Visitas guiadas. Juan Muñoz

Visitas guiadas - Juan Muñoz


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los puentes a quienes los hacen posibles, salvando vanos con enormes desniveles, construyendo pilares que soportan toneladas de peso y las inclemencias del tiempo más adversas?». Estos agravios comparativos se disiparon enseguida cuando el director saludó a Sonia, situada a su derecha e iniciando una larga fila de violines. Su elegante vestido negro, que le dejaba los brazos desnudos, y su melena, aprisionada por una diadema, descansando sobre la espalda, le daban un empaque y una madurez que contrastaba con el modo informal y distraído con el que vestía habitualmente. Tenía la cabeza erguida, y una gargantilla de perlas de un blanco ambarino reflejaba una luz atenuada. Cayó en la cuenta de que, hasta ahora, nunca la había visto maquillada. Y tuvo que admitir, en contra de lo que había pensado hasta entonces, que a una mujer guapa la pueden embellecer, aún más, los cosméticos.

      Miraba ya la partitura con una expresión imperiosa, segura, concentrada, que a él lo excitaba. Se hizo un respetuoso silencio en el auditorio. El director y ella cruzaron un gesto de complicidad antes de iniciar la ejecución y, siguiendo los rápidos giros de la batuta, el Concierto para violín y orquesta número 5 de Mozart comenzó a fluir con todos los instrumentos de cuerda sonando al unísono, en un movimiento vivo que intercalaba motivos diferentes con precisión de relojero. Rompiendo el allegro y, como por sorpresa, Sonia hizo su entrada con un adagio sugerente y bellísimo.

      A Andrés le costaba reconocer que aquella música flotando por todos los rincones del auditorio estaba despertando su adormecida sensibilidad. Siguió atento, sabiendo que el momento álgido de la interpretación de Sonia venía más tarde, con un tema alegre y ágil, en diálogo continuo con la orquesta.

      Notó una ligera irritación en las vías respiratorias y carraspeó para liberar la molestia. Lejos de conseguirlo, el escozor progresaba hasta el extremo de que estaba ya más pendiente de que no estallara la tos que del concierto. Siempre había presumido de su capacidad de autocontrol y pareció olvidar el poder que los mecanismos reflejos tienen en nuestro organismo. En el peor momento posible, cuando Sonia tenía que recorrer con su violín el ámbito de tres octavas en unos pocos compases, estalló como un aullido, de forma convulsiva, su tos, espasmódica y cavernosa. Intentó sofocarla con un pañuelo que llevaba en el bolso y en la operación, una moneda se escapó y rodó, aprovechando la caída del parqué, hasta que perdió el equilibrio dos filas más abajo, reposando, como una peonza abandonada por la ley de la inercia, en el suelo. Mientras, la tos, lejos de sofocarse, cambió de tono con el embozo del pañuelo, sonando más áspera, aunque ligeramente mitigada.

      Sonia sintió una especie de latigazo en su sistema nervioso, su cerebro se obnubiló y sus dedos no respondían. Una sensación de terror recorrió todo su cuerpo cuando fue consciente de que no podía sustraerse a aquella horrible tos que surgía de la oscuridad de las butacas. La melodía, de repente, parecía sumergirse en un pantano de donde las notas emergían con mucha dificultad. El director, consciente de la deriva de un concierto que había empezado con tanta fluidez, intentó adelantar la entrada de la orquesta haciendo caso omiso de lo que indicaban las partituras, pero el caos ya estaba instaurado, la tos arrítmica no cejaba y solo cabía esperar que aquel infierno insufrible terminara cuanto antes.

      ******

      Andrés acudió a la cita gastronómica de la cena unos minutos antes de la hora convenida. Colocó su chaqueta de color de hojas muertas en el respaldo de la silla y se sentó. Afortunadamente, no había comentado a nadie que iba a estar presente en el auditorio y, dadas las circunstancias, tenía la intención de que su desafortunada presencia en el concierto se convirtiera en el secreto mejor guardado.

      Notó que los nervios empezaban a aflorar sin pedirle permiso. Esta vez tenía que dominar como fuera sus emociones. Le iba mucho en ello. Mientras pensaba en el autocontrol, una gota de sudor resbaló por su frente y se camufló en la ceja. Se secó con un pañuelo y paseó la lengua por los labios para ofrecerles la humedad que les faltaba. Estaba tenso, como si algo le pesase en el corazón, y flotaba en un embotamiento cada vez más opaco.

      Vio entrar a Sonia por la puerta. Levantó tenuemente la mano e intentó esbozar una sonrisa que quedó petrificada cuando ella, sin saludar siquiera, adelantó:

      —Por favor, no me preguntes por el concierto.

      —¡Pero si no dije nada! —Sintió que dominaba la voz, que la queja parecía sincera. No obstante, apartó la mirada para no sentir encima los ojos escrutadores de ella.

      —Por si acaso —contestó con un tono que no dejaba dudas sobre su estado de ánimo. Sin embargo, no pudo reprimirse y siguió hablando—. Es increíble que un cretino sea capaz de tirar por la borda en cinco minutos el trabajo, el esfuerzo y la ilusión de años.

      Andrés había descubierto un extraño placer en el juego del disimulo. Había adquirido una seguridad que lo tranquilizaba. Incluso se atrevió a entrar en aguas pantanosas:

      —Mujer, no será para tanto. ¿Qué pasó?

      —Pasó que la tos más horrible que se pueda escuchar jamás se puso a hacer la competencia a una música que representa la belleza en estado puro. Y ganó. Me gustaría conocer a ese bastardo bronquítico para darle la enhorabuena.

      —Lo haría sin querer, la tos es muy traidora.

      —¿Lo estás disculpando? Hay puertas para salir y toser fuera. Si es por el dinero, yo le habría devuelto el importe de la entrada gustosamente.

      En el transcurso de la conversación, él hizo una seña al camarero para pedir la cena y una botella de champán. Sonia encogió los hombros en un gesto de desgana, de inapetencia, y él pidió para los dos un plato con el que jugaba sobre seguro porque siempre había merecido las alabanzas de Sonia: una terrina de pescados hacía de testigo mudo en medio de la conversación. Sin embargo, ella levantó hasta los labios un trozo de pescado que había pinchado distraídamente con el tenedor y lo volvió a bajar, intacto. Al hacerlo, dejó al descubierto la cara interna de un brazo largo, esbelto, bien torneado.

      Seguía hablando Sonia cuando en el bolo alimenticio que masticaba Andrés se coló una espina que se alojó en el cielo del paladar, y un golpe de tos demasiado reconocible estalló en medio de la mesa, tapando la diatriba que Sonia estaba soltando sobre la educación y la sensibilidad. Aquella tos, otra vez, se desplomó entre los dos y se estrelló contra el mantel.

      Se hizo un silencio espeso, acompañado de una quietud momentánea, como en una fotografía. De repente, y sin decir nada que no dijeran sus pupilas dilatadas en una cara desencajada por la rabia, Sonia se levantó bruscamente para dirigirse corriendo a la puerta de salida. Al tomar la chaqueta, la silla giró sobre sí misma, quedando suspendida sobre una pata, perdiendo las otras tres la función para la que habían sido diseñadas. La fuerza de la gravedad hizo el resto para que cayera sobre el suelo provocando un sonido seco, como el golpe de una claqueta.

      Mientras la veía alejarse, la boca de un Andrés desolado se negó a formar palabras, que se atascaban en la lengua. Finalmente, consiguió decir «lo siento», pero perdió la confianza al pronunciar la frase. Sonó como si la hubiera dicho otro hombre.

      Cartas desde la sombra

      Abandoné lo que habría sido mi primera novela cuando llevaba escritas más de cien páginas. Veinte años atrás, en mi último curso de bachillerato, una editorial amiga de asumir riesgos había publicado mi epistolario amoroso, al que tituló Cartas desde la sombra. La apuesta le salió bien y aquellas cartas desgarradas se convirtieron en libro de cabecera de muchos adolescentes. Yo las había firmado con un seudónimo y nunca revelé la auténtica autoría de aquel bestseller pese a las presiones de la editorial para que lo hiciera. Tenía mis razones.

      Me llamo Olvido y soy lesbiana. No es una forma convencional de presentarse, pero mi condición sexual resultó ser más importante en mi vida que los apellidos. No reniego de mi homosexualidad ni la oculto desde hace años. Tampoco estoy orgullosa de serlo. No tiene mucho sentido sentirme satisfecha de lo que no depende de mí. La condición sexual con la que vienes al mundo es tan natural como el aire que respiras, pero doy fe de que no todos lo interpretan así. Ni siquiera


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