Missak. Didier Daeninckx
sin fin de nuevos medios de atacar la propiedad, forzó la invención de nuevos medios de defensa, y sus efectos productivos son tan grandes como aquellos de las huelgas con respecto a la invención de las máquinas industriales».
En realidad, si bien la idea de una inmersión en los grupos de jóvenes venía de Dragère, la luz verde la había dado su jefe. Esperó varios minutos ante la puerta cerrada del ascensor, mirando de vez en cuando la señal luminosa, que se mantenía bloqueada en el número 2. Terminó por abandonar la máquina para volver a dejar su confianza en las escaleras. Vastard estaba en el teléfono tomando nota de lo que le decían desde la otra línea. Esbozó una sonrisa de bienvenida, le hizo un gesto para que se sentara. Escribió una decena de líneas y luego cortó dejando caer el peso de su mano sobre la baquelita.
–Una llamada de Casablanca... Acaban de fusilar a seis patriotas marroquíes en la penitenciaría de Adir, cerca de Mazagan... Condenados por intrigas independentistas por el tribunal permanente de las fuerzas armadas. ¡Querrían prenderle fuego a toda África del Norte! ¡Con ella no actuarían de otra manera! Te noto cansado...
–Un poco... Estuve hablando hasta tarde con los chicos del servicio del orden...
Dragère había visto, al sentarse, su trabajo sobre los Fauch’man cerca de la máquina de escribir, pero después de lo que acababa de escuchar, el pudor le impedía preguntarle a Vastard lo que pensaba de él. Fue el último el que abordó la cuestión.
–Leí el primer artículo de la serie, y el primer artículo a propósito de tu expedición a Belleville, con Ronis. Muy buen material. Después de tres líneas uno ya hace parte del equipo, baja la escalera, enciende las velas. Solo una observación: habría que ver si, en todo lo que escuchaste, no había una alusión más marcada a la política del Partido en lo que concierne a la dirección de la juventud... No es necesario que sea largo. Una frase o dos. Piensa en ello, pero no es por eso que quería verte... Me pregunto qué quieren de ti...
–No estoy en nada más. ¿De quién hablas?
Vastard se tiró contra el respaldo de su sillón y se estiró bostezando.
–Recibí una llamada de André Vieuguet, el secretario de Duclos. En persona. Necesitan reunirse contigo. Tendrías que presentarte esta tarde en la sede del Comité Central, a las cuatro en punto...
–¿El Comité Central? ¿De qué se trata todo esto? Deben haberse equivocado de persona. ¿Estás seguro de que se trataba de mí?
–Hay solo un Louis Dragère en redacción, hasta donde sé... No puedo decirte más sobre eso. Intenté obtener precisiones, pero no soltó ni la más mínima información. Es tan difícil como intentar abrir una ostra con la mano.
El joven periodista mató el tiempo que lo separaba de su reunión paseando por el barrio. Pasó el tiempo despedazando unas castañas asadas, ante todos los espectáculos que le ofrecían los bulevares: las siluetas de las peatonas, un falso faquir que se acostaba sobre vidrio molido y le pedía a un peatón obeso que subiera sobre la plancha que había equilibrado sobre su vientre, un halterófilo bigotudo que rompía cadenas, caniches disfrazados como doncellas saltando por unos aros, un oso con la nariz perforada errándole tristemente a la cadencia de un tamboril... Luego terminó aterrizando en una sala oscura, el Helder, que proyectaba desde el mediodía Ça va barder de John Berry. Había leído una crítica bastante tibia de la película en su diario, pero era sobre todo la personalidad del director refugiado en Francia, escapando del macartismo, así como su actor principal Eddie Constantine, lo que lo había atraído delante de la pantalla. Salió con reservas de energía. Aunque la historia no era la gran cosa, una enésima variación del tema del tráfico de armas, la combinación del juego de los comediantes, de la dirección de los actores, del encuadre, de la luz y del montaje no le dejaba ningún respiro al espectador. Volvió a subir hasta la plaza de l’Opéra, bajo una lluvia fina y gélida, diciéndose que hablaría de ella con el crítico del diario, luego dobló por la calle La Fayette. Aunque lo había visto mil veces, mientras pasaba por el cruce Châteaudun afirmándose de las manillas del autobús, Dragère no había entrado nunca al edificio del 44, en la calle Le Peletier. Un edificio opulento de seis o siete pisos, el último apartado circundado por un corredor, ladrillos y cemento que daban la impresión de una arquitectura masiva, y sobre todo dos inmensas puertas de fierro forjado que no se abrían más que por unos segundos, tiempo en el que un auto se lanzaba al interior. La ubicación era ideal, en la frontera del París popular y del París de todos los poderes. Recorrió la fachada sin saber cómo dejar manifiesta su presencia. Terminó notando un timbre eléctrico medianamente disimulado por una excrecencia de chatarra. Apretó brevemente el botón, como si tuviera miedo de molestar a los ocupantes. Una voz, curiosamente salida de un punto por sobre su cabeza, se hizo escuchar:
–¿De qué se trata?
Levantó la nariz para responder.
–Me pidieron venir a las cuatro. Estoy un poco adelantado. Tengo reunión con el señor André Vieuguet...
–¿Quién es usted?
–Louis Dragère. Soy periodista de L’Humanité...
–Gracias. Tendré que hacerlo esperar unos instantes.
Su mirada cruzó aquella de un peatón cuyo rostro estaba totalmente cubierto de tatuajes. Una especie de pulpo desplegaba sus tentáculos desde su frente. Sus apéndices iban rodeando sus ojos, su nariz, su boca, sus orejas, al estilo de una mano sin cuerpo, de un azul transparente.
–Puede entrar...
Una puerta se abrió en el metal macizo del pórtico, y, aun teniendo todo a la vista, sostuvo el marco con su talón y casi pierde el equilibrio.
–Sígame.
Se dirigieron a la derecha para ingresar en una pieza ocupada por tres personas. Un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje gris, de apariencia marcial, se encontraba detrás de un escritorio sobre el cual se encontraba una placa alargada, parecida a la que se encuentra en las administraciones: «General Joinville». Retratos gemelos de Maurice Thorez y de Stalin decoraban el muro. El periodista reconoció a uno de los que estaban sentados en la recepción, un obrero que iba a veces a hacer de guardia en la calle du Louvre, pero el hombre hizo como si nada.
–El compañero Vieuguet lo recibirá a usted. ¿Tiene documentos de identidad?
Abrió su billetera y extendió su tarjeta profesional.
–No sabía... tengo solo esto...
–Está bien, eso bastará.
El chico con el que se había cruzado antes lo registró rápidamente, luego subieron los pisos, pasando delante de la pieza triangular, de techo bajo, donde se reunía el Consejo Político. A través de la puerta entreabierta, percibió las mesas estrechas, la placa de mármol que rendía un homenaje a los dirigentes muertos durante la Resistencia. Jacques Duclos avanzaba dando zancadas por el mismo pasillo, en sentido inverso. Miró de arriba a abajo a Dragère y luego se detuvo para tenderle la mano. El acento de los Pirineos era tan grueso como la silueta de donde salía la voz.
–Estoy contento de que hayas respondido a nuestra invitación... André te va a recibir. Me habría gustado explicarte en persona lo que esperamos de ti, pero debo preparar una intervención en la Asamblea. ¡No dejaremos que rearmen a Alemania!
Louis Dragère permaneció atónito por un instante, era como si una estatua se hubiese puesto a hablarle, luego se volvió a poner en movimiento al modo de un autómata. El secretario de Duclos, ante el cual estuvo durante el minuto siguiente, era bastante menos impresionante. Desplegó un ejemplar de L’Humanité para dejar visible un artículo. Dragère reconoció la foto de la fábrica de productos químicos Kuhlmann que acompañaba a uno de sus reportajes, coronada por un título de shock encontrado por Vastard: «Sopa de gusanos».
–¡Excelente trabajo! Es este artículo el que atrajo nuestra atención hacia ti. Cuando apareció, hace seis meses, me hablaron de él por lo menos veinte veces durante la jornada siguiente. Nombres muy grandes tienen la