Nunca me confieso. Irene Escribano Veloso

Nunca me confieso - Irene Escribano Veloso


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lo pudiera alcanzar y subir o bajar el volumen. Con el tiempo y recorriendo otros cuartos similares, supe que la segunda perilla era para controlar la intensidad de la luz.

      Mientras mi curiosidad innata trataba de averiguar para qué eran las perillas, él tomó mi cara con sus manos, me miró a los ojos y trató de besarme. No pude, volví la cara. La cama esperaba alisada y silenciosa, quizá aguardando el bullicio y el revoltijo de cuerpos anunciado con nuestro ingreso a la habitación. Me quedé muy quieta, esperando su reacción. Sostuve el aliento pero no pude evitar que él viera dos lágrimas que brotaron en contra de mi voluntad. Me sobrevino una sensación de angustia que me pareció haberla ya experimentado. El papel floreado y deslucido del cuarto aumentaba mi desazón. Sí, esa sensación se parecía a la punzada en el estómago y al mareo que sentí aquel día cuando abrí la puerta de mi pieza y vi dos cuerpos agitándose en mi cama matrimonial. Ese día me sentí igual de tonta y aturdida. Yo estaba allí y no calzaban las cosas. Quería escapar…, estar en otro lugar. Me repetía “¡no es verdad lo que está ocurriendo!” Pero sí. En esas dos ocasiones yo estaba allí y aunque no me gustaba lo que estaba ocurriendo, descubrí en las dos ocasiones que esa era mi realidad. Mi verdad.

      Él trató de calmarme. Creo que lloré un poco en silencio como muchas veces aún hago. Ahora ya nadie se da cuenta. Me las he arreglado muy bien para llorar por dentro y sonreír por fuera.

      Su reacción fue inesperada. En lugar de apremiarme, intentó consolarme, pero mi pena no cedía. Volvió a la carga. Insistió en que me quitara la ropa. No pude. Algo indescriptible me paralizaba y hacía que me resistiera. Como mis lágrimas seguían escapando sin control, él dejó de insistir, tomó las llaves del cuarto, me alargó unos billetes, me tomó de la mano y me dijo: “¡Vamos a comer!”.

      Lo seguí por inercia. Bajamos a un pequeño restaurante al lado del hotel. Durante la comida habló mucho de él. Fue un alivio. No tuve que contar nada sobre mí. Recuerdo que a pesar de todo, reímos y la pasamos bien. Parecíamos dos viejos amigos encontrándose después de años de no haberse visto. Lo único que me distraía de su conversación era mirar de vez en cuando –para que no lo notara– mi cartera donde había guardado rápidamente los billetes que él me había dado.

      Lo primero que llamó la atención de Eliana al ingresar al local fueron las luces tan tenues. El ambiente olía a tabaco y a alcohol. Observó unas pocas mesas laterales ubicadas bajo la penumbra. Varias mujeres deambulaban al igual que ella por la sala. Todas llevaban su mejor vestido de noche y accesorios de fiesta. Algunos adornos deslucidos en el techo dejaban ver el paso del tiempo. El tono de la luz ayudaba y el color verde oscuro de las paredes aumentaba el ambiente de intimidad. Ruido de voces, de vasos que chocaban y de risas que dejaban de escucharse por la música. Hombres sin identidad entraban, saludaban, se acercaban a algunas de las mujeres, las llevaban a bailar o se retiraban a las mesas de los costados. Ellos venían solos o en ruidosos grupos. El ambiente era de fiesta. La música invadía hasta los más apartados rincones. El aire se confundía con el humo. Ella quería evadirse y seguir pensando que había ido solo porque la habían invitado a conocer el local, a ver si aquello le gustaba. Y le gustaba, claro, parecía una fiesta, una de esas fiestas inolvidables.

      Entré resuelta del brazo de Gina, una amiga que acababa de hacer en la consulta médica donde trabajaba como secretaria y recepcionista. La consulta era de un colega de mi primo ginecólogo.

      Llevaba un vestido negro de noche, largo, con dos amplias aberturas en los costados. Me adorné además con un juego de aretes y un collar dorado. Llevaba mi inseparable reloj pulsera y una pequeña cartera de charol negra.

      Gina me cayó bien desde el principio. Su cabellera negra contrastaba con su piel mate y sus rojos labios. Su pecho y sus caderas generosas llamaron mi atención. Era joven, hermosa y caminaba como si ningún problema en la vida le afectara. Fue lo que pensé la primera vez que la atendí en la consulta. Hablaba con soltura y acostumbraba a mirar por sobre el hombro a todo el que se le acercaba. Ella me dio confianza de inmediato. La observé detenidamente mientras hojeaba unas revistas Vanidades en espera de su revisión mensual con el médico.

      Un día cualquiera, luego de salir de la sala donde el médico le había realizado su control mensual, Gina se acercó a mi escritorio y sonriente comenzó a adular mi rubia cabellera. Hablamos de la mejor manera de teñirse el pelo para que el brillo jamás se perdiera y de otras banalidades. Simpatizamos de inmediato. Creo que comenzamos en ese instante nuestra amistad. Al despedirse, volvió y casi como una oferta que no se podía rechazar, me dijo: “Este sábado nos vemos en mi casa, te invito a tomar once, te dejo la dirección”, y me alargó un pequeño papel.

      Ese sábado llegué a su casa a eso de las cinco de la tarde. Nos sentamos cómodamente en su living. Con cierta curiosidad, no pude dejar de admirar su buen gusto. Los sillones eran de terciopelo verde, suaves y blandísimos. Saboreamos un té, unas galletas y unos panecillos dulces. Fluidamente iniciamos nuestra conversación. Ella me preguntó dónde vivía y con quién, quiso saber detalles de mi vida familiar, sobre mis hijos y mi marido. También me preguntó sobre mi sueldo en la consulta. Las dos coincidimos en que era muy poca plata para poder vivir bien. Me contó que ganaba bastante más y trabajando mucho menos. Gina trabajaba en una Disco y le iba bien, eso se notaba en sus muebles, en los costosos adornos de su departamento y en la elegante vestimenta que siempre llevaba. Me invitó a acompañarla a la Disco, a su lugar de trabajo. Me aseguró que me iría muy bien y que por último fuera a probar suerte y si no me agradaba, no tenía más que seguir trabajando en lo que estaba.

      Se me antojó que a mis 29 años eso podía resultar. Necesitaba hacer algo. El escaso dinero que recibía en la consulta apenas me alcanzaba para ayudar con los gastos de la casa. En el último tiempo, cuando iba a visitar a mis hijos, mi suegra se quejaba de que lo que yo le daba no era suficiente. Me decía que debía hacerme cargo de los niños económicamente. Ella no estaba en condiciones, a ella tampoco le alcanzaba la plata.

      Gina tenía una sonrisa grande y roja aquel día. A mí se me ocurrió que usábamos el mismo rouge. Mientras se apoyaba en la barra y cruzaba sus firmes y redondas piernas, me dijo: “Tranquila. Acá solo tienes que hacer lo que tú quieras. No te pueden obligar a nada. Si alguien te simpatiza, vas con él. No te preocupes, yo estaré cerca mirando. Anda, ve a bailar. Allí hay uno que hace rato te mira”. Gina tuvo la precaución de contarme que si quería intimar de cualquier manera, debía salir y sugerir ir al hotel ubicado al lado de la Disco.

      No pensé demasiado en lo que sucedería en el futuro. Consideré la invitación de Gina como otra forma de ganar más plata y a eso fui a la Disco.

      Tomé la decisión rápidamente. Renuncié a mi trabajo en la consulta, luego de haber permanecido dos años allí sirviendo café a los doctores, llevando el cuaderno de las horas, atendiendo el teléfono y regando la única planta de interior, posada en una mesita de centro junto a un revistero de la sala de recepción.

      Luego de mi primera noche en la Disco y de lo vivido con Luis Enrique, regresé a casa de madrugada. Mamá dormía. Su sueño liviano, junto a mi larga ausencia, hizo que se despertara apenas ingresé en puntillas evitando hacer ruido en las tablas sueltas de la galería.

      –¿De dónde vienes? –preguntó medio aturdida aún por su sueño sobresaltado–. ¡Se te nota cansada! ¿Comiste algo? ¡En la cocina te guardé un plato! ¡Come algo antes de irte a descansar, niña!

      Yo había preparado las cosas con anticipación. Le había contado a mi mamá y al resto de la familia que vivía con nosotros que había encontrado un nuevo trabajo donde ganaría más dinero. Les dije que ahora trabajaría de camarera en un hotel en el centro de Santiago y que mi contrato era con turnos de día y de noche. Nadie me preguntó más detalles, solo a mi mamá le preocupó que tuviera que trasnochar todos los días. Pero yo la tranquilicé diciéndole que a mí me gustaba el nuevo trabajo, que me trataban muy bien y que en el día solo serían algunas horas, por lo tanto regresaría por las mañanas a descansar un rato, a ducharme y a cambiarme ropa.

      Hasta el día de hoy nunca he dicho cuánto gano. Tampoco nadie me preguntó o trató de involucrarse en mis asuntos. Desde ese momento abrí una cuenta de ahorro y comencé a meter plata en el banco.


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