México obeso. Antonio López Espinoza

México obeso - Antonio López Espinoza


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el individuo sigue consumiendo sin necesitarlo. Esto sin considerar que, además, el jarabe de maíz de alta fructuosa disminuye la sensibilidad del organismo a la insulina predisponiéndolo a la diabetes; es metabolizado por el hígado como si fuera alcohol, exponiéndolo a una serie de enfermedades hepáticas; y en el caso de los embarazos, la placenta es permeable a la sustancia, de manera que los niños pueden volverse adictos a ella incluso antes de nacer (García Chávez, 2011).

      Con productos baratos, pero llenos de calorías y escasos de proteínas, las grandes agroempresas han podido abastecer cada vez más a los sectores de bajos ingresos. De acuerdo con Hernández, Minor y Aranda (2013), en 2010 se observó que el costo de comprar mil calorías había disminuido en términos reales respecto a 1992, de manera que se facilitaba su compra para las personas con menores ingresos. Ello explica por qué en estos estratos sociales el problema del sobrepeso y obesidad ha crecido incluso a tasas superiores en relación con los demás grupos de población, aunque al mismo tiempo existe una elevada incidencia de desnutrición.

      Para vender y ganar más, el tamaño sí importa

      Dentro de las estrategias que las agroindustrias han impulsado para obtener más utilidades, destaca la elaboración de alimentos de mayor tamaño y bajo costo, que sean atractivos al consumidor. Es decir, se trata de incrementar el valor añadido de los productos, más sobre aspectos cuantitativos que cualitativos, vendiendo la idea de más por menos, lo que a su vez genera una sensación grata en el consumidor, mismo que se convierte en un comprador consuetudinario sin considerar qué es lo que le están vendiendo más barato.

      Se puede decir este fenómeno inicia en la década de 1970 en los Estados Unidos, con el crecimiento de las cadenas de cómida rápida (fast food) (Nielsen y Popkin, 2003). De esta forma creció el tamaño de postres, refrescos, jugos, hamburguesas, papas fritas y pizzas, lo que provocó que el porcentaje de calorías obtenidas por el consumo de estos alimentos pasara de 18% en la década de 1970 a 27.7% veinte años después (Martínez et al., 2011: 23).

      Según un estudio realizado por Lisa Young y Marion Nestlé (2002: 246), en los Estados Unidos la mayoría de los alimentos procesados han tenido un crecimiento importante en sus porciones de acuerdo con los estándares establecidos por las autoridades norteamericanas, destacando los casos de las galletas (con un tamaño 700% superior al estándar), la pasta cocida (480%), los bollos (333%), las carnes (224%) y los panecillos (195%). Del mismo modo, los envases de cerveza se introdujeron en un solo tamaño, pero hoy ese tamaño representa la más pequeña versión que se ofrece en el mercado; también las medidas actuales de las papas fritas son hasta tres veces superiores a las de hace 50 años, la de los refrescos es de hasta cuatro veces más (Nueva York busca crear conciencia sobre la comida de gran tamaño, 2012) y la de las hamburguesas de dos a cinco veces superiores.

      En el caso de los refrescos, la botella de Coca-Cola anunciada como familiar en 1950, era de 26 onzas (769 mililitros), mientras que en la actualidad existen botellas para consumo individual de medio litro. Por su parte, la hamburguesa original de McDonalds, con papas fritas y una Coca-Cola de 350 mililitros proporcionaban 590 calorías, en tanto que hoy el Extra Value Meal, que incluye un cuarto de libra con queso, supertamaño de papas fritas y de Coca-Cola, contiene mil 550 calorías (Equateq, 2012). Finalmente, las piezas de pan dulce hace 20 años pesaban en promedio entre 57 y 80 gramos, mientras que en la actualidad pesan entre 113 y 200 gramos.

      Porciones grandes a costos bajos = más gordura

      El interés de los agronegocios por ofrecer comidas de mayor tamaño a precios bajos, ejerce una fuerte presión en la producción primaria, especialmente en el sector pecuario. En este se ha registrado en las décadas más recientes una drástica reorganización de los métodos de producción, en que se impone la instalación de grandes plantas agroindustriales, con elevados inventarios de animales en espacios reducidos y controlados y con cambios sustanciales en las dietas que se les aplican, para atender la exigencia de producir animales de mayor tamaño, más productivos y que representen menores costos de producción. Las consecuencias que provocan con ello son, además del daño que se hace en el bienestar de los animales, la pérdida de sabor y nutrientes de los distintos subproductos, los riesgos que a la salud humana representa el abuso de hormonas y antibióticos, e incluso la concentración de la industria en pocos poderosos actores, quienes han incrementado la producción mundial (de 1980 a 2010 la población de pollos incrementó 169%, en tanto que la de cerdos lo hizo en 76% y la de vacas en 17% [Barruti, 2013: 216]), pero también han desplazado a pequeños y medianos productores.

      La primera agroindustria afectada con las nuevas exigencias fue la avícola, que tuvo que reorganizar drásticamente sus esquemas de producción para responder a las demandas del comercio minorista y de las cadenas de comida rápida. Paul Roberts (2009: 137) señala que este cambio se originó a partir de la década de 1980, cuando la agroindustria de los Estados Unidos tuvo que acudir a la genética para desarrollar un pollo de mayor tamaño; el resultado fue un espécimen industrial que era el doble de tamaño que su predecesor de 1975, donde las pechugas llegaban a pesar más de medio kilogramo entre las dos, además de que alcanzaban ese tamaño en cuarenta días, cuando el pollo de granja necesitaba diez semanas.

      Es importante señalar que, además de la genética, en muchos casos de producción pecuaria se acude al uso de hormonas para que permitan disminuir el tiempo de crecimiento del animal y para que sean más productivos. Esto ha sucedido en las industrias bovina y porcina de algunos países, donde se acude al uso de hormonas como ractopamina y clembuterol para generar mayor masa muscular en animales que se encuentran prácticamente estáticos. El problema estriba en que este tipo de hormonas, cuando se trasladan al ser humano, pueden generar diversos tipos de enfermedades,4 además de que afectan el ritmo y tiempos de crecimiento de niños y niñas.

      Asimismo, otro cambio fundamental para minimizar los costos de producción ha sido el relativo a la dieta que se les da a los animales, la cual incluso va contra la estructura genética de los mismos. Así, en la industria bovina actualmente se alimenta a las vacas con granos de bajo precio (maíz y soya entre otros), cuando el aparato digestivo de estos rumiantes no es apto para ello. Igualmente, en la industria avícola alimentan con cereales (maíz, sorgo, cebada, trigo), subproductos, pigmentos, oleaginosas, minerales, vitaminas y aminoácidos; no obstante, existen denuncias de que en la alimentación de los pollos también se añaden diversos químicos, entre los que sobresalen la cafeína, los antihistamínicos, el arsénico y hasta los antidepresivos como Prozac (Love et al., 2012). Hay que mencionar que uno de los componentes principales que también se añaden son los antibióticos. El hecho de que los animales se encuentren hacinados a fin de que las empresas maximicen sus rendimientos por unidad de inversión, provoca que existan muchos mayores riesgos de aparición de enfermedades, las que además pueden propagarse a una gran velocidad. Por ello, las empresas se ven obligadas a usar antibióticos, que se utilizan tanto para fines terapéuticos como para promover el crecimiento. De acuerdo con Barruti (2013: 53), en los Estados Unidos se utilizan hasta 13 mil toneladas al año de antibióticos, cifra excesiva y que pone en riesgo la salud de las personas, pues el abuso de estas sustancias estimula que las bacterias mejoren sus niveles de resistencia y que con esto los antibióticos se vuelvan cada vez menos efectivos para combatir enfermedades, incluso aquellas que atacan al ser humano.

      Recientemente se ha demostrado que algunos de estos antibióticos pueden ser detonadores de sobrepeso en el ser humano; en el caso de los recién nacidos que son expuestos a antibióticos, Adriana Vidal et al. (2013) expresan en un estudio reciente que estos tienen más riesgo de desarrollar sobrepeso años más tarde, aunque dicho estudio no aduce al consumo indirecto de estos antibióticos a través de la carne.

      Una


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