Nunca me confieso. Irene Escribano Veloso

Nunca me confieso - Irene Escribano Veloso


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sola allí. Pero no, apenas me encaminé a las últimas puertas y entregué mis comprobantes del equipaje, vi a poca distancia a un grupo de personas con carteles gritando a viva voz varios nombres, y entre ellos creí escuchar el mío. Me acerqué contenta a una espléndida muchacha, cuya piel morena expelía brillos, que me pareció que cubrían también una parte del cartel que portaba con mi nombre. Me aproximé aliviada y sonriente y le dije: “Yo soy Eliana Dentone, de Chile”.

      El traslado desde el aeropuerto José Martí al hotel fue rápido y sin contratiempos. Bastó que identificaran y agruparan a las doce personas –entre ellas yo– de la nómina que portaban los agentes de la empresa de turismo contratada para tal efecto. Ya instalada en el cómodo bus, con aire acondicionado, para mi alivio, y como me gusta conocer a la gente, comencé a preguntar quiénes eran, de qué país provenían, presentándome al mismo tiempo yo. La decena de viajeros estaba compuesta por hondureños, peruanos, argentinos, ecuatorianos y dos chilenos.

      El camino hasta la ciudad era como lo había imaginado. Un verde intenso con árboles desconocidos, palmeras, helechos gigantes, alternado con flores multicolores cubiertas por gotitas de agua.

      Pero cuando quise abrir una ventanilla para ver mejor ese paisaje bellísimo, el calor húmedo me sofocó al instante, causándome otro susto. La simpática voz que me había recibido y llevado hasta el bus cambió de pronto y con un acento inconfundible y un tono muy fuerte a lo cubano, me gritó “cómo se te ocurre hacer eso, mami”, y continuó agregando que no debí abrir la ventana, de lo contrario “el aire acondicionado no sirve de nada, mami”. Y cómo iba yo a saberlo, pensé, susurrando un tanto asustada, en mi casa no hay de esas cosas, solo en algunos autos y en algunas oficinas he visto esa cuestión. Es más –pensé orgullosa– en mi país no lo necesitamos.

      Si hasta acá la belleza exuberante del camino me traía encantada, mi sorpresa fue mayúscula cuando el minibús se detuvo y los guías nos invitaron a descender e ingresar al hotel. No retuve el nombre de aquel hotel. Posiblemente en alguna película había visto algo parecido: un gran hall, diferentes salones, varios pisos, modernos ascensores y el ruido de las olas del mar muy, pero muy cerca. Seguí a los demás hasta acercarme al mesón para registrarme –estaba todo en orden con mi reserva realizada desde Chile–. Luego de darme las llaves y desearme una excelente estadía, nos anunciaron a todos los recién llegados que el hotel nos tenía preparado un cóctel de bienvenida. Se acercaron unos guapos muchachos morenos con bandejas repletas de refrescantes mojitos y otros tragos combinados con mango y maracuyá, al tiempo que iban informándonos de la ubicación de las distintas instalaciones y los atractivos del hotel, que en ese momento me enteré que era de cinco estrellas.

      Cuando hube sorbido por completo y agradecido el vaso de mojito, un joven conserje me llevó por el ascensor hasta mi habitación, portando mi maleta y abriendo la puerta amablemente para que yo ingresara. Al mirar adentro me sentí como una reina. Él ya se retiraba, deseándome una grata estadía, cuando me di cuenta de que era necesario darle una propina. Llevaba poco dinero, pero me acuerdo que algo tengo y saco un arrugado dólar que siempre llevo en mi billetera para la suerte y se lo alargué un tanto compungida. Él lo agradeció con una amplia y blanquísima sonrisa inundando su rostro moreno y diciendo: “¡Gracias, compañera!”.

      El cuarto era espacioso, con una gran cama, baño privado, frigobar, teléfono, ventanales del techo al suelo de la habitación y aire acondicionado. Antes de despedirse, el joven me mostró por uno de los ventanales la piscina natural, ubicada en el jardín del complejo turístico, y me dijo que si lo deseaba podía bajar. Desde la ventana pude ver multiplicada la verde vegetación y una piscina que se unía con las olas del mar. No podía creer tanta maravilla; ni en sueños habría imaginado estar en un lugar así. Pensé qué maravilloso sería si todas mis compañeras tuvieran la oportunidad de conocer y disfrutar de un sitio como este. Al mismo tiempo yo sabía que en los escasos cuatro días que duraba el evento, sería muy poco probable que pudiera gozar de esas maravillas. El programa de actividades estaba lo suficientemente recargado como para que quedaran solo algunos ratos en la noche o al mediodía para escaparse a conocer la ciudad. También yo sabía que había que tener dólares para moverse con tranquilidad y dárselas de turista. Tanto el hotel como el lugar del evento estaban lejos de La Habana Vieja, así es que decidí dos cosas; la primera: dejar cerradito y sin tocar el frigobar, ya que alguna vez me había quedado sin un peso por tomarme una inofensiva agua mineral, y la segunda: que solo saldría a dar una vuelta por la ciudad un día en la tarde, antes de regresar a Chile, para conocer a la gente del pueblo y para ver a mis compañeras trabajando.

      Las siguientes horas de la tarde, además de desempacar y refrescarme un poco con una ducha fría, las destiné a ir a registrarme al lugar del evento, recibir las credenciales, el infaltable bolso con el programa, el libro con la publicación del foro, un lápiz y unos vales para los almuerzos. Luego me propuse tratar de ubicar el lugar donde haría mi presentación al día siguiente.

      En mi recorrido por el inmenso y majestuoso Palacio de las Convenciones comencé a sentirme más en confianza. Allí me encontré a varias personas con las cuales ya había compartido en otras ocasiones en foros y seminarios similares. Era impresionante ver tantas caras conocidas; me daban ganas de preguntar: ¿desde qué evento que no nos vemos? o ¿irás al próximo encuentro en Brasil?

      Los participantes rápidamente nos transformamos en un bullicio de unas tres mil personas, transitando por los pasillos, las salas, conversando en pequeños grupos en las escalinatas, todos requiriendo información, confirmación de vuelos, algunos solicitando cambios de hotel, más materiales, en fin… Ardua tarea para el abrumado equipo organizador, pensé.

      Entre los conferencistas se rumoreaba que incluso el compañero Fidel podía aparecer durante la inauguración o en la ceremonia de clausura. Me emocionó la idea. Tenía ganas de conocerlo, o al menos verlo desde el auditorio y escucharlo hablar.

      Era un evento importante. Allí estaban convocadas cientos de instituciones públicas y privadas, organizaciones sociales, no gubernamentales, académicos y los activistas de América Latina y El Caribe que luchan contra el sida; por lo cual Eliana estaba expectante, deseaba hacer

      su mejor presentación, mostrar su manejo en el tema y sobre todo

      lograr sensibilizar a todos los que la escucharan. Quería hablarles de los problemas y de la lucha diaria de las trabajadoras. Deseaba lograr, con la fuerza de su convicción, que su causa no quedara relegada a un segundo plano entre tanta discusión, análisis científico y la atención que siempre en estos eventos acaparan otros grupos como los gays y los jóvenes.

      Esa misma tarde llegó el esperado momento de la sesión inaugural. Casi sin que me diera cuenta, de pronto ingresó él en el escenario, el Comandante Fidel. Yo me encontraba fascinada, miraba a cuanta persona podía ubicar desde mi asiento y saludaba con gestos alegres a aquellos que estaban más lejos. Él entró de improviso, se sentó junto a otras autoridades, saludó alzando las manos con una ancha sonrisa. Yo no escuchaba lo que declaraba en ese momento el ministro de Salud cubano, quien suspendió su discurso por un momento, ya que el ruido de los aplausos apagó su voz. No creo que alguien se concentrara en los discursos que siguieron. Ni yo misma lo recuerdo. Estaba prendada de su figura sentada pacientemente. Observé que varias veces se acercó a musitar al oído de una persona que se encontraba de pie junto a él. ¿Estará aburrido? ¿A cuántas ceremonias de este tipo le habrá tocado asistir? –pensaba yo–. Lo veía sonreír con ganas cuando contemplaba a grupos de música y danza que representaban a cada uno de los países presentes, luego de las intervenciones oficiales. Por supuesto me emocioné cuando tocaron y bailaron una bien zapateada cueca chilena, y junto a los pocos compatriotas que estábamos en el público, aplaudimos con entusiasmo desmedido para acompañar el baile. Para mi pesar y el de todos, creo, él no intervino durante la ceremonia de inauguración, no obstante era notoria su presencia. Todo el mundo aplaudió su ingreso y su retirada. El aplauso fue cerrado y todos nos pusimos de pie. Incluso creí ver varios ojos empañados por las lágrimas de solo mirar desde lejos al Comandante y darse cuenta de que estaban allí, junto a él, compartiendo el mismo espacio.

      Recién cuando se hubo retirado, entendí el notorio revuelo producido por el aparato de seguridad. Las medidas fueron extremas,


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