Las griegas. Sergio Olguin
todas mis modelos. Habla el inglés como vos, pero pronuncia encantadoramente mal el francés.
―Yo estudio alemán. Mis abuelos eran alemanes.
Pequeña Claudia: ¿estarás preparada para dar el paso? ¿Estarás preparada para la destrucción de esa nena que aún se escapa por tus ojos para pasar a ser una de mis creaciones?
Llegó la hora. La llevo al estudio fotográfico del quinto piso. En el camino nos cruzamos con mis colaboradores y asistentes. Claudia mira todo fascinada.
―Tu casa es enorme. ¿Cuántas habitaciones tiene?
―Treinta, cuarenta. No sé. Creo que nunca la recorrí entera. Me dijeron que en el tercer piso hay un fantasma que en las noches de lluvia se pasea arrastrando cadenas.
Me gusta verla reír. Abre los ojos como sorprendida y enseguida aparece esa carcajada despreocupada de todo salvo de posar.
En el estudio nos esperan la maquilladora, la peinadora, las dos vestuaristas, el iluminador y Sheila. Les doy las indicaciones a todos y Claudia desaparece acompañada de la maquilladora y la peinadora. A las vestuaristas les explico que deben dejar en la otra habitación las prendas que ya seleccioné e irse. El iluminador también se retira. Saben que cuando saco fotos me gusta estar solo con mis modelos. No entiendo a esos fotógrafos capaces de compartir el espacio con veinte asistentes mirando cómo trabajan. Me parece tan absurdo como si alguien leyera por sobre la cabeza de un escritor mientras escribe o si alguien observara cómodamente sentado mientras un pintor dibuja sobre la tela. Sheila también se va, dejando abierta la primera botella de champagne. No podría sacar una foto si entre clic y clic no bebiera de las aguas de Reims. A los veinte minutos vuelve a aparecer Claudia. Tiene puesto un vestido Chanel de lana y terciopelo borravino, strapless con un corsé muy ceñido y una larga pollera de gasa abullonada. Lleva guantes verde musgo muy pero muy largos y sin dedos. Tiene el pelo suelto totalmente sauvage. Claudia camina unos pasos y ese cuerpo delgado de casi un metro ochenta parece deslizarse como un fantasma sexy y provocador, como debe ser el del tercer piso. Claudia se para con las manos en la cintura y me mira.
―Casi perfecta. Claudia Schiffer lloraría de envidia si te viera. Te insultaría en alemán.
Le explico cómo va a ser nuestro trabajo y qué es lo que deseo conseguir. Por primera vez quiero trabajar libre de decorados. Solo ella, mi perfume y mi mirada; nada más. Primero vamos a hacer unas tomas con ese modelo Chanel (lo hago con un Chanel y no con un Lagerfeld porque me rindo a la evidencia: todos dicen que Casa Chanel está cada vez más Lagerfeld, cada vez más arriesgada, y Casa Lagerfeld, cada día un poco más clásica) y con un fondo gris elefante. Después vamos a hacer otras fotos en ropa interior con un fondo negro y un sillón azul océano diseñado por Ron Arad.
Me sirvo otra copa y le alcanzo una a ella. La sostiene con naturalidad aunque sospecho que es la primera vez en su vida que va a tomar champagne. Brindamos.
―Vamos a empezar. Calculo que mañana sacaremos las últimas fotos. Una modelo que no termina la sesión fotográfica borracha de champagne no es una modelo by Karl Lagerfeld.
Se ríe, tose. Las burbujas deben de estar cosquilleándole la garganta y por toda la cabeza.
―Yo soy una modelo Karl Lagerfeld y voy a desfilar para Chanel.
Primero le tomo unas fotos sin ninguna indicación. Claudia cumple con el manual de la buena modelo y sola va lanzando su repertorio de miradas aprendido en alguna mediocre escuela de modelos de su país. “Bien, bien” le digo, pero no es lo que busco. Con estos rostros, con estas miradas se conformarían Andrew o Stephane. Pero yo quiero más, aquello que Claudia tiene y que solo mi mirada va a ser capaz de descubrir. Aunque me lleve horas o días.
Claudia gira, su pelo se agita, sus manos se apoyan seguras en los hombros, en la nuca, en la cintura, sonríe, se pone seria, mira con deseo, con inocencia, confundida, feliz, lánguida. Sí, todo el repertorio clásico. Cualquier fotógrafo estaría feliz con cómo Claudia facilita el trabajo. Ha nacido para esto: para detener el tiempo y, bruscamente, acelerarlo. Es una modelo casi perfecta. Una jovencita talentosa. Yo la voy a transformar en una mujer invencible.
A la media hora hago el primer descanso. Me acerco al bar y sirvo las copas. Claudia no habla, está realmente concentrada en su trabajo. Toma el champagne de un trago casi sin darse cuenta. Le explico que ahora vamos a hacer unas tomas con el frasco de perfume y ella mueve la cabeza afirmativamente. Parece recordar algo y con una sonrisa infantil me dice:
―¿Sabés una cosa? Un novio de mamá usaba Photo.
―Un hombre de excelente gusto.
―Tiene un aroma muy rico.
Claudia toma el frasco, lo mira, juega con él. Me gusta como queda Photo en sus manos. Mark siempre hace bromas por el diseño del perfume. Dice que la tapa con esa especie de argolla en la punta es vaginal y que el frasco alargado es totalmente fálico. Siempre pensé que era una estupidez dicha para irritarme, pero ahora descubro que no es así. La manera en que Claudia toma el frasco es como si tomara una verga entre sus manos. Acaricia el perfume, se lo lleva a la nariz y aspira. En un gesto inesperado apunta hacia mí y aprieta el rociador. “A ver cómo huele”. Y se acerca a mi cuello. Sus pelos me invaden la cara.
―Riquísimo.
―Casi tan rico como tu Chanel número 19.
―Intente resistírsele ―dice repitiendo el slogan del único perfume Chanel que me gusta. Tomo la cámara y vuelvo nuevamente al ataque. Aunque parezca increíble, Claudia está todavía más suelta que en las tomas anteriores. Ahora se relaciona distinto con mi cámara: es agresiva. Su risa: agresiva. Sus gestos: agresivos. Su seducción: agresiva. Cuando gira parece flotar y el instante en el que suena el clic Claudia se congela. Es el mundo que se detiene cuando yo le arranco un poco más de su ángel secreto.
El frasco de perfume le sirve para crear infinitas poses. Se pone el aro en el ojo como si fuera un monóculo. Se lo pone en la boca como si estuviera a punto de arrojar una granada. Se para de golpe, se pone firme y con su mirada más seria muestra el perfume como en las publicidades de los años cuarenta. Cambio las luces y después de una hora intensa, le pido que se vaya a cambiar, que se ponga la ropa interior que prepararon las vestuaristas.
―¿Pido que me retoquen el maquillaje?
―No.
Abro otra botella de champagne. Tomo dos copas antes de que Claudia aparezca con el body Azzedine Alaïa que elegí especialmente para ella. Se ha dejado los guantes largos y sin dedos.
―Un toque Lagerfeld, ¿o no? ―y se ríe cruzando el estudio hasta el bar y toma de su copa. Ahora lo hace de a sorbitos, entre risa y risa.
Claudia tiene las piernas largas, tal vez un poco flacas, pero bien moldeadas por la naturaleza y no por el gimnasio. Puedo diferenciar a simple vista una belleza natural de una artificial. Detesto los gimnasios y mis modelos que hacen aparatos o gimnasia modeladora lo hacen a escondidas y sin mi autorización. Por suerte, Claudia aún no ha caído en las estúpidas garras del gimnasio. Falsamente preocupada me pregunta:
―¿No estoy muy blanca? Body blanco, piel pálida. Parezco un helado de crema.
―Parecés el fantasma del tercer piso.
―Horrible, ¿no?
―Inquietante. Sexualmente inquietante, mi chiquita. Ningún hombre va a poder no usar Photo. Y nadie va a olvidar este helado de crema.
Claudia lleva su Alaïa con la misma naturalidad que mostraba al posar con el Chanel. Maneja su cuerpo y las circunstancias. Era lógico que los fotógrafos se detuvieran en ese punto de perfección. Solo yo (tal vez por ese amor a la desmesura y muy seguramente por mi decidido trabajo de destrucción y creación), con mi cámara, o mejor, con mi mirada, solo yo soy capaz de desafiarla, de animarme a invadir esa zona oscura donde se esconde su genio, el germen de su perfección total.
Repetimos la rutina anterior. Primero le saco fotos a ella sola y luego con el perfume. El sillón nos permite probar nuevas situaciones aunque no me interesa