Missak. Didier Daeninckx

Missak - Didier  Daeninckx


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simplemente de sus armas

       La muerte no deslumbra los ojos de los partisanos

       Oh Polonia Armenia España cuando florecieron

       Los fusiles delante de vosotros para quienes el último canto

       Fue de nuestro país

      El ritmo de su corazón se aceleró aún más cuando, desbordando una esquina del manuscrito, descubrió la ampliación fotográfica de la carta escrita por Manouchian unas horas antes de ser fusilado. Recorrió las líneas trazadas por una escritura fina, decidida, y la idea se impuso a su espíritu de que esas palabras eran como gotas de sangre. A pesar de que le enorgullecía entregar a los tipógrafos unos artículos con una ortografía irreprochable, listos para ser impresos, le conmovieron las aproximaciones de aquel cuya lengua materna era el armenio: «Estoy seguro de que el pueblo francés y todos los combatientes por la Libertad sabrán honrar nuestra memoria dignamente». Iba a volver a su lugar, cerca de la ventana, cuando una frase atrajo su atención, una frase denunciante que no recordaba haber leído en la transcripción que se le había entregado en la sede del Comité Central de la calle Le Peletier. Sacó las tres hojas del bolsillo de su cazadora, las desplegó para asegurarse y las puso al lado de la reproducción. Tres puntos seguidos indicaban simplemente que se le había hecho un corte al original, justo antes de estas palabras cargadas de sentido: «Perdono a todos los que me hicieron daño o quisieron hacerme daño, excepto al que nos traicionó para salvarse el pellejo y a los que nos vendieron». La copió rápidamente en el reverso de uno de sus papeles y se alejó del escritorio. Acababa de agarrar un libro de título enigmático, Historia de O, cuando la silueta de Aragon ocupó el marco de la puerta. Estaba vestido de un traje cruzado de buen corte, y miraba a su huésped con una vaga sonrisa en los labios.

      –Veo que tiene lecturas sanas... Entonces, me dijeron que usted también está interesado en los mártires del grupo Manouchian. Es al menos lo que Ernest me contó...

      Dragère puso el volumen sobre el montón de libros más cercano. Balbuceó, prisionero de su indiscreción.

      –Sí, en realidad es Jacques Duclos, más bien su secretario, André Vieuguet, el que me confió este trabajo que, según él podría serle útil...

      Aragon dio algunos pasos para tomar el manuscrito del poema que estaba sobre el escritorio, lo llevó ante su rostro.

      –No recuerdo haberle pedido alguna cosa a Jacques, o quizá me expresé mal... La carta a Mélinée contenía todas las posibilidades... Ya casi terminé. Tenga, es la última versión, para que no haya venido hasta aquí por nada... Nadie la ha escuchado todavía, ni siquiera Elsa...

      Se puso a leer con énfasis, con su mano sobre la frente desabastecida, mientras iba y volvía en la habitación.

       Ustedes no exigieron la gloria ni las lágrimas

       Ni el órgano ni la oración por los agonizantes

       Once años ya que pasan rápido once años

       Ustedes se sirvieron simplemente de sus armas

       La muerte no deslumbra los ojos de los Partisanos

      Un escalofrío recorrió el cuerpo del periodista durante toda la antepenúltima estrofa que declamaba su autor.

       Un gran sol de invierno alumbra la colina

       La naturaleza es bella y el corazón se me rompe

       La justicia vendrá sobre nuestros pasos triunfantes

       Mi Mélinée oh mi amor mi huérfana

       Te digo que vivas y que tengas un hijo

      El silencio que le siguió alargó el poema. Dragère abandonó la oficina con un ejemplar de Diario de una poesía nacional, con dedicatoria, un fascículo de tapa café que no conocía, aparecido el otoño anterior en Henneuse, un editor lionés.

      Ernest se dispuso para conducirlo a Rambouillet en el imponente Hotchkiss Anjou negro del poeta. Se instaló en el asiento trasero, cerca del chofer, que manejaba nerviosamente la palanca de velocidades, una vara curva cubierta de madera. Las luces potentes abrían dos brechas convergentes en las tinieblas, alarmando, al salir, a una cierva y su pequeño. Intentó varias veces, en el tren que lo llevaba a París, penetrar en el misterio del libro abierto entre sus manos, pero no logró sobrepasar los cuatro versos trazados con tinta azul que estaban en la página de guarda después de su nombre, cuya ortografía Aragon le había consultado:

       Es ese pueblo que comienza

       Su historia en Roncevaux

       Roland el antiguo romance

       Y Missak el nuevo canto

      Todo otro texto se ocultaba, la frase más simple se oscurecía, desprovista de sentido, las palabras flotaban unas al lado de las otras, sin relación aparente, como si estuvieran compuestas con ayuda de un alfabeto extraño que diluía la atención. Renunció pronto, con la nariz pegada al vidrio frío, cuando a lo lejos de repente las luces de una granja iluminaban lenguas de nieve congelada. Solo las palabras faltantes, las de Manouchian, resonaban en su cabeza, acompañando la cadencia del tren, «aquel que nos traicionó», «aquellos que nos vendieron», sin que alcanzara a entender a qué hacían alusión. En Montparnasse, dudó ante una cabina telefónica. Lo que lo retenía no era la idea de molestar a la conserje cerca de las nueve de la tarde, ya le había pasado; no, era más bien el hecho de tener la obligación de mentirle a Odette, de hablarle de su visita al molino de Villeneuve y de ocultarle las razones... Esperando el metro, comió su caliente galette de jamón que había comprado en el stand de calle del Cadran breton. En el vagón se dio cuenta, mirando por sobre el hombro de un pasajero, que France-Soir tenía un titular sobre las inundaciones. La estatua del zuavo del puente de l’Alma tenía el agua hasta las rodillas. En Île Saint Denis, el barrio des Allumettes estaba sumergido, se echaba el agua con baldes en Choisy, pero nada, en negrita, en Juvisy.

      A la mañana siguiente, atravesó París hacia el sur con una dirección en su bolsillo, copiada de la lista de contactos. El desfile de un circo, payasos, caballistas, malabaristas, llamas, dromedarios, fieras con el pelo cortado, precedidos por unos trompetistas y tamborileros, daba la vuelta a la plaza cuando salió del metro, en la alcaldía de Issy les Moulineaux. Se permitió admirar un momento el espectáculo de las fieras en su jaula con ruedas y luego fue en dirección al fuerte. A los edificios del centro le seguían, mientras más se acentuaba la pendiente, unas casas bajas, construidas con cualquier cosa, algunas barracas de madera, interminables zonas de construcción con la hojalata oxidada que se levantaban en medio del cemento ennegrecido. Detuvo a una peatona.

      –La calle de la Défense, por favor... ¿falta mucho?

      –¿A quién busca?

      Extrajo el papel del bolsillo interior de la cazadora.

      –Gabriel Vartarian.

      –¡Ah, usted va donde los «ian-ian»! Ellos le llaman la calle de la Dé... Tiene que seguir derecho, no tiene cómo equivocarse.

      Los letreros del comercio alternaban los nombres italianos y armenios: tienda de abarrotes Paolosi, Diguin Vartoujin, farmacia Aslanian, Diguin Kenar, Porsia electricidad, café Zadikian... Había solo una tienda española, los vinos Sánchez, como si estuviera perdida. Una mujer minúscula con el pelo tomado le abrió cuando golpeó la puerta del número 38. Apenas le contó la razón de su visita se dio vuelta hacia el pasillo para gritar el nombre de su marido.

      –Gabriel, es para ti...

      El hombre medía dos cabezas más que su compañera, y su rostro cuadrado estaba atravesado por un denso bigote entrecano.

      –Me llamo Louis Dragère. Me gustaría hablar con usted de Manouchian. Me dijeron que


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