Nunca me confieso. Irene Escribano Veloso
uno a uno nuestros bolsos y carteras, requisaron máquinas fotográficas y cualquier otro objeto que les resultara sospechoso. Varios participantes quedaron molestos con este inesperado operativo.
De la inauguración oficial, plena de discursos de bienvenida, deseos de éxito para los propósitos del evento y planteamientos de las más altas autoridades de salud de la Isla y representantes de los gobiernos de Brasil y también de Chile, pasamos a un caluroso (allí no había aire acondicionado), regado y surtido cóctel donde no faltó el refrescante mojito, desconocidos embutidos, frutas y jugos exóticos y toda clase de platos exquisitos de la cocina cubana. Todo lo que pude probar fueron para mí deliciosos manjares.
Al día siguiente, cerca del mediodía y cuando menos lo esperábamos, apareció nuevamente él, mientras se celebraba una sesión especial con las autoridades de los programas del sida de los países presentes. A diferencia de la sesión inaugural, venía dispuesto a dirigirse al auditorio. Eso se notó apenas ese gigante imponente, con su habitual uniforme verde oliva, se acercó al micrófono preparado para él y dijo en tono resuelto y risueño, mirando de frente a los tres mil pares de ojos y oídos ávidos… “seguramente están pensando que ya es hora de salir a almorzar. Lamento decirles que tendrán que escucharme y puede que me alargue un poco, como dicen por ahí”. Todos nos reímos al unísono, comentando los que estábamos en asientos más cercanos: “¡Ojalá no sea cierto lo que está diciendo, hace rato que tengo hambre!” Y estaba en lo cierto, su discurso interesante, lúcido, amplio y atingente al tema que nos reunía, se prolongó por más de cuatro horas, durante las cuales no faltó quien saliera a respirar, a iniciar una rápida colación o simplemente a ir por un café o dirigirse al baño. Yo fui una de las que no aguantaron la necesidad de ir a los lavamanos a refrescarse un poco.
Me impresionó su conocimiento sobre el sida y su capacidad para hablar sin detenerse durante todo ese largo tiempo (y yo preocupada cuando apenas tenía diez minutos para dirigirme al público). Se paseó con soltura por los impactos sociales, políticos y económicos que provoca la enfermedad; recurrió a estadísticas de la epidemia en su país, en América, en África y Asia; se refirió a los planes de solidaridad internacional del pueblo cubano con otras causas, especialmente al apoyo médico en el continente africano; señaló los miles de estudiantes extranjeros formados en las universidades cubanas y muchos otros antecedentes que no logré retener.
Cuando consideró que era suficiente y hubo concluido su discurso, él mismo nos invitó a levantarnos e ir a recoger el almuerzo, que seguramente nos esperaba un tanto frío, aseveró. Yo me fui directo a la sala donde sería mi presentación esa misma tarde. Habían transcurrido más de cuatro horas –las había verificado en mi reloj pulsera– y ya no tenía hambre. Transité por uno de los pasillos y les regalé el vale de almuerzo a unos activistas que estaban acomodados en el suelo. Estaba un poco nerviosa y quería mirar antes el terreno que pisaría algunas horas más tarde.
A esa misma hora, afuera, hacía muchísimo calor. Los habitantes de la Isla se acababan de enterar de la decisión del gobierno de ejecutar a tres marinos desertores. Los ánimos estaban encendidos. Corría el rumor de que en el malecón se estaba reuniendo una multitud para manifestarse en contra de esa medida. Otros comentaban que la protesta no prosperaría, que el grupo se dispersaría al instante en cuanto el Comandante bajara de su jeep. En las noticias de esa noche no apareció este suceso, aunque al día siguiente, a media voz, los conferencistas, particularmente los extranjeros, comentaron el hecho calladamente en los pasillos del Palacio de las Convenciones.
Nuevamente allí estaba ese calor rozando sus mejillas. Imaginó que todos la observaban. Repasó el auditorio buscando un rostro conocido. Divisó a personas que le resultaron familiares, simpatizantes de su causa, a unos compatriotas de la Comisión Nacional del sida y junto a ellos a una reconocida parlamentaria.
Era la oportunidad de sensibilizar al público y conseguir apoyo. En Chile se avanzaba poco y lento. La idea de un trabajo en redes le devolvía las fuerzas. Además quería ver con sus propios ojos lo que sucedía en la Isla, según rumoreaban sus compañeras.
Eliana se vio alta y soberbia sobre el pódium. La penumbra de la sala no impidió divisar en su blanca tez dos aureolas rosadas. Solo ella notaba el pequeño hilo de sudor que humedecía el vello finito detrás de su cuello. Agitó la cabeza con altivez. Ese gesto coqueto y seguro la refrescaba. Se calmó un poco. Sonrió y pensó: ¡Esto se parece a aquella primera vez! Respiró profundo, tragó un poco de saliva, y comenzó a hablar lento pero firme.
Aquella primera vez, cuando él tomó la iniciativa de acercarse y hablarme, le dije despacito, acercando mis labios a su oído, que solo iba a acompañarlo un momento para conversar. Mentira. Yo sabía que no había venido hasta a mí por eso, al menos esa primera noche. Llevaba un traje gris, con pequeños trazos negros –a simple vista se notaba que era de buena tela, de esos paños que llevaban mi padre y mis tíos para las ocasiones especiales–. Sus zapatos lucían brillantes bajo la escasa luz del local. Se movía con agilidad, avanzando con la seguridad de quien lleva una billetera suficientemente abultada para costear cualquier deseo. No titubeó ni un segundo cuando clavó su mirada justo a la altura de mi cara y casi susurró: “¿Cómo te llamas?” Yo le respondí de inmediato, medio turbada, “Elizabeth, Elizabeth”, arrastrando y siseando las últimas sílabas de esa reciente identidad asumida con orgullo.
Apenas ingresé a la disco Marabú, en la calle Emiliano Figueroa, la dueña del local, mirando alternadamente a mí y a Gina, como buscando nuestra aprobación, con voz potente y segura exclamó: “Pero si eres igualita a la actriz esa de los ojos violetas, la Elizabeth Taylor”. Desde ese momento y con mi total aceptación, el nombre de fantasía que me acompaña hasta el día de hoy es Elizabeth.
Él me miró con ojos encantados. Dijo me llamo Luis Enrique. Me tomó de la cintura y me llevó hasta el centro de la pista de baile. Me apretó solo un poco, lo suficiente para que percibiera su olor a perfume caro. Terminado el baile, un bolero de Lucho Gatica, me invitó a salir. Yo acepté. Me caía bien. Me agradaba su olor y su forma de tratarme.
Lo había observado detenidamente mientras saboreaba su trago sin dejar de mirarme. Se veía elegante. Era mayor que yo, tendría unos 60 años, mostraba un aspecto jovial en su sonrisa y sus manos eran firmes. Su mirada clara me tranquilizó. Yo no sabía cómo tenía que comportarme. Gina solo me había dicho que todo dependía de lo que yo quisiera hacer y la verdad es que no tenía nada de claro hasta dónde era capaz de llegar. Mis piernas estaban un poco débiles y a pesar de que siempre había usado zapatos de tacos altos, esa noche me apretaban más de lo acostumbrado.
Hablamos un rato de esas cosas que son difíciles de recordar porque se conversan muchísimas veces con distintas personas en lugares diversos. Yo trataba de seguirle la conversación. Pasamos del calor de ese verano a la contaminación de la ciudad y nos referimos brevemente a los hijos. Él tenía dos, igual que yo. ¿Qué coincidencia, no? Me contó que era anulado dos veces y que vivía con su hermana, una enfermera soltera.
En un momento de pausa, esas donde algunos dicen: “pasó un ángel”, no pude dejar de pensar en el lugar donde estaba y para qué estaba allí. Justo en ese instante me pidió que lo acompañase. No esperó mi respuesta; quizá estaba seguro de que no me iba a negar. Bastó salir del local para ingresar al hotel, ubicado al lado derecho de la misma cuadra. Me llevaba de la mano. Me gustó ese gesto. Tenía la sensación de que iba a ser amada como cualquier otra mujer que va orgullosa y sintiéndose querida a los brazos de su amante. Casi logré sentirme como su señora. Me había contado que llevaba varios años separado y que estaba solo. Pero no, yo sabía que por más que me ilusionara con la idea, su amabilidad respondía a que quería estar conmigo en la cama. Como decía mi mamá, “jamás confíes en las intenciones de los hombres, al final resultan ser todos iguales y siempre quieren lo mismo de una”. Yo había tomado la decisión. Aunque resultara difícil, yo quería enfrentar esta situación. Me propuse –el mismo día que crucé las puertas de ese local– que no habría vuelta atrás si de mí dependía.
Claro que tenía miedo, pero poco a poco fue desapareciendo cuando él me empujó suavemente hacia el interior de la habitación. Las luces bajas me envolvieron, junto con una melodía romántica que salía de un parlante que