Nunca me confieso. Irene Escribano Veloso
mañana, con la sonrisa de Luis Enrique aun en la memoria y lanzando unas palabras sueltas al aire para tranquilizar a mamá, me dirigí hasta la cocina pero no tenía hambre. Moví algo de la vajilla para que ella creyera que había comido y fui hasta mi cuarto, ubicado al lado del dormitorio de mi madre desde siempre. Me recosté sobre la cama. Tampoco tenía sueño. Estaba demasiado excitada con todo lo vivido. Me gustó la plata y la sensación de poder obtenerla de esa manera. Iba a poder resolver las necesidades que en ese tiempo tenía. Por mi mente pasaban rápidas imágenes de Luis Enrique: su gesto y su actitud comprensiva, la que con seguridad era un raro comportamiento. Las cosas que me contó de su vida daban vueltas y vueltas en mi cabeza. Ya no aguantaba las ganas de que pasaran rápido las horas para volver a verlo.
Lo esperé en la Disco tal como habíamos quedado la noche anterior. Se demoraba y tuve que hacer esfuerzos para aguantar un poco de frío que sentía, mientras consumía mi Coca-cola; Gina me había sugerido que tratara de no beber alcohol, pero a mí nunca me han gustado los tragos ni los cigarrillos. Esperándolo pacientemente se me vino de pronto a la cabeza una canción de ese talentoso niño español Joselito, que a mí me encantaba. Me la había aprendido durante mi largo noviazgo con Víctor, mi ex marido, y no pude evitar cantar despacito, solo para mí:
Una vez un ruiseñor,
por las claras de la aurora,
quedó preso de una flor,
lejos de su ruiseñora.
Esperando su vuelta al nido,
ella vió que la tarde moría,
Y a la noche cantándole al río,
medio loca de amor le decía:
¿Dónde estará mi vía
por qué no viene?
Qué Rosita encendida
me lo entretiene.
Agua clara y de caminos,
entre juncos y mimbrales,
dile que tienen espinos,
las rosas de los rosales.
Dile que no hay colores
que yo no tenga.
Que me muero de amores.
dile que venga.
Estaba inquieta. Quería que apareciera pronto. Luis Enrique me había gustado apenas se me acercó. La velada de la noche anterior y su comprensión frente a mi rechazo hacían más deseable su compañía. No quería que ningún otro parroquiano se me acercara. Evité a varios que me invitaron a una bebida o buscaron conversación conmigo esa segunda noche, mientras yo, sola, con un largo vestido de noche, rojo, esperaba en la barra del bar a que apareciera Luis Enrique.
¡Allí estaba de pronto! ¡Por fin! Miré mi reloj. Eran las dos de la mañana. Entró a la Disco y fue directamente hasta donde yo estaba. Llamó al mozo. Pidió una Coca-cola para mí. Él tomó, sediento, una piscola y salimos. Partimos. Ambos avanzando lentamente con la seguridad del camino conocido. Él iba susurrando en mi oído palabras amorosas…, ardientes. Me decía que me había extrañado y que había tenido harto trabajo ese día y que su hermana lo había retenido más de la cuenta porque no quería quedarse sola.
Me abrazaba con soltura y con confianza. Me llevó nuevamente hasta la misma habitación del hotel de la noche anterior. Esta vez fue distinto. También yo deseaba su forma amable y delicada de tratarme. Además, el que llevara ya unos años de separada anuló cualquier asomo de resistencia de mi parte. Entramos a la pieza y comenzó a desnudarme y a besarme sin apuro. Lo dejé hacer. Sentí unos leves estremecimientos de placer. Un hilillo de sudor me brotó en el cuello. Cerré los ojos. Me dejé envolver en su aroma. Dejé que recorriera y amasara mi cuerpo a su antojo.
Me amaba con suavidad, atento a mis señales placenteras. No dejaba de hablarme y eso me excitaba mucho. Estaba sobre mí. Mirando directamente a mis ojos. Enlazaba mi espalda y mis piernas con seguridad pero sin fuerza. Tomaba con sus manos mi cuello y lo besaba mojándolo con su lengua sedienta. Bajaba por mis brazos, hasta rozar uno a uno los dedos de mis manos, mojándolos con su saliva abundante y tibia. Lograba que me retorciera de placer, que brotara libre la humedad bajando desde mi centro, chorreando por mis piernas. Comenzaron a salir de mí gemidos guturales y roncos que recién iba conociendo; provenían de mi garganta. Humedecí mi cuerpo entero y las sábanas. No era posible saber a quien de los dos pertenecía esa mezcla olorosa, agridulce de fluidos. Sí, yo sentía que me daba más que gozo. Sentía una unión ardorosa con él.
El tiempo en esa cama parecía detenerse. Logró que me entregara totalmente. No había prisa ni en sus ademanes ni en sus palabras. Me trató como se trata a una señorita. Eso ayudó a que mi ingreso al trabajo fuera como sí, en cualquier otra situación un hombre me hubiera llevado dócilmente a la cama para amarme con un abierto deseo.
Cuando Luis Enrique estuvo satisfecho y yo aún suspiraba agitada, encendió un cigarrillo, se vistió cuidadosamente, mientras yo, aún turbada, tomaba los billetes que él colocaba en el velador y rápidamente los guardaba en mi cartera. No se fue sin antes decirme:
–¡Adiós, muchas gracias por todo! ¡Nos veremos pronto!
Ocurrió tal como dijo. Fue a buscarme a la Disco muchas veces, durante años. Nuestra relación y nuestra amistad fueron creciendo; así como nuestras confidencias. Varias veces me planteó que cuando quedara solo, es decir, cuando muriera su hermana solterona, quería que me fuera a vivir con él. Aún nos vemos, y lo que nunca ha cambiado en nuestra relación es la forma de hacer el amor. Conversamos mucho y yo recibo siempre la plata que él deja en el velador del cuarto donde nos acostamos, aunque en los últimos años a veces solo me preocupo de acariciarlo y de escucharlo. Su edad le ha pasado la cuenta en el plano sexual y su potencia viril ha ido disminuyendo. Le cuesta excitarse y a veces simplemente se conforma con que yo le dé un buen masaje a su cuerpo cansado.
Mi entrada al comercio sexual no fue ni siquiera pensada por un instante antes en mi vida. Me casé enamorada, probablemente como todas, sintiendo y queriendo que esa unión durara toda la vida, pero las cosas cambiaron abruptamente el día en que descubrí que mi esposo me engañaba en mi propia casa. Al igual que como hizo mi madre, jamás pude disculpar esa traición. Intenté algún trabajo; sabía que debía responder por la crianza de mis dos niños. Al separarnos, mi marido ofreció quedarse con ellos; en ese momento a mí me pareció la mejor alternativa y hasta el día de hoy no me arrepiento. Él los ha educado y yo jamás he dejado de cumplir con mis responsabilidades maternas. Mi suegra se ha encargado hasta el día de hoy de la crianza de sus nietos. Se los entregué con dolor, sintiendo en ese momento que no tenía otra salida.
Intenté otros caminos. Incluso antes de trabajar como secretaria en la consulta médica había cruzado la Cordillera de los Andes, buscando mejorar mi situación de mujer recién separada. Acepté con agrado el ofrecimiento de unos familiares para irme a probar suerte fuera del país y partí resuelta a Buenos Aires. Llegué con una pequeña maleta y varios sueños. Entre ellos, hasta el de encontrar un amor fiel que me quitara la incredulidad almacenada en mis entrañas.
En bus arribé a la terminal Constitución. Allí me esperaba mi futuro patrón, Armando, quien, a través de mi primo, me conocía solo por fotos. Yo de él no sabía mucho: que vivía solo, que era dueño de la agencia donde trabajaría y que era un hombre mayor y con dinero. Se acercó a mí apenas me reconoció. Tomó mi equipaje y me condujo hasta su coche. Yo iba callada, respondiendo solo a sus preguntas. Nos trasladamos hasta el barrio residencial Lafinur. Una vez instalada en su casa, me llevó a almorzar al barrio La Boca. Pasamos toda la tarde juntos y pude confirmar de sus propias palabras que era viudo, que no se había vuelto a casar y que tenía hijos ya mayores e independientes. Por la noche me llevó a la casa de