Visitas guiadas. Juan Muñoz

Visitas guiadas - Juan Muñoz


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      Vivía de forma opaca, invisible. Era una buena estudiante, aplicada y discreta. Discreta, no: timorata. Me sentaba en la última fila, casi siempre sola, y los compañeros atribuían mi ineptitud para las relaciones sociales y mi timidez patológica a un físico alejado de los cánones establecidos, muy poco femenino. «Ojalá cambie este tiempo opresivo», pensaba. «Ojalá cambie yo».

      Pero yo no cambiaba. Al contrario. Me enamoré de quien no debía. De aquella chica con «los ojos de un azul desleído y casi transparentes» —tomo la frase de mis Cartas desde la sombra. Ahora me parece de una cursilería insoportable. No acabo de entender su éxito. Aunque, sí, eran otros tiempos—. Le enviaba misivas llenas de un lirismo antiguo, exacerbado. Yo la veía como un ángel. Tan perfecta que no parecía de verdad. Le dejaba aquellas cuartillas en algún rincón del pupitre, aprovechando sus ausencias. Ella se pavoneaba de aquellas cartas encendidas como de un trofeo y, aunque disfrutaba con el juego del anonimato, se las había atribuido a un chico de la clase. Es curioso cómo los deseos interfieren en el sentido de la realidad. También la ignorancia. ¿Cómo aquel chico de sonrisa impostada, con los rizos sospechosamente descuidados cayendo sobre la frente, con el cuerpo que quería ser apolíneo mediante el uso de hombreras y con la sensibilidad de un caracol babeando por las paredes podía ser el autor de mis cartas?

      Cometí una imprudencia. Fue un día en que la impresora dejó de manar tinta cuando me faltaba un solo párrafo para terminar. Sentí una angustia que me inundaba el pecho y una sensación irracional de apremio, de no poder esperar. Escribí aquel párrafo a mano y le metí la hoja doblada en uno de sus libros. Ella jugó por la clase a ser Sherlock Holmes: bolígrafo de tinta negra, punta fina y una letra endiablada y desordenada, similar a una alambrada. Empezó con la hipótesis más deseada y menos probable: la del chico que enseñaba siempre los dientes blancos. Tras la frustración inicial al no apreciar ninguna coincidencia entre la letra de la carta y la de sus apuntes, siguió investigando, aunque con menos interés. Sin éxito. Estaba a punto de desistir cuando, al repartir unos ejercicios que nos habían mandado en la clase de Lengua y literatura —con frecuencia se ofrecía voluntaria para este tipo de tareas, más por pasear su cuerpo por el aula que por colaborar, supongo— se encontró de bruces con los inconfundibles rasgos paranoicos de mi letra. Se quedó con el papel en la mano, petrificada como una estatua.

      Su mirada resbaló sobre mí para detenerse en el bolígrafo negro, de punta fina que llevaba en la mano. Después negó levemente con la cabeza, como si dijera «esto no puede ser». Lo pronunció unos minutos más tarde, como si el lenguaje tuviera un efecto retardado respecto al pensamiento. Al decirlo, la voz se le espesó, entrecortada por la congoja. Recuerdo vagamente el carmesí vampírico que lucían sus uñas y los rasgos canónicos de su rostro, lleno de estupor. Yo, mientras, me sentía humillada. La piel se me puso rígida, como la de un tambor. Me quedé con la cabeza gacha y la cara huidiza para disimular los efluvios de sangre que enrojecían, lo notaba perfectamente, mis mofletes. Se equivocan los autores trágicos cuando ensalzan la grandeza del dolor. El dolor tiene un tacto de ceniza gris en los dedos.

      Reaccionó a su rabia de la forma más ruin que puede hacerse en estos casos: divulgando aquellos escritos íntimos y personales buscando el oprobio, la marca del lesbianismo como si fuera una lepra de la que hay que alejarse, y entregó las epístolas sobre amores imposibles al profesor, que, lejos de reaccionar como ella esperaba, quedó prendado de su calidad literaria, de la forma tan sutil y llena de lirismo con que desnudaba mis sentimientos.

      Ya en privado, el profesor intentó desdramatizar la situación, procurando rescatarme de la exclusión donde me habían instalado, y elogió mis cartas como se elogia un paisaje otoñal, pasando por alto mi desnudez en aquellas cuartillas. Después, me propuso enviarlas a una editorial que gestionaban unos amigos suyos. Yo acepté, siempre que apareciera bajo seudónimo.

      No me esperaba el éxito de Cartas desde la sombra. No era un género que se prodigara y mi autoestima no estaba precisamente muy alta. Ni siquiera como escritora. La crítica se deshizo en elogios cuando se enteró, a través de la editorial, de que el escritor tenía dieciocho años. Digo el escritor porque el seudónimo con que las firmaba, Jerónimo, era masculino. Naturalmente, mis compañeros de clase sabían su procedencia, pero no querían contribuir a mi fama desvelando la autoría real de aquellos textos. Bastante tenían con lamer las heridas que les provocaba la envidia ante el giro inesperado que había tomado el asunto de las cartas clandestinas. Algunos medios de comunicación presionaron a la editorial para conseguir una entrevista, pero siempre quise permanecer oculta.

      No supe más de la chica. Estudié Filología Hispánica y trabajo en la editorial que publicó mi obra. Soy correctora. Es una tarea que exige la máxima atención porque, si te distraes, se te escapan las erratas que permanecen agazapadas dentro de las frases como un animal que se camufla en la selva. Siempre insistieron en que siguiera escribiendo, pero carezco de imaginación creativa y solo sé escribir sobre lo que me pasa. Ya sé que muchos escritores afirman que, en el fondo, siempre se escribe sobre uno mismo, que la literatura es una forma de catarsis y todo eso. Pero no es lo mismo. Yo soy incapaz de esconderme detrás de unos personajes.

      Ahora tengo una compañera. Se llama Sonia y toca el violín en una orquesta sinfónica. Cuando ensaya en casa, se pone cómoda, con su pijama de franela adornado con dibujos de instrumentos musicales. Yo observo de soslayo su mirada ausente y la forma en que se ajusta el violín bajo la barbilla antes de extraer con precisión todas las notas que exige la partitura. Somos una pareja tan convencional como cualquier matrimonio desgastado por el tiempo. Ella irradia alegría con su rostro travieso, su epidermis moteada y su pelo negro, muy corto. Me sacó del fondo enfangado donde me encontraba.

      Cuando empecé con la novela que acabo de destruir, noté que no sabía escribir sin mi secreto. Al principio estaba demasiado relajada, sin tensión interior, pero ese estado duró muy poco. La novela avanzaba como si lo hiciera por un pedregal embarrado y escondía una venganza de la chica de los ojos transparentes: era ese personaje odioso con el que nadie se quiere identificar. Todo lo que conseguía fabular iba destinado a destruirla. A medida que la historia se entrelazaba, fluía una sensación extraña, desasosegante. Aquellos años turbios emergían y, aunque la memoria hizo lo posible por olvidar hasta su nombre, los recuerdos empezaban a perturbar mi equilibrio y anegaban mi corazón. Pensé que podía escribir desde la distancia, pero cuanto más quieres dejar algo en el camino, más te persigue. Revivir aquellos años, mis empeños adolescentes en negarme la felicidad, se estaba convirtiendo en una horrible pesadilla, así que opté por abandonar aquella obra como se abandona a un perro herido.

      El cascarrabias

      El gesto malhumorado que destilaba aquel hombre no respondía a nada en particular. Era tan natural en él como las dos piernas, ligeramente arqueadas, que sostenían su cuerpo. Tenía una mirada helada que parecía agazaparse dentro de las cuencas de los ojos, la nariz prominente y ganchuda, las orejas coriáceas y de lóbulos alargados, el pelo abundante y entrecano, y un labio leporino disimulado por un bigote de foca.

      Bajaba por una de las rampas que dan acceso a la playa. Llevaba un traje de baño negro y una camiseta cerrada como único vestuario, y calzaba unas sandalias de plástico sencillas que, al pisar, abofeteaban las piedras rejuntadas. Sobre sus hombros colgaba una mochila que encerraba una toalla y un libro, Indignación, de Philip Roth. En la mano derecha sostenía una silla plegable de aluminio. El escaso atuendo dejaba ver su delgadez supina. En las piernas, unas venas varicosas recorrían como meandros de un río las pantorrillas y bajaban hasta los calcañares, y en los brazos, unas manchas rosáceas se dibujaban como mapas. Era, como se suele decir, una persona mayor, aunque de edad indefinida y, por lo demás, gozaba de una salud envidiable. En realidad, el consejo del médico para que combatiera la psoriasis y las varices con agua marina era el único responsable de que aquel hombre bajara a la playa.

      Esa mañana había sido uno de los primeros en pisar la arena, de manera que escudriñó, con una mirada torva, el horizonte para elegir el mejor sitio. Si hubiera sido un felino, habría rugido con fuerza para marcar bien el territorio, pero era un primate inteligente, así que abrió la silla y desplegó la toalla unos metros más


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