Una vida de mentiras. Charo Vela

Una vida de mentiras - Charo Vela


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estaba muy excitada y, para sorpresa de él, le pidió que la llevase a su piso. Había decidido entregarse a su novio. Comprendió que lo amaba y decidió perder la virginidad con el chico que había conquistado su corazón.

      Ya en su habitación, Emilio la tendió en su cama. Carolina temblaba, nerviosa pero segura del paso que iba a dar. Él, con dulzura, comenzó a besarla y con suaves caricias transitó por todo su cuerpo hasta hacerla vibrar de placer. Saboreó sus pechos como un sabroso manjar, lo que arrancó algún quejido a Carolina. Sus manos navegaron por sus curvas, adentrándose en un mar de deseos que la volvían loca. Sus dedos jugaron con sus partes prohibidas, haciéndola estallar de gozo. Luego, con tranquilidad y a sabiendas de que estaba preparada, la penetró con suavidad. Sabía que iba a ser doloroso para ella, si bien él fue con calma y tras unos minutos su cuerpo se adaptó a su virilidad y gozaron hasta llegar al orgasmo, quedando satisfechos y agotados. Fue el primero de muchos encuentros sexuales.

      El noviazgo duró tres años, que para ella fueron maravillosos. Decidieron contraer matrimonio y formar una familia. Buscaron un piso de alquiler y a principios de octubre de 1990 se casaron por el juzgado. Emilio no era muy católico y Carolina respetó sus deseos. Los padres de Carolina le cogieron mucho cariño a su yerno, lo trataban como un hijo más, y para Lucas era su hermano mayor. Al poco tiempo de estar casados decidieron ser padres. Al año de la boda nació su hijo Iván. Dos años más tarde Carolina se presentó a unas oposiciones y consiguió una plaza de profesora en un colegio privado. Así que con veinticinco años estaba felizmente casada con un hombre adorable, era madre de un niño precioso y trabajaba en lo que le gustaba. Se sentía una mujer muy afortunada y viviendo los mejores años de su vida.

      Pasaron los años y Emilio seguía trabajando en la cafetería de la facultad. No ganaba mucho y tenía una familia que mantener y unos gastos que afrontar. Al poco tiempo Carolina se quedó embarazada de Nerea. Iban a ser cuatro de familia. En esa época le ofrecieron a Emilio trabajar como camionero. Debía transportar mercancía de una importante marca de ropa textil por toda España. Dejó la cafetería, pues con el camión ganaba casi el doble, aunque también pasaba muchos días fuera. Como los dos trabajaban se compraron un piso más grande, de tres dormitorios. Dos años después Emilio se compró un camión. Siendo de su propiedad ganaba casi el doble de sueldo. No obstante, cuantas más deudas se echaban más debía trabajar y menos tiempo pasaba en casa. Eran una familia bien avenida que vivía cómodamente, aunque se veían poco.

      En los últimos años Emilio trabajaba mucho. La empresa para la que transportaba la ropa estaba en pleno auge y el trabajo era incesante. Estos últimos años Carolina lo notaba cansado, más delgado, malhumorado e inquieto. Era el alto precio que tenían que pagar para que no les faltase de nada y los niños estudiasen en colegios privados.

      —Emilio, trabajas demasiado. Deberías dejar el camión y buscarte algo por aquí cerca. Así podrías dormir en casa cada noche.

      —Carolina, no puedo dejarlo ahora o perdería toda la antigüedad en la empresa. A mi edad tampoco es fácil encontrar un trabajo.

      —Es que te pasas muchos días fuera y te noto agotado. Los niños apenas te ven y yo no me acostumbro a dormir sin ti —le sugirió Carolina en varias ocasiones.

      —Es solo una etapa más complicada. Pagan poco y hay que trabajar muchas horas. De esta manera tengo la tranquilidad de que no os falta de nada. Ten paciencia, verás como dentro de poco todo cambia.

      En otra ocasión Carolina se preocupó al verlo después de varios días.

      —Emilio, has perdido peso y te noto tenso. Deberías cogerte unos días y descansar. Yo también estoy cansada de estar siempre sola.

      —¡No seas más pesada! ¡Eres insoportable cuando te pones así! Te he dicho que estoy bien y me gusta mi trabajo. ¡Entérate de una vez de que no lo voy a dejar! Para dos días que vengo no me agobies con monsergas. ¿¡Te digo yo algo del tuyo!? No. Pues déjame tranquilo —le gritaba enfadado y con genio—. Tengamos el día en paz. Lo único que vas a conseguir es que me vaya antes.

      Carolina le insistía, pero él no cejaba en su empeño. No entendía el mal humor de su marido, pues siempre le aconsejaba por su bien. Al ver como se alteraba, se limitó a callar. De esta manera, la monotonía siguió instalada en sus vidas. Ella se ponía contenta cuando venía, lo mimaba, le hacía sus comidas preferidas, lo seducía y disfrutaba del poco tiempo que pasaban juntos. Algunas noches la llamaba desde la ciudad en la que estuviese y hablaban antes de que ella se acostase. Conversaban de los niños, de la rutina diaria y él le contaba los detalles de sus viajes y de las ciudades que visitaba. Al final se acostumbraron a ese ritmo de vida.

      —Emilio, trabajas muchas horas y te pagan poco. Te pasas fuera muchos días. Te echamos de menos —le manifestaba Carolina de nuevo meses después, intentando convencerlo de que dejase la carretera—. Cada vez te vemos menos.

      —¿Otra vez con lo mismo? Siempre con la misma canción —le respondía con acritud—. Tú lo has tenido muy fácil. Has tenido la ventura de encontrar trabajo aquí al lado. No todo el mundo tiene tu suerte.

      Tras estas disputas Carolina decidió evitar discutir cuando él venía, pues con lo poco que estaba en casa no era plan de estar enfadados. Debido a tanto trabajo y a descansar poco, su carácter bonachón estaba cambiando. Se alteraba fácilmente, gritaba y se estaba volviendo muy reservado. Incluso cuando hacían el amor lo notaba distante y frío.

      El tiempo fue pasando y los niños, creciendo. Claro que últimamente Carolina los estaba criando sola. Sin embargo, ella seguía enamorada de su marido y le apenaba que siempre estuviese luchando en esas carreteras. Cuando Emilio venía los agasajaba. Traía regalos para ella y los niños, pasaba un par de días con ellos y volvía a irse una semana o más días, dependiendo de dónde recogía y entregaba la mercancía. En verano cogía unos días de vacaciones y se iban a Valencia a la playa y a visitar a la familia de él.

      Carolina en el colegio era feliz. Impartía tercero y cuarto de primaria. Le encantaba enseñar y ver la cara de los alumnos cuando aprendían a multiplicar, a dividir o algo nuevo. Ellos la respetaban y le tenían cariño, pues era amable y paciente con aquellos a los que les costaba más aprender. Con Maribel, otra profesora de primaria, había congeniado desde el principio. Eran buenas amigas y confidentes. Cierto era que Carolina entre el trabajo, los niños y los quehaceres salía poco. Solo tenía amistad con ella y con su vecina Fátima, a la que conocía desde hacía varios años. Exactamente, desde que se fue a vivir al piso que compraron.

      Los fines de semana que no estaba Emilio y si el tiempo lo permitía iba al parque con los niños o al cine. Después tomaban alguna pizza o hamburguesa antes de volver a casa. Casi siempre la acompañaban Fátima y Maribel. Cuando Emilio estaba en casa iban de compras, a cenar o salían a pasear por el centro de Madrid, si bien en los últimos meses venía muy cansado y no le apetecía salir.

      En el colegio donde Carolina impartía las clases, cada año, a mediados de junio, los alumnos mayores viajaban a Italia. Los acompañaban tres profesores, que iban rotando cada año. En Milán tenían un colegio de la misma compañía y hacían intercambio para conocer el idioma y la ciudad. Carolina no había acudido antes por tener a sus hijos pequeños, pero este año tendría que ir sin falta, pues le tocaba. Se lo comentó a su marido y este la animó: «Tómatelo como unas vacaciones y disfruta del viaje». Ese mes Carolina cumpliría treinta y tres años y la verdad era que apenas salía a ningún lado. Se le habían pasado los años volando casi sin darse cuenta. No obstante, aunque fuese con sus alumnos, la idea de ver mundo le fascinaba. Dejó a sus hijos con sus padres y se marchó ocho días a Milán junto con su compañera Maribel, Alfredo, otro profesor, y treinta alumnos deseosos de conocer Italia.

      Cuando llegaron al aeropuerto de Milán les esperaban un autobús y un maestro del colegio de allí. Piero, un profesor de Educación Física, iba a ser el guía para los días que estuviesen en la ciudad. Era un joven de veinticinco años, alto, guapo, rubio, con el pelo largo y recogido en una coleta. Era simpático y musculoso. Hablaba un español mezclado con los matices del acento italiano, pero que era entendible perfectamente. Se le notaba que le gustaban los niños y se mostró dispuesto a enseñarles


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