Las griegas. Sergio Olguin
Tragedia griega y púdica, querida mía:
el gesto definitivo termina entre bastidores.
Jean Genet, Los negros
Buenos Aires, 1996
I- Jean Paul Gaultier
La noche en la que Marina vio por primera vez a Gonzalo fue la del cumpleaños de Helena Salgado. Lo festejaban en la VIP de Pachá y estaban todas las chicas de las dos agencias y los mejores hombres de Buenos Aires. Ella estaba feliz en su vestido Jean Paul Gaultier que Max le había regalado cuando estuvieron juntos en Nueva York el otoño pasado. Era de seda y cuero negro (una combinación, por lo menos, arriesgada) que se ajustaba deliciosamente a su cuerpo y que otorgaba, a la vista de todos, un diabólico escote. Max también le había regalado el perfume que se había puesto esa noche: Escada, de Margaretha Ley. Por primera vez en seis meses abandonaba el Chanel Nº19 y se sentía exultante: como siempre cuando terminaba con una fidelidad. Apenas estaba maquillada (un poco de base Revlon compacta) y sus labios llevaban su lápiz labial favorito: Maybelline Moisture Whip, color Mocha Ice. Su ropa interior era un conjunto negro Dolce & Gabbana bastante discreto. Unas sandalias mexicanas (regalo de su madre, de su última visita al país en el que Marina había vivido su infancia y parte de su adolescencia) completaban su vestuario.
Gonzalo (ella todavía no sabía que se llamaba así) apareció como una imagen divina. Un flash los había encandilado a ella y a Max (abrazados después de un beso) y detrás del fotógrafo estaba Gonzalo, de perfil. Fue verlo y sentir que su corazón se detenía por un segundo para luego volver a sonar al ritmo de Mc Solaar. Gonzalo hablaba con Ana Paula y Lucía, que lo miraban como a un dios y parecían dispuestas, se les notaba en la mirada, a cualquier sacrificio para terminar esa noche en los poderosos brazos de ese adonis nacional. O extranjero. Tenía que averiguarlo.
—Max, ¿te gusta ese sweater que tiene el chico que está hablando con Ana Paula?
—¿Quién, Gonzalo?
Así supo su nombre y no mucho más: que había sido novio de María Vannini (como casi todos los hombres de esta tierra), que Max lo había visto jugar al rugby en Pucará o en Pueyrredón, y que se lo había cruzado en Le King Club, una disco de París. Marina no podía averiguar mucho más sin despertar sospechas, y si bien Max era poco celoso y mucho menos perspicaz, tampoco había por qué delatarse tan pronto. Porque ella no dudaba de que tarde o temprano se iba a delatar.
Y de pronto, lo esperado: Gonzalo giró la cabeza y su mirada se cruzó, se detuvo y acarició los ojos verdes de Marina. Sintió un fuego que le subía por los pies y que se detenía por debajo de la cintura. Sin pensarlo, como provocación y como calmante, besó largamente a Max. Cuando terminó el beso no solo descubrió que Gonzalo ya no la miraba, sino que ya no estaba ahí. Se había ido. No lo volvió a ver en toda la noche. Tampoco a Ana Paula ni a Lucía. Esa mañana, Max y Marina cogieron con una furia desacostumbrada en ella.
II- Moschino
Marina podía recordar perfectamente la forma, el estilo y la marca de todos sus corpiños, podía recordar sin equivocarse el nombre de todos los fotógrafos, los asistentes, las maquilladoras y las peinadoras con las que había trabajado, podía enumerar todas las calles de todas las ciudades en las que había vivido (el Córdoba de su primera infancia, el México de su adolescencia, el Buenos Aires actual), podía recordar el nombre de todas las discos de Europa y de Estados Unidos en las que había estado, pero se olvidaba muy rápidamente de los hombres que la habían calentado sin que llegara a ocurrir nada más. Tal vez porque habían sido muchos, tal vez porque creía que solo merecían recuerdo aquellos con los que sí había pasado algo, lo cierto es que a Marina le resultaba imposible recordar a aquellos hombres que, en su momento, habían despertado algún tipo de furor. Por esa razón, al día siguiente del cumpleaños de Helena ya no pensó más en Gonzalo.
Y probablemente nunca habría vuelto a pensar en él si no se lo hubiera vuelto a cruzar en el estudio de Vicky Levín, cuando iban a realizar la publicidad de Moschino. Esta vez sin luces confusas, sin estridencias, sin la locura de la disco, sin Lucía ni Ana Paula, sin Max. Ahí, a dos metros, estaba Gonzalo.
III- Vivienne Westwood
El día que Marina volvió a ver a Gonzalo comenzó muy temprano. Se levantó a las siete de la mañana porque tenía que estar a las nueve en el estudio fotográfico de Vicky Levín y le gustaba alimentar su fama de modelo puntual. Hacía una semana que no veía a Max (había viajado a Chicago para comprar el nuevo software de su empresa), pero no tenía tiempo de extrañarlo con todo el trabajo pendiente: el lunes, shooting para la cover de Para Ti; el martes, desfile de Laurencio Adot en el Hall Buenos Aires; el miércoles, producción para Elle; y hoy, el fitting y la primera sesión de fotos para la publicidad de Moschino. Para colmo, esa noche se reunían en la Age para festejar Halloween. Va a estar lleno de brujas, se dijo pensando en sus amigas.
El propio Moschino la había elegido para ser una de las imágenes de la nueva campaña que se iba a difundir no solo en Argentina sino también en Europa y Estados Unidos. El diseñador había visto sus fotos en el composit de la agencia Ford y la pidió inmediatamente. Que el resto del equipo (fotógrafa y demás modelos) también fuera argentino era una muestra de extravagancia de Moschino o un intento de reducir los costos de producción.
Pero a Marina no le interesaba demasiado la razón. Sabía que este podía ser su trabajo más importante hasta el momento y lo iba a saber aprovechar. Ese día había amanecido fresco y resolvió no llevar el vestido floreado Azzedine Alaïa que había pensado ponerse. Dudó un instante y finalmente se decidió por un tailleur Chanel de pantalón y saco gris elefante que el propio Lagerfeld le había regalado cuando modeló para Chanel en el Palace Montfleure de París.
Desayunó un café, dos tostadas con queso untable, un jugo de naranjas y dos aspirinas. Se miró al espejo: estaba demasiado formal. Se sacó el tailleur y se puso un vestido estilo Morticia largo hasta los pies pero colorado, bastante escotado y de mangas largas, con una pequeña cruz bordada a la altura del abdomen. Era un vestido Vivienne Westwood que a ella le gustaba especialmente. Pero cuando se acordó de que pensaba ir caminando desde su departamento al estudio (apenas cinco cuadras por la avenida Libertador) pensó que iba a ser más cómodo y menos llamativo el tailleur Chanel. Volvió a cambiarse y dejó el Vivienne Westwood para la Noche de Brujas.
Salió de su casa a las ocho y media pasadas sin una gota de maquillaje y con unos zapatos Maud Frizon que tenían una hebilla en forma de rosa. Caminó por la avenida con la fuerza de quien va con viento a favor. Era un breve trayecto: el estudio de Vicky Levín quedaba en Callao, a pocos metros de Libertador. Al llegar a esa esquina no pudo evitar recordar su primera visita a Buenos Aires, cuando tenía cinco años y la abuela la había llevado al ahora inexistente Italpark. Se habían pasado todo el día en el tren fantasma y en el laberinto de los espejos con su hermana Eva y su abuela Teresa. Fue su último (y casi único) recuerdo de Buenos Aires. Esa misma noche viajaron hacia la ciudad de México.
A Marina no le gustaba recordar su infancia. No creía en la nostalgia de esos tiempos. Agradeció tener veintidós años y poder vivir todo lo que estaba viviendo. Relacionaba la infancia con el no comprender lo que ocurre, con el tener que depender de los demás, con todos los terrores que la habían acosado. La adultez era para ella lo más parecido al paraíso que se podía concebir: todos y cada uno de los placeres comenzaron una vez que fue desarrollando su cuerpo tan admirado y envidiado.
En el estudio solo estaban Vicky, sus asistentes y el equipo de producción de Moschino en Buenos Aires. Todavía no habían llegado ni el peinador ni los otros modelos. Junto con la productora y la vestuarista revisaron la ropa y en menos de quince minutos ya tenían decidido qué iba a usar en la primera tanda de fotos. No era mucho realmente: unas bermudas y una remera ajustada Moschino, unas medias bucaneras Dim, unos zapatitos J. M. Weston, y un juego de ropa interior Scandal. Cuando ya estaba vestida