México obeso. Antonio López Espinoza

México obeso - Antonio López Espinoza


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del hombre nómada, quien además debía desarrollar una gran actividad física tanto para la búsqueda de sus satisfactores como para protegerse de otras especies mucho más fuertes que él, los que lograron sobrevivir fueron aquellos cuyo cuerpo tuvo adaptaciones para poder resistir tales condiciones. Fue así que genéticamente el cuerpo se preparó para mantener reservas de energía a largo plazo en forma de grasa; el sistema genético se programó para desarrollar un gusto especial por el sabor de las grasas y de las proteínas, así como por el sabor dulce de las féculas y los azúcares, dado que de ahí se obtiene energía en forma de hidratos de carbono.

      Además de esto, el sistema del cuerpo humano generó un sesgo a favor del consumo excesivo a fin de mantener el equilibrio de energía y, sobre todo, de tener reservas para épocas de escasez. Es por ello que cuando bajan las reservas de grasa, el incremento del apetito se multiplica inmediatamente, pero cuando sucede lo contrario, el mecanismo de saciedad no responde con la misma rapidez ni con la misma proporcionalidad, por lo que el individuo puede seguir comiendo en exceso, aun después de que sus reservas de grasa ya hubieran regresado al nivel normal (Roberts, 2009: 165).

      Una vez que el cuerpo ha engordado, buscará mantener esa situación; es decir, si los niveles de grasa disminuyen un poco, se activarán inmediatamente los mecanismos para que el individuo coma más a pesar de que sus reservas de grasa estén muy por encima de una situación crítica.

      Otro factor que actúa en favor de la obesidad actual en el ser humano tiene que ver con la poca actividad física que practica, al ser un ser sedentario y con cada vez menores oportunidades de activar su cuerpo (OCDE, 2010). Así, mientras que su estructura orgánica fue forjada para conservar la mayor cantidad de grasa en el cuerpo en una época en que se quemaban grandes cantidades de calorías por la frecuente actividad física, en la actualidad sucede lo contrario: se tiene acceso a mucha mayor cantidad de comida (buena parte de ella con alto contenido calórico), a la vez que el sedentarismo cada vez es más severo, existiendo pocas oportunidades de ejercitar el cuerpo.

      En resumen, nuestro cuerpo fue estructurado para sobrevivir en condiciones totalmente distintas a las que hoy tenemos. Si hace dos siglos la obesidad era un fenómeno marginal concentrado principalmente en las clases altas, con el paso de los años se convirtió en un problema que comenzó a afectar a todos los estratos de la población. Asimismo, hace solo tres décadas que la prevalencia de sobrepeso y obesidad se daba principalmente en los países más desarrollados (Estados Unidos a la cabeza), mientras que las demás naciones tenían como prioridad el combate a la desnutrición. Es a partir de la década de 1990 que esta enfermedad comenzó a dispararse en todo el mundo, dejando de ser un asunto personal ligado a la estética, para convertirse en una pandemia de altos costos para la humanidad. En este drástico cambio, más allá de decisiones individuales, sin duda un partícipe clave ha sido la agroindustria que ha crecido de forma desorbitante a partir de la segunda mitad del siglo XX.

      Agroindustria y obesidad

      El problema del sobrepeso y la obesidad que actualmente aqueja a casi una cuarta parte de la población mundial no es solo resultado de la estructura orgánica de nuestro cuerpo, más bien es consecuencia de las estrategias mercantiles desarrolladas por los grandes conglomerados agroindustriales que comenzaron a fortalecerse en el siglo XX, y que han tenido como premisa ver la comida no como un alimento, sino como una mercancía alimentaria.

      El origen en el fortalecimiento de estos agronegocios transnacionales se ubica en el siglo XX, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos y Europa pudieron generar elevados excedentes agropecuarios (principalmente cereales) como resultado de la ejecución de mejoras tecnológicas, así como de la implementación de políticas de subsidios a la agricultura. Ello les permitió “acomodar” en el mercado internacional grandes montos de cultivos a precios dumping (es decir, por debajo de su costo de producción), lo cual se hacía principalmente bajo una visión geopolítica (Rubio, 2008; Friedmann y McMichael, 1989).

      Posteriormente, la Revolución Verde, con el incremento en los rendimientos de los cultivos derivado de la aplicación intensiva de fertilizantes y herbicidas, insecticidas y fungicidas químicos, así como los sistemas de subsidios por parte de las potencias económicas, permitió el fortalecimiento de grandes agronegocios transnacionales, quienes al disminuir sus costos de producción e incrementar los niveles de rentabilidad, adquirieron cada vez mayor poder económico y político, lo que dio como resultado el surgimiento de lo que Philip McMichael (2002) llama corporate food regime, el cual se caracteriza por una agricultura global orientada ya no tanto por estrategias geopolíticas, sino por los intereses mercantilistas de grandes consorcios agroindustriales, quienes dominan las decisiones importantes en las cadenas.2

      Al ser la búsqueda de crecientes utilidades el elemento central que mueve las decisiones en este régimen agroindustrial corporativo, los agronegocios, liderados por las cadenas minoristas y por las grandes agroindustrias procesadoras (250 compañías agroindustriales radicadas en 95% de los países anglosajones son las encargadas de señalar qué, cuándo y cómo comemos [Barruti, 2013: 278]), ejercen diversas acciones basadas en una política competitiva de creación de demanda y fomento a la misma, con base en productos atractivos, con calidad estética más que nutritiva, y que además sean vastos y tengan precios bajos.

      En este sentido, inicialmente las agroindustrias buscan modificar el patrón de mercado para no responder a las demandas del consumidor, sino que ellas mismas sean las que creen esa demanda. Una primera medida al respecto ha sido suplir la responsabilidad de las familias, en particular de las madres, de elaborar diariamente los platillos que consumirán en el hogar, por productos semielaborados y elaborados que facilitan esta labor y que además suelen consumirse de manera aislada y fuera de casa, afectando uno de los principales actos de convivencia familiar. Con ello, el consumidor se ve en la necesidad de confiar su salud y nutrición en las empresas proveedoras.

      En esta creación de demanda, las agroindustrias se han dedicado a fabricar mercancías alimentarias superfluas, que no son necesarias en la dieta del hombre, pero que generan esa necesidad a través de mecanismos mercadológicos. Igualmente, con el conocimiento del gusto natural del ser humano por las grasas, los azúcares y los carbohidratos, las agroindustrias se han dedicado elaborar productos basados en estos ingredientes que, por consecuencia, tienen alto contenido calórico.

      Por otro lado, con el fin de fomentar la demanda incluso más allá de las necesidades del cuerpo (diversos estudios han mostrado que el ser humano come hasta 30% más de lo que lo hacía antes), las agroindustrias de las bebidas hacen uso excesivo del sodio para fomentar la sed, disfrazando el sabor salado con azúcares. Esta estrategia ataca al individuo por dos vías: el sodio que retiene líquidos, elevando con ello la presión sanguínea y el azúcar que se convierte en grasa al no ser transformada en energía.

      Ahora bien, para disminuir costos y proveer productos que sean vastos y tengan un precio bajo a fin de incorporar con ello a los estratos sociales de menores ingresos e incrementar el universo de demanda, las agroempresas hacen uso de insumos de muy baja calidad nutricional, pero de alto contenido calórico. Un caso de ello es la harina refinada, cuyo origen se remonta a la Edad Media, cuando se quitaba la cáscara de los granos (que es la que contiene mayor cantidad de minerales, vitaminas y fibra) con el propósito de evitar que la humedad provocara su pudrición en el mediano plazo; sin embargo, en la actualidad esto ya no es necesario, pero se sigue realizando porque son más sencillos y baratos el procesamiento, empaquetado y almacenamiento de los alimentos si se hace con ingredientes más inertes como la harina blanca (Barruti, 2013: 285-286).

      Otro ejemplo tiene que ver con el uso que hoy se hace del jarabe de maíz de alta fructuosa, sustancia generada a raíz de la sobreproducción de maíz que Estados Unidos comenzó a tener desde finales de la Segunda Guerra Mundial. En México, su uso en la industria alimentaria (en especial la refresquera) comenzó en 1990, pero su crecimiento ha sido exponencial al pasar de menos de cien mil toneladas en 1994 a casi un millón 500 mil toneladas en 2010; con estas cifras, este edulcorante controla ya 27% del mercado de edulcorantes calóricos en el país (García Chávez, 2011).

      El jarabe de maíz de alta fructuosa


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