Missak. Didier Daeninckx
no conozco su nombre...
–Willy Ronis. Haga como si yo no estuviera aquí.
Louis Dragère tomó la dirección de las operaciones, pidiendo a todos los jóvenes reunidos en torno a la mesa que se presentaran. Anotaba incluso el menor detalle en su libreta, los apellidos y los sobrenombres, las direcciones de sus trabajos, las calificaciones, las señas distintivas. Yves Maingam, fletero en Guillaumet; Serge Crescente, llamado Tic-Tac, aprendiz de relojero (con pecas); Victor Rombaut, llamado Gavroche, pintor de construcción; Jacques Richard, llamado Haut et Bas, eléctrico en Roux y Combaluzier (bigote delgado al estilo de Errol Flynn); Léon Herment, alias 40 de fièvre, aprendiz de matarife en la Villette...
Un cuarto de hora más tarde era como si el periodista hiciera parte de la pandilla desde su creación. Ya no era necesario hacer la menor pregunta, una confianza llevaba a otra, y cuando el silencio amenazaba, las risas servían de transición.
–¿Se reúnen a menudo en esta guarida?
–Dos veces...
–¿Dos veces? Dos veces al mes, dos veces a la semana....
–Dos veces a la semana, pero si dependiera de nosotros sería dos veces al día. Pareciera que sólo aquí se vive realmente.
–¿Y qué quiere decir eso, «vivir realmente»?
Las miradas se dirigieron hacia un extremo de la mesa desde donde presidía Malewski. Willy se subió a un banco para ponerlo en el centro de la escena, aunque sabía, tirando el flash, que la luz, demasiado violenta, quitaría todo misterio a su toma.
–Vivo a cien metros de aquí, donde mis viejos, en una casucha que fue derribada por los bombardeos, hace ya once años. La casa es inestable. ¡Sólo el propietario no se mueve! Además, estamos sobre arcilla como gran parte de Belleville... Apenas empieza a llover pareciera que vivimos en un acuario. Solo me siento bien aquí, con los amigos.
Louis Dragère dio vuelta a la página de su libreta, por su espiral.
–Todos ustedes tienen entre 16 y 19 años... Leen los diarios, escuchan la radio, miran las noticias Pathé en el cine...
Haut et Bas dejó de alisarse su bigote para hablar.
–Sí, no somos cavernícolas. ¿Por qué nos preguntas eso?
–Esta mañana anunciaban combates en los montes Aurés, en Argelia. ¿No tienen miedo de que les pidan que vayan?
–No. Los argelinos seguramente están hartos de que estemos instalados donde ellos hace rato, pero no le hacen el peso al ejército. En seis meses no se va a hablar más de eso.
Un corte de corriente sumergió la guarida en una oscuridad total. A lo largo de los segundos que siguieron, la noche fue penetrada por la luz inestable de una decena de fósforos que encendieron el mismo número de velas, dándole a la junta la apariencia de un cuadro flamenco. Los destellos cambiantes esculpían los perfiles, cavaban órbitas, afiebraban las miradas, daban gravedad a los movimientos, solemnidad a la menor pose. Willy se había adaptado inmediatamente a la situación, su índice no dejaba de apretar el chispero de la Leica para captar eso que parecía ahora, gracias a una pana de electricidad, una reunión de conspiradores.
Se fueron apenas se restableció la luz, aprovechando el mismo tragaluz que daba sobre el patio. La moto se hizo camino entre los clientes frecuentes del cine, que estaban saliendo en ese momento, y se dirigió hacia la plaza de la République. Algunos copos bailaban en el haz de la luz delantera antes de ser aspirados por la velocidad. Después de haber atravesado el cruce, Willy giró levemente la cabeza hacia atrás gritando:
–Si quieres te puedo dejar en tu casa...
Dragère se apegó a la espalda del fotógrafo.
–No, prefiero volver al periódico. Voy a estar más cómodo para escribir mi artículo. Déjame en los Boulevards, voy a caminar un poco.
Se separaron en el ángulo de la calle Montmartre. Dragère vio la moto alejarse, después se subió el cuello de su cazadora y se puso a caminar hacia Les Halles. Desistió de entrar a los restaurantes frecuentados por los periodistas para instalarse en el Café Español, ante una paella que tragó releyendo las notas tomadas en la guarida de Belleville. Era casi medianoche cuando se acercó a la sede de L’Humanité, un edificio Art déco de cuatro niveles en forma de transatlántico que había alojado a un diario colaboracionista durante la guerra. Se decía que los arquitectos se habían inspirado en la silueta del Normandie para hacer las crujías y la popa. Dragère subió al segundo piso, se instaló en un escritorio adornado cuyo ventanal daba hacia la circulación del bulevard. Deslizó una hoja de papel calibrada entre los rodillos de una máquina de escribir y golpeó las letras con la sola ayuda de sus índices el título de su artículo: «Los Fauch’man son otra cosa». Lo miró durante un largo tiempo antes de decidir atacar el primer párrafo. Era parte de esos periodistas que necesitan concentrarse en el agarre, que lleva en sí toda la lógica de la crónica. Bastaba con que las falanges se apoyaran sobre las teclas para que el pensamiento tomara forma.
Durante toda esta semana, vamos a seguir a las pandillas que uno encuentra en París como en toda su periferia. La elección es amplia: están los Cols Roulés, los Rôdeurs des Courtilières, la tropa de Butte à Coco, los del 140, los Rebelles des Poissoniers... Algunas cuentan con cinco o seis miembros, generalmente una treintena. ¡La más provista agrupa hasta doscientas personas! Escuchándolos, entendí que no les gustaban los patrones ni los que dan lecciones. En su sistema de valores, los nervios a menudo tienen prioridad sobre la discusión. Los más viejos tienen 20 años, ¡y si uno no es rebelde a esa edad es que los años pesaron el doble o el triple!
Dos horas más tarde, la primera entrega de la serie estaba lista. Se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón del tercer subsuelo. Los operadores ventilaban cerros de L’Humanité* con la tinta aún fresca en los casilleros de los distintos revendedores, antes de que otro empleado los atara y los echara en la parte de atrás de una camioneta. Recogió un ejemplar demasiado arrugado para ser puesto a la venta. El hangar estaba silencioso. Los rotadores sacaban los cilindros de las formas del diario comunista para montar, en su lugar, aquellas de la primera edición de Le Figaro**, cuya impresión equilibraba las cuentas de la empresa de la prensa. Un marginador que había terminado de sostener una bobina de papel le ofreció un café. Se lo tomó hojeando el diario. El frío persistente, así como las subidas del Sena, del Marne, peleaban en primera página con la campaña emprendida contra la reconstitución y rearmamento de la Wehrmacht. Su única contribución a la edición del día consistía en una breve nota de un despacho de una agencia:
Goliath, 62 toneladas, evita la guardería. El circo dueño de la ballena Goliath, su principal atracción, no tenía el permiso para circular con el mamífero. Resultado, doce horas de custodia, tiempo para encontrar un acuerdo.
* L' Humanité, diario del Partido Comunista Francés (N. del E.).
** Le Figaro, diario de derecha francés (N. del E.).
Capítulo 2
Louis Dragère subió al hall por las escaleras. Como cada noche, una decena de militantes enviados por la Federación del Sena del Partido Comunista hacían guardia para oponerse a un eventual ataque a los locales del diario. El agresor podía tener muchas caras: un grupo de facciosos, un movimiento gaullista o el brazo armado del poder. Cada distrito parisino, cada ciudad del departamento enviaba su destacamento por turnos. Las industrias de la región alimentaban igualmente a los contingentes, Panhard y Renault, La Bakélite y Malicet, cuando no era Snecma, Gévelot o Hispano-Suiza. Al principio, los obreros que regalaban una noche a la causa eran recibidos por los directores, los jefes de rúbrica. Después, a lo largo de los años, su presencia se había banalizado. Se habían vuelto tan invisibles como los guillotinadores, los que llevaban la tinta o las mujeres del aseo. Dragère era uno de los pocos periodistas que los iba a visitar al antiguo guardarropas transformado