Una vida de mentiras. Charo Vela

Una vida de mentiras - Charo Vela


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La invitó a sentarse en el coche y en silencio la llevó al hospital. Tras hablar con los médicos la dejaron pasar a verlo.

      Carolina quiso morirse allí mismo. La llevaron frente a un cristal y… ante ella estaba su Emilio inconsciente, lleno de botes y máquinas a su alrededor. Tuvo que agarrarse fuerte, pues el temblor que la invadió hizo flaquear sus piernas. Estaba herido y muy magullado, pero sin duda alguna era él. ¿Qué había ido a hacer a Cádiz con el coche? ¿Y por qué la había engañado? ¿Por qué se lo había ocultado? El llanto ya no cesaba. Tenía el corazón encogido y su cuerpo había perdido las fuerzas.

      El médico le informó de que su marido se estaba debatiendo entre la vida y la muerte. Las cuarenta y ocho horas siguientes eran decisivas. Tenía un traumatismo craneoencefálico, hemorragias internas, múltiples contracturas y huesos rotos, además de varios órganos dañados, debido a la gravedad del impacto. Lo habían operado de tres costillas rotas y habían intentado parar la hemorragia interna. También le habían escayolado el brazo izquierdo. Estaba en coma; no sabían cuándo podría despertar. Por el momento no era aconsejable operarlo de nada más, pues eran muchos los daños interiores y estaba muy débil.

      Al salir de verlo se sentó en la sala de espera. Permaneció en silencio y con los ojos anegados en lágrimas. No podía parar de llorar y de su garganta no salían las palabras. El teniente se acercó al verla tan sola y triste. Tras intentar consolarla, le entregó una bolsa con todas las pertenencias de su marido y le informó de que el coche había quedado destrozado. Como fue en plena noche infernal, poco pudieron sacar de él. De todas formas, el automóvil pasaba a disposición de la Guardia Civil para un examen pericial. Él sabía que para ella había sido una gran impresión, pues había confiado ciegamente en su marido y este, por algún motivo, le había mentido. Le aconsejó que llamase a algún familiar para que le hiciese compañía. «Al menos, si llega el fatal desenlace, que no le coja sola», pensó. Antes de marcharse volvió a recordarle que si necesitaba algo no dudase en llamarlo. Tras esto se despidió.

      Carolina siguió sentada en la sala de espera de la UCI con la única compañía de su pequeña maleta marrón. Desde ese instante ya el llanto no la abandonó. ¡Qué pena de su marido! Estaba destrozado. Se sentía abrumada, no lograba comprender qué motivo tendría para haberla engañado. Emilio siempre se portó bien con ella y nunca le mintió. Tenía que haber una explicación razonable. Ese hombre era el amor de su vida y el padre de sus hijos. En esos tristes momentos su corazón lo añoraba, su alma estaba triste y sus ojos lo lloraban sin consuelo.

      Sin darse apenas cuenta empezó a rezar por él. Más tarde buscó entre las cosas que le había entregado el guardia por si encontraba algo que le aclarase sus dudas. Allí estaba su cartera, donde había trescientos euros y una tarjeta Visa Oro que nunca había visto. También algunas monedas sueltas, un juego de varias llaves que no conocía y su chaqueta. Miró en los bolsillos y no encontró nada, excepto algunos tiques y recibos.

      A media tarde llamó a sus padres, a su hermano y a sus amigas. Les confirmó que, efectivamente, era su marido quien estaba en la UCI y con pronóstico muy grave. Su hermano le informó de que al día siguiente viajaría a Cádiz para acompañarla, cosa que alegró a Carolina, que se encontraba muy sola en aquella inhóspita sala. También llamó a la familia de Emilio, que vivía en Valencia. Sus padres le aseguraron que saldrían para Cádiz al amanecer del día siguiente.

      Las horas se hacían eternas temiendo el triste desenlace. Intentó distraer su mente recordando cómo se conocieron años atrás. Llevaban ya quince años juntos. Entrecerró los ojos y comenzó a recordar…

      Quince años antes

      «La memoria es un arma de doble filo, pues se encarga de recordarte lo bueno y lo malo vivido. Y justo por eso es un elemento necesario y vital, aunque a veces doloroso».

      Carolina estaba cursando la carrera de Magisterio; solo le quedaban dos cursos. Acababa de cumplir los veintiún años. Era una chica guapa, con buen cuerpo y una larga melena rubia y rizada, ojos marrones claros y labios carnosos; alta, delgada, inteligente y formal; de carácter alegre, aunque tímida y reservada. Siempre andaban revoloteando chicos a su alrededor en busca de una cita con ella. Había tonteado con un par de chicos, pero ninguno que la enamorase locamente ni con el que decidiese perder la virginidad. Su prioridad era sacarse la carrera; ya tendría tiempo de encontrar al príncipe de sus sueños. Era romántica y soñadora.

      Carolina tiene un hermano mellizo, Lucas. Este es totalmente distinto en el carácter; no obstante, se complementan muy bien. Lucas es alegre, dinámico y deportista. Él siempre le confía a su hermana: «Carolina, tú en el útero cogiste la sensatez y yo la poca vergüenza. Tú la formalidad y yo el desenfreno. Por eso somos el yin y el yang y por eso te quiero con locura». Carolina se reía, no podía hacer otra cosa. Su hermano era cariñoso y trabajador y le gustaba disfrutar de la vida a tope. No había querido estudiar. Había seguido los pasos de su progenitor y trabajaba en el taller de mecánica que su padre tenía. Ella lo adoraba y protegía. Parecía que fuese su hermana mayor, cuando solo los separaban veinte minutos de vida.

      Carolina acudía cada mañana a la cafetería de la facultad a desayunar. Le gustaba tomarse un café caliente y bien cargado que la mantuviese despierta en las clases y una tostada con aceite de oliva y jamón york. Siempre la atendía un chico, Emilio, con una sonrisa y alguna frase graciosa que la hacía reír. Era mayor que ella, tenía veintiséis años. Era moreno, de complexión fuerte y pelo corto. Le gustaban los tatuajes; tenía un par de ellos en los brazos. Él se sentía atraído por Carolina y cada día intentaba atenderla. Le gustaba verla sonreír. Observaba como algunos de sus compañeros de clase se ofrecían a invitarla y querían acomodarse a su lado. Carolina, con sutileza, los esquivaba y se sentaba con sus compañeras o simplemente sola.

      Un día, Emilio observó desde la barra que un chico se le estaba poniendo pesado y no la dejaba comer. Notó la cara de disgusto de la chica y decidió espantarle a los babosos que la atosigaban y que iban en busca de una cita con ella. Se acercó a la mesa donde se hallaban y le manifestó al joven con gesto serio:

      —Oye, perdona, ¿te importaría dejar a mi novia desayunar tranquila?— Carolina lo miró asombrada.

      —Disculpa, tío. No sabía que eras su novio. Ya me marcho —contestó sorprendido a Emilio el chico que la molestaba.

      —Ja, ja, ja. Fíjate, ni yo misma sabía que tenía novio —confesó ella cuando el chico se fue con rapidez. Los dos terminaron riendo y él aprovechó para estar un rato a su lado. Carolina le agradeció haberla librado de los moscones y poder desayunar en paz.

      La noticia se extendió por la facultad y como Emilio era mayor dejaron de molestarla. Una tarde, cuando ella terminó las clases, Emilio la estaba esperando en la puerta. Le preguntó si podía acompañarla hasta la parada del metro y ella accedió. Así los que los veían juntos podían corroborar que la noticia era cierta y la dejaban tranquila. Carolina no tenía tiempo para perder ni ganas de ligues ni rollos, solo de terminar la carrera. Pero en el corazón no manda la razón y poco a poco, entre paseos y bromas, él la fue conquistando y a los dos meses eran novios de verdad. Emilio tenía mucha labia, era simpático y la hacía reír con facilidad. Sin darse cuenta se fue enamorando. Emilio se sentía afortunado de tener de novia a la chica más guapa de toda la facultad.

      Emilio era valenciano. Llevaba dos años trabajando en Madrid. Vivía en un piso de alquiler con dos chicos más. Una tarde, cuando estaban besándose muy acaramelados en un parque, él la invitó a acompañarlo a su piso.

      —Emilio, mi amor, todavía no estoy preparada —le explicó al verlo tan excitado y queriendo más de ella—. Eres mi primera relación seria y aún estamos conociéndonos.

      —Yo te entiendo, cariño, pero ya somos adultos. Tú me gustas bastante y te deseo con locura. Haría lo que me pidieses por hacerte mía.

      —Dame tiempo. Solo hace tres meses que nos conocemos. Yo te quiero, tú lo sabes. Debes tener un poco de paciencia.

      Emilio se conformó y le dio tiempo, no le quedaba otra. La mimaba


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