Nunca me confieso. Irene Escribano Veloso
un trabajo que iniciaría al día siguiente en la agencia de turismo Tiza Internacional.
Me gustó de inmediato el empleo. Las oficinas eran cálidas y bien decoradas con muchos cuadros de playas, palmeras y puestas de sol. En la agencia me dedicaba a atender a los clientes y a resolver todas las tareas encargadas por Armando. Muchas veces recorrí la ciudad para llevar correspondencia de pasajeros. También retiraba o entregaba pagos de cheques y encomiendas. Esto me permitió familiarizarme con las calles y las amplias avenidas y moverme sin problemas por donde yo quisiera. Además debía mantener en orden las oficinas, lo cual tampoco significaba gran esfuerzo, ya que eran solo dos salas, la recepción y la oficina de Armando, un baño y una pequeña cocina donde preparar café.
Con el transcurso de los días comencé a asumir también el aseo y orden de la casa de Armando, situación que me pareció normal al principio y no me desagradó. Sentí que debía hacerlo. Vivía en su casa y además jamás me ha desagradado realizar las tareas domésticas, por el contrario, me gusta que todo luzca siempre limpio y ordenado. Me levantaba muy temprano, aunque hubiéramos salido de paseo y hubiéramos regresado tarde a casa o aunque nos hubiéramos dormido de madrugada agotados de amarnos en la alfombra o en la cama de su cuarto. Después de unas semanas ya no fue necesario cuidar de dos dormitorios. En el cuarto destinado a mi estadía finalmente solo permanecía mi maleta, que, por alguna razón, jamás deshice por completo. Regaba las plantas, que fueron aumentando con mi llegada. Cambiaba de lugar los muebles para poder limpiar profundamente y para lograr ver variaciones en ese espacio que al principio encontré tan gris y falto de una mano femenina.
Los días laborales eran ajetreados. También muchas noches nos divertimos de lo lindo. Armando me invitaba a cenar a lujosos restaurantes y en ocasiones, para consentir mis gustos, me llevaba a bailar a un salón llamado El Papagayo. Recuerdo que no pudo negarse a asistir a un recital en el Teatro Ópera, donde cantaba Estela Raval, que a mí me encantaba. Esas actividades eran divertidas y emocionantes. Podía lucir arreglada y vestirme con trajes de noche, cosa que siempre me ha gustado. Tampoco faltaron los paseos cercanos al río, donde comíamos parrilladas en los carritos; ni las tardes enteras de los fines de semana en que compartimos unos contundentes asados con los amigos de Armando.
Él era un hombre adinerado, culto y que había viajado por el mundo. Dominaba nueve idiomas. Era de ascendencia húngaro-argentina y se había transformado con los años en un exitoso empresario. Pero era un hombre que estaba y se sentía solo. Se veía apagado y melancólico. Su amabilidad me llevó a quererlo y a intentarlo todo para que se sintiera feliz. Sentimientos que en alguna medida llegamos a compartir y a disfrutar.
Yo me sentía protegida, segura y tratada como mujer, aunque él era mucho mayor que yo. Mi juventud y mi energía lo volvieron dócil y entregado a mis ocurrencias. De ser su secretaria, pasé además a ser su pareja, y en este estado de relación comencé a elegir sus perfumes, su ropa y hasta me permitió que le tiñera su cabellera canosa.
En ese par de años junto a Armando, Eliana viajó a Chile dos veces a visitar a los niños. Las visitas fueron breves pero suficientes para mantener el vínculo con su familia, regalonear a los niños y ver a su madre. Volvía a Buenos Aires con el corazón apretado y con la esperanza de ahorrar lo suficiente para regresar definitivamente con los suyos.
A los dos años de convivencia con Armando, comenzó a sentirse hastiada. Se sentía controlada y vigilada. Él, sin proponérselo, se adueñaba de su vida, y aumentaba su pesar la separación de sus seres queridos; además no conseguía ahorrar lo que se había propuesto. Armando consideraba que era suficiente darle su sueldo, proveerle de ropa, de comida, de vivienda y de una que otra distracción.
La relación llegó al máximo nivel de tensión cuando ella le solicitó un aumento de sueldo, aunque fuera pequeño, y Armando se negó, argumentando que ella tenía todo lo necesario. Eliana reunió los pocos pesos que poseía para costear su pasaje a Chile y le avisó que al otro día se iba. Él lloró, le suplicó que se quedara, pero para ella ya no había vuelta atrás.
Buenos Aires de dulce y agraz, amé el tango y la vista del Obelisco desde la calle Bernardo de Irigoyen, donde trabajé dos años. Al igual que en mi separación matrimonial, mi regreso fue el punto final para la relación con Armando. Él me buscó durante un buen tiempo. Llamaba y escribía a Chile rogándome que volviera junto a él. No lo hice. Si bien él me daba afecto, protección y seguridad, yo quería estar cerca de los míos y tener independencia económica. Cuando me separé, me fijé el firme propósito de salir adelante y de que jamás volvería a creer en un hombre o a depender de él. También tenía algo de rabia y frustración acumulada de mi vida en Buenos Aires junto a Armando. A la larga yo le resolvía las tareas de tres o cuatro personas: mantenía la casa limpia y ordenada, trabajaba como secretaria en la agencia, realizaba los mandados y las compras, y también le resolvía a él sus necesidades sexuales y afectivas.
Al regresar a Chile las cosas seguían igual en mi casa. Allí, entre esas altas paredes de adobe y la luz filtrándose por las ventanas del pasillo, me sentía segura y querida. Las sobremesas familiares eran una delicia. Los quehaceres hogareños no me abrumaban; solo que yo sabía que era cosa de tiempo, de un breve tiempo. Tenía que encontrar un trabajo para contribuir con dinero y poder financiar mis propias necesidades, las de los niños y ayudar en la manutención de la casa familiar.
Mi situación se tornó crítica. No tenía trabajo y era urgente encontrar algo. Le pedí ayuda a un primo, ¡ya no sabía qué más hacer! Él debía viajar al extranjero para cumplir con una beca recién otorgada, y entonces se le ocurrió la posibilidad de que un colega suyo me acogiera en su consulta.
Al cabo de unas semanas, Eliana ingresó a trabajar como secretaria en una consulta médica ubicada en la comuna de Providencia. Las pacientes eran todas mujeres educadas y de buen nivel socioeconómico. Ingresaban a la salita de espera e inundaban el ambiente de perfumes traídos de París y trajes de la última temporada. Las tareas que debía cumplir resultaron ser pocas y de mínimo esfuerzo.
Le advirtieron que lo más importante era dar un trato amable, acogedor y eficiente a todas las pacientes. Debía además mantener bien organizado el cuaderno de citas con las fichas médicas correspondientes; una labor en extremo grata y fácil de lograr por Eliana. Con ese trabajo obtenía un modesto ingreso que le alcanzaba solo para las necesidades básicas.
En la consulta conoció a Gina y se transformaron en compañeras inseparables por siempre.
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