Visitas guiadas. Juan Muñoz

Visitas guiadas - Juan Muñoz


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padres.

      No era su caso. Sus padres regentaban una carnicería y carecían de formación musical, pero a ellos les debía sus clases de violín desde muy pequeña y su apoyo incondicional. Sabía que la igualdad de oportunidades es un cliché carente de significado en el panorama musical: los genes son egoístas y los padres bien instalados lo van a tener más fácil para que sus cachorros tengan más oportunidades que nadie. Pese a todo, no se rendía. Había tres cosas que podían jugar a su favor para cumplir el sueño de tocar en una buena orquesta: las cualidades para la música, que todos sus profesores de violín le habían confirmado; el tesón y la constancia, que eran los que más dependían de su voluntad y no le iban a faltar; y la suerte, que necesitaría en el momento preciso.

      Cuando Andrés salía pronto del trabajo, iba a buscarla a los ensayos de la orquesta del conservatorio. Al principio la esperaba en el vestíbulo, leyendo abstraído los anuncios que había en el tablón mientras otros alumnos entraban y salían, hijos de papá con aire distraído, portando sus fundas de violín como ataúdes en miniatura. Desde allí se oía el eco de las teclas en ejercicios para cinco dedos, precisos, monótonos. Pero en las últimas visitas ya entraba en el auditorio. La esperaba sentado discretamente al final para admirar su postura grácil, su espalda recta, la barbilla dulcemente inclinada cuando insertaba el instrumento debajo, y los pequeños músculos que oscilaban el sóleo cuando se movía, interpretando también la música con el balanceo de su cuerpo. ¿Cómo podía no amar a una mujer tan cálidamente especial? Un pentagrama atrapado en una corriente de aire escapó del atril y voló mansamente, de un lado al otro, como si fuera una hoja otoñal, hasta reposar en el suelo. Al recogerlo, hizo un escorzo y, al verlo observándola, sonrió, y esa sonrisa recorrió el cuerpo de Andrés como un calambre.

      Después, la esperaba a la salida. Todos intuían que él procedía de otro mundo, quizá por su forma de vestir, por su sonrisa franca y despreocupada, por la manera en que observaba. Ella se ceñía con fuerza a su brazo y se despedía con una sonrisa, como dando a entender que hay vida más allá de la música. En esos momentos, él experimentaba unas emociones que le resultaban completamente nuevas, se le quitaba toda su inseguridad por carecer de eso que ahora llaman habilidades sociales, su ineptitud casi patológica para expresarse en contextos diferentes a los marcados por su oficio, y salía por la puerta con el orgullo de llevar, cogida de su brazo, a la que, a sus ojos, era la chica más bella del mundo.

      ******

      El restaurante En la Esquina te Espero sobrevivía con cierta dignidad a la crisis gracias a que superó a tiempo el papanatismo ramplón de los comedores con cartas donde era mayor el nombre del plato que su contenido, situándose en un sabio término medio entre la fritanga y el diseño, y aunque no aspiraba a ninguna estrella Michelin, no le faltaba un toque de originalidad, utilizaba buenas materias primas y los precios eran razonables. Por eso era el preferido de Andrés y Sonia que, un año después de la boda donde se conocieron, estaban sentados uno frente a otro en su mesa favorita. Aquel día habían pedido unos pimientos rellenos de bacalao, regados con un vino de Rueda. Cuando llegó el camarero con la botella, la presentó para que la inspeccionaran igual que un mago muestra la paloma antes de disponerse a hacerla desaparecer.

      El físico de Andrés y Sonia concordaba misteriosamente con sus vocaciones profesionales. Andrés parecía estar hecho de hormigón, con un rostro que hacía juego con el cuerpo poderoso a través de un cuello inexistente. El mentón era prominente y las cejas hacían, en su parte más elevada, un ángulo perfecto. Sin embargo, unos ojos almendrados, un hoyuelo en la barbilla y unos labios ligeramente carnosos dulcificaban su aspecto y proporcionaban amabilidad y frescura a su cara. Sonia era de una belleza extraña, difícil de describir. La cara era como un bajorrelieve, con poca profundidad y aspecto solemne. Tenía una nariz chata y respingona que apenas sobresalía del arco de los labios sinuosos. Sobre los ojos negros se abrían unas pestañas oscuras, como las de un niño. La mirada era lánguida y el pelo ondulado caía sobre los pómulos como notas musicales.

      Fue Andrés el primero en hablar:

      —¿Quién nos iba a decir hace un año, en aquella boda, que íbamos a estar hoy aquí, celebrando nuestro primer aniversario?

      —Es lo de la media naranja que ya describía Platón en otro banquete.

      —¡Platón! Me acuerdo del bachillerato. Uno que decía que las cosas materiales existen porque se parecen y nos recuerdan a unas ideas perfectas que están fuera, o algo así.

      —Hay cosas que no cambian con el paso del tiempo.

      —¿Las ideas de Platón?

      —No, ¡tú!

      —Si crees que tengo algo contra las humanidades, el arte y todo eso, estás muy equivocada. A fin de cuentas, la ciencia puede ser tan contemplativa como la filosofía de Platón. Mira lo del bosón de Higgs. Se vende como un prodigio científico y es algo totalmente inútil. Lo realmente prodigioso está en el acelerador de partículas, el hacer chocar haces de protones casi a la velocidad de la luz. ¡Qué precisión! ¡Qué trabajo de ingeniería! Que aparezca después de la colisión el dichoso bosón o no carece de importancia. No influirá para nada en el curso de la vida, no tiene nada que ver con lo que vamos a comer ahora, con nuestra digestión, con lo que haremos después…

      El ímpetu explicativo contra la física teórica provocó que, al bracear, se le cayera el tenedor al suelo. Siguió hablando:

      —¿Ves? Otro ejemplo. Cae por la fuerza de la gravedad, que es de 9,8 m/s, y sabiendo la masa del tenedor y la distancia de la mesa al suelo, puedo saber cuánto tiempo tardará en caer. Eso es lo que importa, y no preguntarse por qué es de 9,8 m/s y no de 8,9 m/s, quién la puso ahí, por qué la gravedad es tan débil comparada con otras fuerzas fundamentales y elucubraciones inútiles por el estilo. ¿Algo que añadir?

      —Sí, que recojas el tenedor que te ha caído entre los pies.

      —Creo que no te interesa nada de lo que digo. —Mientras hablaba, sirvió otra copa de vino y cayeron unas gotas, desparramándose por el mantel como islas vírgenes en un mapa.

      —Claro que me interesa, pero reconozco que tengo la cabeza en otro sitio. Dentro de una semana tengo el concierto de fin de carrera y el profesor de orquesta me dice hoy que voy a ser la solista en uno de los Conciertos para violín de Mozart. Desde luego, es una pera en dulce para cualquier violinista y no tiene demasiadas dificultades técnicas, pero el reto está en dar las notas con la afinación y el ritmo correctos, compenetrarse bien con la orquesta y, además, va estar de «ojeador» el director de la orquesta sinfónica. En fin, no te quiero aburrir más, pero este concierto significa mucho para mí.

      —¿Y…?

      —Que necesito una concentración total esta semana, sin nada que me distraiga, por lo que, aprovechando que están mis padres fuera, voy a trasladarme estos días a su casa para centrarme en el concierto. Espero que lo entiendas.

      —Lo entiendo y te apoyo. Vamos a hacer una cosa: dentro de una semana quedamos aquí, después del concierto, para cenar y celebrar tu éxito. Yo reservo la mesa y el champán.

      —Gracias, Andrés. ¡Y luego dicen que los ingenieros son unos cabezas cuadradas! —dijo entre risas, mientras le daba un beso.

      El sol que entraba por la ventana arrancaba del mantel unos brillos dorados que dejaban una mancha de fuego en el borde de cada una de las copas de vino. Brindaron antes de despedirse. El suave tintineo sonó sordo, sin eco.

      ******

      Andrés y Sonia habían decidido, ya desde el inicio de su relación, dejar el trabajo como un espacio propio que los dos debían respetar. Era como un paréntesis que cada uno abría y cerraba en sus vidas compartidas. Sin embargo, y aunque no se lo había dicho, Andrés asistió al concierto. Atravesó las dobles puertas de cristal esmerilado que conducían a la sala y buscó acomodo en una butaca bien centrada. Era temprano y se dedicó a recrear la mirada en los bustos coronados de laurel de los grandes compositores, que lo observaban con hostilidad desde sus hornacinas de sombras. Unos minutos después, la sala ya estaba llena.

      Presenciaba


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