Las griegas. Sergio Olguin

Las griegas - Sergio Olguin


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      Ella sabía cómo iban a ser las fotos pero nunca imaginó que su compañero sería Gonzalo. Vicky y la productora le habían explicado que la idea de Moschino era que ella y el modelo aparecieran abrazados. Él solo con un jean y ella solo con sus bermudas. ¡Sus tetas contra el pecho enorme de Gonzalo! Por suerte, Marina estaba sentada. La sola idea le producía mareos y pensó que si Vicky los dejaba demasiado tiempo en esa pose, ella iba a empezar a refregarse contra el cuerpo de Gonzalo y que no tardaría en acabar.

      Se saludaron con la indiferencia que indicaba la ocasión. Gonzalo llevaba un jean negro Versace, una remera negra Versace, un cinturón negro Versace (por lo visto le gustaba la ropa negra y Gianni Versace), zapatos desconocidos para ella, olía a Carolina Herrera pour homme (un punto en contra, pensó, era el mismo perfume que usaba Max) y con particular interés esperó a que se cambiara para descubrir que llevaba un bóxer de..., no, imposible concentrarse en la marca del bóxer de algodón blanco que quedó al descubierto cuando se sacó el jean para ponerse el Moschino. Palpitaciones. Marina sintió palpitaciones.

      Decidió concentrarse en el maquillaje y la maquilladora. Una manera bastante efectiva para volver a ser la modelo profesional que todos conocían y respetaban. Ella sabía que llegado el momento se iba a comportar a la altura de las circunstancias.

      Ante todo la base y el polvo, luego el necesario toque de rubor para resaltar los pómulos y darle un aporte mínimo de iluminación. El paso siguiente era delinear y darle color a los ojos; la maquilladora eligió un tono natural para los párpados de Marina. Casi lista. Le agregó un toque de polvo translúcido; solo faltaban los labios. Marina reconoció, como una gourmet de lápices labiales, el sabor del Revlon Outrageous, en tono beige; el favorito de Claudia Schiffer. Finalmente, la maquilladora le quitó los excesos de artificio con un hisopo. Su rostro ya estaba preparado para la lente de Vicky Levín.

      —Vos no necesitás maquillaje, estás preciosa —le dijo la maquilladora cuando terminó su trabajo. Se conocían desde hacía un par de años y siempre se habían llevado bien. Se llamaba Liliana y era cordobesa como ella. Los años en Buenos Aires no le habían quitado la tonada provinciana que ella había perdido (o transformado) en México. Marina sonreía mientras se observaba en el espejo. Realmente, por unos segundos, había conseguido olvidarse de Gonzalo.

      Ahora era el turno del peinador. Liliana, mientras tanto, luchaba para que la adolescente se quedara quieta y se dejara maquillar. La chica parecía más interesada en llamar la atención del otro adolescente y no paraban de molestarse mutuamente mientras reían. Niños, pensó Marina con algo de fastidio. Gonzalo, ya vestido, esperó su turno para ser maquillado. El peinador le desenredó el pelo lacio y le aplicó un fijador para dar un efecto mojado.

      La maquilladora terminó con la adolescente y comenzó a trabajar con Gonzalo, que se sentó al lado de Marina. Ella lo miró por el espejo. Pensó: está fuerte, muy fuerte.

      Los adolescentes ya resultaban insoportables. Liliana, fastidiada con el bullicio de los chicos, los retó un par de veces pero no le hacían mucho caso. Estaba empolvando el rostro de Gonzalo cuando los volvió a retar.

      —Quietos, chicos, parecen bebés. Compórtense como adultos. ¿O hay que estar retándolos a cada rato? Hay que ser Videla con ustedes.

      Los adolescentes hicieron como si no la hubieran escuchado, pero igual se tranquilizaron y se quedaron hablando en un rincón de las publicidades que ya habían hecho. Gonzalo miró a Liliana por el espejo.

      —¿Qué tenés en contra de Videla? —le preguntó.

      La maquilladora hizo un gesto de indiferencia, restándole importancia a sus palabras. Sin dejar de maquillarlo le contestó:

      —Nada. Dije Videla como pude decir Galtieri. Qué sé yo.

      —Pero lo dijiste como con asco.

      Liliana parecía no entender. Marina tampoco entendía. Los miraba a uno y a otra y trataba de descubrir hacia dónde iba Gonzalo.

      —No sé qué querés decir; estoy enojada pero con estos mocosos, nada más. Dije Videla, pude haber dicho Franco, Mussolini...

      —Porque yo soy hijo del General Videla y no me gusta que insulten a mi padre.

      Ni los adolescentes ni el peluquero parecían escuchar la conversación de Gonzalo y Liliana. Solo Marina estaba atenta.

      —Me estás cargando —le dijo Liliana.

      —Yo soy hijo del General Videla.

      —Vos me estás cargando.

      —No, Liliana —intervino Marina—. No ves que no te está cargando.

      Los dos adolescentes miraban la ropa que les había tocado para la sesión de fotos. El peinador seguía con los cabellos de Marina, ajeno a todo. Liliana no había atinado a nada, salvo a seguir trabajando en el rostro de Gonzalo, que se había callado y mantenía una mirada de arrogancia e indignación. Marina hubiera querido seguir hablando pero no pudo continuar. Sentía como si un rayo le hubiera partido el alma.

      No podía seguir hablando. No podía mantenerle la mirada a Gonzalo a través del espejo. Cerró los ojos y temió que la estuviera observando, que en su rostro (tan expresivo según todos los fotógrafos con los que había trabajado) se reflejara el terror que se había apoderado de ella. Un terror descontrolado, ilógico, desubicado. Sintió cómo se ponía colorada de vergüenza y de miedo. Trataba de calmarse concentrándose en el peine y en las manos del peluquero. Trataba de imaginar que esas manos eran las manos de su madre tranquilizándola; las manos de su padre acomodándole las trenzas en la siesta cordobesa, en aquellos días, cuando lo vio por última vez.

      Era estúpido tener miedo. Tener miedo de un muchacho que vivía para seducir y sonreír frente a una cámara de fotos. Era estúpido tener miedo de alguien que solo había defendido el honor de su familia de la ocurrencia de una maquilladora. ¿Habría sido capaz de enojarse con Max, que era tan grandote y musculoso como él? La ventaja de Gonzalo era que a Max nunca se le iba a ocurrir hacer un comentario como el de Liliana. Gonzalo podía estar tranquilo. Pero ella no, ella estaba aterrada.

      Era estúpido tener miedo del hijo de un asesino. Un hijo no es un padre. Una hija tampoco es un padre. O sí. Por qué no pensar que sí. Que Gonzalo cargaba con su padre como quien hereda los ojos claros o la aversión por las matemáticas. Gonzalo no era su padre, pero en ese instante banal e intranscendente, Gonzalo significaba su padre. De la misma manera que ese miedo que sentía ella no era exclusivamente suyo.

      Vicky vino a buscarlos. Ya estaba todo listo para comenzar la sesión de fotos. Todos fueron para el estudio salvo Marina, que dijo que iba en unos segundos. Se quedó sola en el camarín. Era estúpido tener miedo, pero más idiota se sentía por haber experimentado algún tipo de atracción por ese tipo. Se sentía engañada, como si Gonzalo, en la fiesta de Helena, hubiera tenido la obligación de decirle de quién era hijo.

      Poco a poco, el miedo dejó paso a la vergüenza de haberse sentido excitada por él; la vergüenza se transformó en rechazo, el rechazo creció en forma de odio. Marina odiaba a Gonzalo. No podía trabajar con ese hombre, no podía apoyar sus pechos en su cuerpo, no podía compartir un estudio, un mismo lugar, nada. Eran, aunque él no lo supiera o no le interesara, enemigos.

      Se sacó las bermudas. No, no podía hacer esas fotos. Pero debía hacerlas. ¿Qué hacer? ¿Matar a Gonzalo? Imposible, todo era imposible, y esta conclusión la llevó a sentir más desprecio por él y por todos. Nadie la iba a entender.

      Sentía unas tremendas ganas de hacer pis. Se puso más furiosa cuando notó que su bombacha estaba húmeda. La ropa de él estaba sobre una silla, como un irónico testigo


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