Missak. Didier Daeninckx
que tenía la mirada más cerrada... O quizá por eso mismo... Era también el más fortachón de todos. Supe después que hacía atletismo, que no pasaba un día sin entrenar, sin correr kilómetros. Caminaba en sus manos, hacía la rueda, se paraba de cabeza. Su cuerpo estaba acostumbrado a los sacrificios, a soportar el esfuerzo. Pienso que eso le sirvió durante la guerra contra los nazis, en París.
Se detuvo para acercar la taza a sus labios y soplar sobre el líquido caliente. El periodista se inclinó hacia una foto colgada en el muro de madera. Unos obreros posaban, con el torso desnudo, con la gorra o el turbante enrollado en la cabeza, ante las murallas de una casa en construcción. En segundo plano, unos obreros tiraban y empujaban una carreta atascada en el barro, cargada con bloques de piedra. Ella avanzó para señalar con el dedo tres rostros, sucesivamente.
–Mi tío y mis dos hermanos, en 1923, sobre la colina de Achrafieh... Es nuestra casa, aquella donde nunca viví. Mi tío compró el terreno a diez piastras el pic, que equivalía a la mitad de un metro cuadrado... Poco a poco, hizo construir, gracias al dinero ganado con su taller textil instalado entre las tiendas del campo de Karantina...
–¿Por qué no se quedó usted junto a él?
Sonrió, dejando un silencio para poder dosificar la sorpresa.
–Por Manouche... En el orfanato de Jounieh aprendió el oficio de carpintero, sabía de carpintería metálica, conocía el trabajo con fierro. Alrededor de los 17 años vino a ganarse la vida en las obras que aparecían en todos los lugares de la vieja ciudad de Beirut. El ejército francés había dado barracas Adrian, de madera, pero se instalaban habitaciones de ladrillo entre el depósito de los tranvías y la iglesia maronita de Mar Mijael, que se dice Saint Michel en francés, alrededor del campo de Adana, en Gueundereli, al otro lado de la vía férrea. Nos volvimos a ver en el terreno donde entrenaba el club Homenmen. Era diferente a los otros niños de su edad. Hacía mucho deporte, pero no hablaba. Lo que le interesaba eran los libros. Leía los textos en armenio literario, pero también Romain Rolland, Victor Hugo, Balzac. Muchos poetas... Ronsard, Villon, Verlaine... En la época quería irme del Líbano. Dudaba entre dos direcciones opuestas: la Armenia soviética y los Estados Unidos. Manouche también miraba hacia otros horizontes, pero en su cabeza no había ninguna duda: era a Francia que había que ir. A París. La capital de la patria de los poetas, de la literatura, de la libertad. Había escrito un poema en armenio cuyo título era algo así como «Pronto Francia» o «A Francia» ... Lo tradujo durante el viaje. Me acuerdo solamente de los primeros versos:
Dejando tras de mí mi niñez soleada alimentada por la naturaleza
Y mi negra existencia de huérfano tejida con privaciones y miserias
Aún adolescente, ebrio del sueño de los libros y los escritos
Me voy a madurar por el trabajo de la conciencia y de la vida
Finalmente, tomamos el mismo barco. Treinta años después, todavía no tengo casa...
–¿Ustedes tenían pasaportes franceses?
–No, éramos apátridas. Un diplomático noruego, Nansen, se preocupó bastante por los pueblos desplazados, después de la Gran Guerra, creando un certificado que permitía ir a instalarse en un país que aceptara recibir refugiados. Recibió el Premio Nobel por eso. En ese momento, Francia necesitaba mano de obra. El «Alto Comisariado en los Estados de Siria, el Gran Líbano, los Alauitas y el Yébel Druz» (es lo que veíamos en todas partes en las pancartas) entregaba los papeles fácilmente si uno podía demostrar una promesa de trabajo. Bastaba con pagar un sello de cinco francos de oro y se obtenía el certificado con el timbre «retorno prohibido». Gracias a mi tío había recibido una carta del taller de alfombras France–Orient, en Saint Jérôme, donde me esperaba un puesto de tejedora... Para Missak y su hermano estaban las construcciones navales de La Seyne sur Mer, de La Ciotat, en la carpintería. En el barco estaba también Krikor Bedikian, un pintor del que se habló en los periódicos el año pasado. Antes de llegar a Marsella, tuvimos que esperar en una isla de cuarentena, el Frioul, otra Karantina, mientras las autoridades se aseguraban de que todo estaba en orden, que nadie estaba enfermo. Desinfección, desparasitación, ducha colectiva... Tuve la suerte de tener una pieza en el Gran Hotel del Levante, en la calle des Dominicains, como llamaban «el hotel armenio». Éramos cinco en diez metros cuadrados. Ellos fueron conducidos en un primer momento a un campo de tránsito instalado detrás del puerto, no muy lejos del cruce de Arenc. Algunas viejas barracas del ejército alineadas en ninguna parte, doscientas personas por instalación, con mantas o alfombras como separación. Nos volvimos a ver solo una vez para festejar la Navidad armenia, el 6 de enero.
Ella notó el fruncimiento del ceño de Dragère.
–El 6 de enero. Es la verdadera fecha del nacimiento de Jesús, y por eso los reyes magos vinieron a traerle regalos ese mismo día. El papa Gregorio cambió toda la cosa... Nuestro último encuentro tiene gusto a börek, a dolma, a baklava...
Dragère la escuchó mientras vaciaba sus recuerdos hasta que la costurera tocó la puerta para darle retoques a la falda tradicional que llevaba Gumilia Aradian. Se despidió y atravesó el precario barrio, por la paja esponjosa, hasta el puente por el que no había pasado en la mañana. Delante de un café, un caballo de tiro sujeto a una carreta llena de sacos de carbón comía el heno que desbordaba del saco que tenía en su hocico. El periodista entró, se instaló cerca de una ventana empañada que aclaró con el revés de su manga. La sala estaba llena de marineros cuyas barcazas, amarradas a los duques de Alba a lo largo de la costa, estaban bloqueadas por la subida de la marea, que les impedía pasar bajo los puentes. También estaban los estibadores de los puertos de carbón y de madera, que se habían vuelto inaccesibles. Cada uno contaba lo que recordaba. Los más viejos contaban por centésima vez la gran subida de las aguas de 1910, cuando los cadáveres de animales ahogados, perros, gatos, caballos, flotaban por decenas en las calles, que había que entrar por el segundo piso a las casas de Issy les Moulineaux, y que algunas, por consiguiente, se habían derrumbado, dañadas en sus débiles cimientos. Pidió el plato del día, un poco de cerdo salado con lentejas acompañado de una jarra de Côtes du Rhône. Habiendo limpiado el plato con pan fresco, sacó su libreta para anotar lo que había investigado en la mañana con Gabriel Vartarian y la señora Aradian. Las masacres, la deportación, los niños vendidos, la resistencia del padre, los kurdos, la recuperación de los niños por asociaciones religiosas y los desertores, la instalación en el Líbano, las construcciones en Beirut... Luego resumió las últimas confidencias de Gumilia Aradian, escribiendo en letras mayúsculas el nombre del transatlántico de Messageries maritimes, el Mariette-Pacha, en el que Manouchian había probablemente trabajado en La Seyne sur Mer o en La Ciotat, un navío destinado a la línea del Levante, Marsella-Alejandría-Beirut. Subrayó todas estas palabras desconocidas que se prometía buscar en los diccionarios: Diyarbakir, Jounieh, Alauitas, Nansen, Achrafieh, dolma, baklava... Cerró la libreta. Ahora se sentía listo para encontrarse con Mélinée.
Capítulo 6
Antes de tomar el bus a París, había intentado comunicarse con Odette en Juvisy y dejó sonar el tono unas veinte veces en la conserjería vacía. La conserje no aguantaba más de quince cuando andaba haciendo aseo, acompañada por su mal humor. La última edición del France-Soir, comprada en el quiosco de la estación de metro de Issy, dedicaba su titular al asesinato, en Mans, de un soldado profesional que había vuelto de Indochina y de Corea. La asesina había sido su esposa, una enfermera militar que había conocido, cinco años antes, en un hospital de Saigón. Leyó igualmente el relato de otro drama ocurrido dos días antes en Mazenay, en Saona y Loira. Ahí se trataba de un plomero que trabajaba con zinc que, exasperado por la lentitud con la que su mujer preparaba la cena, la había asesinado a golpes de sartén. Una vez satisfecha su curiosidad, miró el artículo que detallaba las reformas que el ministro del Interior François Mitterrand proponía para retomar el control de Argelia, entre ellas el derecho a voto para las mujeres musulmanas. Bajó a Châtelet. Los pasillos, las escaleras, la plaza, estaban invadidos por grupos de comerciantes,