los autos les eran desconocidos. Largas filas de autos brillantes y nuevos, con esmalte que brillaba al sol. Muchos eran jeeps con ruedas anchas. Alex vio que la mayoría de los autos que estaban aparcados en el boulevard Morazán tenían las ventanas polarizadas, pero no le dio gran importancia.

      George estacionó su pesado auto en un aparcamiento afuera del Centro Comercial Castaño.

      – Vengan conmigo.

      – Alex lo acompañó sin pensar dos veces, él era nuevo como niño de la calle y no sabía que éste era un centro comercial y que los centros comerciales eran territorio absolutamente prohibido para los niños de la calle. Pero oyó que los otros niños decían palabrotas cuando George los hizo subir por una escalera de mármol por la que se entraba en la galería. No habían hecho más que entrar cuando un guardia se les acercó con el garrote en la mano. Alex se quedó mudo de espanto. Por un instante pensó que el guardia había venido para buscarlo. El miedo lo hizo temblar y transpirar al mismo tiempo. Los otros chicos también se quedaron rígidos y volvieron la cabeza para que el guardia no les viera los rostros. Cuando el guardia pasó al lado de ellos George pasó un brazo protectoramente por el cuello de Alex; Alex pensó que no tenía porqué tener miedo. Estaba allí con George, su benefactor, un extranjero rico, no tenía por qué tener miedo.

      Pasaron por al lado de tiendas que vendían sombreros para damas, negocios con muebles en blanco y dorado, tiendas con joyas relucientes y una tienda entera que vendía flores artificiales. George mantenía un brazo alrededor de los hombros de Alex, que estaba muy a gusto y que pretendía que iba con su papá. Él ha regresado de Houston para verme y ahora me va a llevar a una tienda para comprarme ropa nueva.

      George los hizo entrar en un lugar en donde vendían ropa, pero era como si quisiera que la visita fuera lo más corta posible. Los empujó adentro de los probadores, luego de que eligieron pantalones vaqueros, y camisetas, gorra y zapatos, podían elegir su marca predilecta y Alex dijo que quería Nike.

      George entró a los probadores con los brazos llenos de ropa. Cuando se habían probado y elegido lo que querían puso su ropa vieja en una bolsa de plástico que se llevó.

      Cuando los chicos salieron de los probadores y se miraron empezaron a reírse. Se los veía tan distintos con las ropas nuevas. Al salir de la tienda sentían que casi eran de allí. No podían evitar el mirarse en todos los espejos y escaparates que encontraban. Ahora sentían que ya no tenían razón para tener miedo alguno y registraban todo lo que veían en ese entorno que no les era familiar. Vieron los bares, la música suave que salía por los altoparlantes invisibles y se dieron cuenta que el ritmo de la gente aquí era distinto que el de sus barrios. Su centro era el centro de los pobres, con aglomeraciones y apuro. Aquí toda la gente se movía lentamente y estaba bien vestida, nadie se empujaba como la gente de su mundo.

      – Pensé que podíamos comprar una pelota de fútbol también, dijo George. ¿O quieren jugar al básquet? Tengo pelotas en casa, pero están un poco gastadas. ¿Qué prefieren?

      – Fútbol, dijeron todos los muchachos a la vez, el fútbol era su pasión.

      George se adelantó y entró en una tienda gigantesca que dejó a los niños mudos. En una estantería que corría a lo largo de la pared y que era tan alta que llegaba al techo había pelotas de fútbol. Otra pared estaba llena de estantes con zapatos para jugar al fútbol. En el medio de la tienda había camisetas deportivas.

      George tomó una pelota de fútbol y se las mostró.

      – ¿Está bien ésta?

      Los chicos asintieron con la cabeza, estaban todavía asombrados de su enorme suerte.

      George sabía que a los niños de la calle había que tentarlos con algo para conservarlos. Por eso les dijo:

      – La próxima vez que vengamos al centro les voy a comprar zapatos de fútbol de verdad. Y camisetas deportivas. Aquí hay muchas para elegir. ¿Cuál quieren?

      Y señaló hacia la estantería en donde estaban las camisetas deportivas, que tenían los nombres de todos los clubes, desde Manchester United


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