Missak. Didier Daeninckx

Missak - Didier  Daeninckx


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de coliflor, los labios gruesos y colgantes, la cabellera crespa y gruesa...

      Hacía ya suficiente calor en la pieza como para lavarse de la cabeza a los pies, desnudo ante el lavamanos. Se cambió completamente, puso fin a su metamorfosis domesticando su cabellera con Pento y se puso la cazadora para enfrentar al invierno. Ya en la acera, se cruzó con Petit René, que empujaba la carreta en la que su compañera, Mado, ya borracha, estaba echada en medio de objetos encontrados en el camino: una marmita abollada, una jarra con un borde roto, una cabeza de muñeca de celuloide fijada sobre el mango de una escoba... Dragère pasó ante el Archiduc sin detenerse. Dirigió sus pasos hacia Le Celtic, en el boulevard de la Chapelle, que disponía de una verdadera cabina telefónica. El número de la calle de la Sourdière no respondía. Contó una veintena de tonos antes de colgar y marcar el número del molino de Saint Arnoult. Una voz masculina se escuchó inmediatamente.

      –Sí, aló...

      Lanzó de una sola vez todo el monólogo que había pensado mientras se preparaba y que luego había repetido durante todo el trayecto.

      –Buenos días, me llamo Louis Dragère, soy periodista en L’Humanité y llamo de parte del secretario del señor Jacques Duclos... Me gustaría hablar con el señor Louis Aragon a propósito de Missak Manouchian... O mejor juntarme con él, si su agenda lo permite...

      –El señor Aragon está en una reunión de trabajo... Le daré su recado lo antes posible. ¿Puede llamar a mediodía? Si no respondo yo, pregunte por Ernest.

      Mató el tiempo desbrozando las escasas notas tomadas la noche anterior en la calle de la Lune, estructurando el artículo que esperaba sacar de ellas. Lo más importante siempre era el inicio, el anzuelo que pescaría al lector desprevenido:

      Algunos podrán sorprenderse de que en este periódico nos interesemos en jóvenes que no parecen tener más que una pasión: el jazz, ¡un estilo de música americano! Estudian técnicas de radiodifusión en una de las mejores escuelas del país, sus padres hacen el sacrificio de 1000 francos por trimestre en su escolaridad... Y, sin embargo, propónganles dejar todo en suspenso, los audífonos, las conexiones eléctricas, y tocar Saint James Infirmary en una guarida llena de humo, y no lo dudarán ni un segundo. ¿Su nombre? Les Enragés...

      Cuando volvió a llamar al molino, Ernest le explicó que el escritor debía ausentarse por varios días, que no iba a disponer más que de unos instantes, hacia el comienzo de la noche, para recibirlo.

      –Dígale que le agradezco y que estaré en Saint Arnoult a las siete en punto.

      Dragère tomó el metro para dirigirse a la estación Montparnasse. Como le quedaba tiempo aún, fue hasta la calle de la Gaîté para comprar una tartaleta de cerezas en el Lapin Blanc, una pastelería que su madre consideraba la mejor de París. Saboreó el pastel mientras miraba las fotos de un cantante desconocido, Jacques Brel, expuestas en el vestíbulo de Bobino, luego se dirigió hacia el Texas, un cine en lo alto de la calle. El espectáculo de la pantalla desbordaba hacia la sala, ya que la pantalla estaba rodeada por ambos lados de figuras en tubos fluorescentes que representaban a imponentes cowboys que hacían girar sus lazos por sobre sus Stetson. Todo aquí era de otra época, sillones con el acolchado hundido, sillas plegables en su agonía, pantallas parchadas, la cortina publicitaria que mostraba comerciales desparecidos desde hace años. Incluso las copias proyectadas, llenas de rayaduras, rompiéndose más veces de las que se proyectaban. De hecho, uno no compraba un boleto en el Texas por la película, sino para fundirse en el público, matarse de la risa con las réplicas, subrayar las debilidades de las historias, burlarse del juego de los comediantes. Al inicio de aquella tarde, los espectadores no estaban muy en forma y él siguió las peripecias de El rebozo de Soledad, interpretado por Pedro Armendáriz, a quien ya había visto responderle a John Wayne en Fuerte Apache. Esperando la partida del tren, anunciado para las cuatro y media, sacó una pequeña pinza niquelada del bolsillo y procedió a cortarse las uñas metódicamente.

       Capítulo 4

      Una vez pasado el suburbio, transformado en un barrial por el mal tiempo, la nieve seguía en el suelo, primero en las grietas de las zanjas, en las orillas de los pastos, luego de manera cada vez más extensa, cubriendo las ondulaciones del paisaje. Una vez llegado a Rambouiller, debió esperar más de tres cuartos de hora para disponer de un taxi cuyo chofer, un fumador de pipa con el rostro redondo rodeado por una barba densa, permaneció en silencio durante la carrera. Bajo pretexto de que su servicio había terminado, rechazó la propuesta que le había hecho Dragère de que lo esperara, para llevarlo a la estación y así estar seguro de poder tomar el último tren en dirección a París. Bajó del vehículo y se adentró en el pavimentado patio interior, iluminado por el haz de luz de los faroles. Un hombre de unos cuarenta años, vestido con un pantalón de terciopelo negro y un suéter ancho del mismo color, vino a su encuentro.

      –Usted habló conmigo por teléfono. ¿Tuvo un buen viaje?

      –Sí, pero el taxi no quiso quedarse...

      –No se preocupe por eso... Llamaremos a otro. La reunión con las visitas de esta tarde se ha alargado un poco, pero el señor Aragon debería recibirle en pocos instantes...

      Entraron en el viejo molino y se dirigieron directamente al gran salón que ocupaba el corazón de la antigua fábrica de harina. Era una pieza de alrededor de diez metros por siete, de techo muy alto. Una especie de entrepiso albergaba, bajo las vigas, esculturas, cuadros, grabados. Una ventana redonda permitía observar los movimientos de la Rémarde, un afluente del Orge, en una caja donde giraba antiguamente la rueda que daba su energía a las poleas, los engranajes, las muelas, las tolvas. Los muros estaban totalmente disimulados por impresionantes bibliotecas con vidrios, semejantes a las de una abadía. Cuatro hombres estaban de frente, sentados sobre unos bancos dispuestos en torno a una interminable mesa de madera maciza. Un quinto atizaba el fuego que crepitaba en una chimenea de piedra. Cuando se enderezó, Dragère reconoció al poeta de la Resistencia, que en ese instante hizo un signo discreto a su secretario. Ernest apoyó su mano en la espalda del periodista haciéndole una seña para que se dirigiera hacia la puerta que conducía a un escritorio cubierto de una centena de libros puestos aleatoriamente sobre los estantes, las mesas, el suelo, la campana de la chimenea... Un océano de papeles.

      –Puede esperar aquí, hay cosas para leer... Aragon fue convocado mañana al Palacio de Justicia de París. Está preparando su declaración con sus abogados y los co-inculpados, el coronel Manhès y Marc Shafier...

      –Nadie ha hablado de eso todavía... Lo ignoraba... ¡Es increíble! ¿De qué está siendo inculpado?

      –Una vieja historia que vuelve a ser de actualidad. Hace cuatro años, cuando era director de Ce soir, publicó un llamado a manifestarse en contra de la presencia de antiguos generales nazis invitados a París por el gobierno francés. Está siendo acusado de difamación en calidad de responsable de un periódico que dejó de aparecer desde hace meses...

      Ernest se detuvo, su atención había sido desviada por un teléfono que acababa de ponerse a sonar de un extremo del pasillo. En su ausencia, Dragère le dio una vuelta al escritorio, evitando pasar muy cerca de las torres inciertas de libros, echando una mirada desde la ventana a la naturaleza despojada por el invierno. Se acercó al escritorio cubierto de hojas manuscritas, sobre las cuales caía la luz dulce de una lámpara de opalina. A pesar de estar descifrando una frase al revés, creyó reconocer unas letras que formaban el nombre de Manouchian. Alargó la mano para volver el papel hacia sí, pero la conciencia de estar cometiendo un sacrilegio suspendió su gesto. Empujó el viejo sillón de cuero raído para ponerse frente a la mesa de trabajo. Había leído bien. El manuscrito que tenía ante los ojos tenía por título Grupo Manouchian. La sangre latía con fuerza en sus sienes. Manteniéndose atento a los ruidos, temiendo la vuelta de Ernest, se puso a descifrar el esbozo de un poema, incapaz de comprender su sentido preciso por el desorden de sus rayaduras:

       Oh, ustedes no piden ni el órgano ni las lágrimas

       Ni los gritos ni el rezo a


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