Antiespecista. Ariane Nicolas
del estoicismo, puesto que este último juzga, al contrario, que uno puede lidiar con el sufrimiento, llegar a dominarlo. Para Marco Aurelio, es en efecto posible alumbrar un juicio sobre el mal que tome distancia de la sensación provocada sobre el cuerpo:
El dolor o bien es un mal para el cuerpo —en cuyo caso dejemos que hable por sí mismo— o lo es para el alma. Pero se le permite al alma conservar su propia serenidad, su propia calma, y no opinar que el dolor es un mal. En efecto, todo juicio, todo impulso, todo deseo, toda aversión en definitiva está dentro de nosotros, y hasta ahí no puede abrirse paso ningún mal a la fuerza[1].
Marco Aurelio nos incita a «despreciar los movimientos de nuestros sentidos» para alcanzar la ataraxia, es decir la ausencia de problemas en el alma, sinónimo para él de felicidad. Esto supone no atribuir valor a lo que puede perturbar el alma. El cuerpo puede sentirse mal sin que el alma se ofusque. Como utilitarista, el antiespecista, por el contrario, no se refugia en «ciudadela interior» alguna, como los estoicos[2]. Deja penetrar la idea del dolor hasta lo más profundo de su carne, para tratar desde ahí de expurgarlo. ¿Cuáles son los orígenes de esta extraña filosofía?
El utilitarismo nace a finales del siglo XVIII de la pluma de Jeremy Bentham. Este filósofo británico es el autor del texto fundacional del antiespecismo, editado en 1789 —esto es, el mismo año en el que aparece la Declaración universal de los derechos del hombre—, titulado Los principios de la moral y la legislación. En esta obra se carga de un plumazo la filosofía de la Ilustración al situar en el centro de su control social el concepto de sensación. La razón y la dignidad humana son relegadas al rango de coquetería intelectual.
La naturaleza ha situado la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Corresponde solo a ellos determinar qué debemos hacer, y determinar qué haremos. Desde su trono fijan, de un lado, la norma del bien y el mal, y de otro, cómo se encadenan causas y efectos[3].
El utilitarismo, filosofía consecuencialista por excelencia, juzga pues los méritos de una acción en función de los efectos que produce, y no, como por ejemplo hace Kant, según los principios primeros que la guían (el deber, la ejemplaridad, la virtud, etcétera). Para Bentham, el placer y el dolor «nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos». Estas sensaciones son los equivalentes perfectos del bien y el mal; de ahí derivan todos nuestros modos de acción. Los placeres evocados por Bentham son de orden físico, ante todo, aunque también espiritual. Se refiere por ejemplo a los «placeres de la novedad, originados por la satisfacción del apetito de la curiosidad»[4]. El sufrimiento puede por lo demás partir de un vacío, es decir, de la no obtención de un placer potencial (sufro por no tener) o de la privación de un placer pasado (sufro porque ya no tengo)[5].
Según Bentham, la «utilidad» de un objeto o de una acción es cuantificable. La legislación debe por lo tanto permitir calcular, mediante un juego complejo de sumas y sustracciones, la dosis final de placer experimentada por un sujeto en el curso de una acción. Que tal cálculo sea un verdadero quebradero de cabeza, que comporte incluso poder mirar al interior de la mente, no es un obstáculo. Se trata, según Bentham, de «aproximarse al cálculo exacto»[6]: un error de cálculo sigue siendo más aceptable que el hecho de tomar en cuenta otra cosa que el dúo dolor-placer.
Puesto que la sensación constituye, en el caso de Bentham, el paradigma último de los principios de justicia, se plantea inevitablemente la cuestión del lugar de los animales en el seno de esta nueva legislación. El filósofo lanza la idea de incluir a los animales en el gran cálculo utilitarista, sin por lo demás defenderla. Esta extensa nota al pie extraída del libro de Bentham resulta capital para el movimiento antiespecista, hasta el punto de que la encontramos cortada y pegada en decenas de blogs y de libros dedicados a la causa:
Es posible que llegue el día en que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del hueso sacro sean razones insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino [que los esclavos]. ¿Qué otro criterio debería trazar la línea infranqueable? ¿La facultad de razonar, o tal vez la facultad de discurrir? No obstante, un caballo o un perro adulto son, más allá de toda comparación, animales más razonables y también más susceptibles de entablar relaciones sociales que un bebé de un día, una semana e incluso un mes. Supongamos que la situación hubiese sido diferente, ¿qué resultaría entonces? La cuestión no es si pueden o no razonar, ni si pueden o no hablar, sino esta: ¿pueden padecer?[7].
Bentham se interesa por las cualidades de las personas y no por las personas mismas. Ya no hay sujetos, sino experiencias de vida en un instante. El gran reparto simbólico entre los seres humanos y los animales, entre los parlêtres (según la terminología lacaniana[8]) y los sin-palabras, se resquebraja. Pero contrariamente a lo que los antiespecistas por lo general afirman, Bentham no suprime la distinción entre los seres humanos y los animales. Lo único que hace es cuestionarla. Interesa subrayar que son raros los antiespecistas que precisan que Bentham veía el régimen omnívoro de los seres humanos con buenos ojos… ¡y esto en nombre del propio utilitarismo! Y ello porque, a su juicio, los animales no disponían de la capacidad de proyectarse hacia el futuro, lo cual significa que no se aferran a sus vidas. A pesar de la primacía del dolor en la consideración ética, Bentham mantiene una diferencia de naturaleza entre los seres humanos y los animales. Comer carne le parece por lo tanto algo perfectamente normal:
Nosotros solo mejoramos y ellos no están peor […] [porque] los animales no son capaces de concebir ninguna de esas anticipaciones extendidas de nuestra desgracia futura que nos caracterizan[9].
Nos guste o no, Bentham se inscribe en una línea tradicional —aunque precoz para su época— de condena de la crueldad, que consiste en negar a los seres humanos el derecho de «atormentar a los animales»[10]. Matarlos, sin que sufran, es por lo tanto perfectamente aceptable. Y es por cierto esta perspectiva la que, a principios del siglo XIX, desembocará en la creación de las primeras asociaciones protectoras de animales[11] en Gran Bretaña y en Francia, esencialmente centradas en la represión de la brutalidad humana.
DE BENTHAM A SINGER, EL GRAN SALTO HACIA DELANTE
Cuando Bentham escribe este texto sobre los animales, el sistema agrícola de las potencias occidentales todavía no se ha industrializado. No hay, en Europa, ni pollos criados en serie por millares, ni inseminación artificial de los animales de granja, ni «granjas con mil vacas». En el curso del siglo XIX, la revolución industrial transforma progresivamente este paisaje. El éxodo rural se intensifica, descosiendo los vínculos tejidos desde hace casi diez mil años entre los seres humanos y su ganado. La agricultura intensiva se extiende a medida que los campos se vacían. Los ciudadanos pasan a comprar sus alimentos en hipermercados en los que los lineales están atestados de carne animal cortada y envasada.
Desde hace medio siglo son raros los habitantes que, desafiando a Plutarco, consumen los animales que ellos mismos han criado, alimentado y matado con sus propias manos. El ser humano y el animal para la ganadería ya no viven juntos. En su día compañeros de cuarto en una misma granja, el primero durmiendo en lo alto del establo, el otro cerca de su pesebre, hombre y animal se han convertido en extraños. Ahora, cuando se cruzan, lo más habitual es que el animal ya esté muerto.
El grito de alarma del filósofo australiano, en 1975, llega en este contexto de industrialización enajenada de la ganadería. Si Peter Singer desea «liberar a los animales» es porque la mayoría de ellos son criados en estructuras que se asemejan más a campos de la muerte que a sitios donde se pueda llevar una vida decente. Una decena de páginas de Liberación animal se consagra por tanto a la descripción objetiva de las condiciones de vida de los animales de granja. En su época, la opacidad de estas granjas de nuevo cuño era casi total. Las informaciones que presentó conmocionaron al gran público. La crueldad parecía revestir una forma tan aberrante como inédita; los animales se habían transformado en objetos. Tal vez nos neguemos a verlo, pero hoy en día producimos filetes como se fabrican coches o tubos de dentífrico: en cadena.
Peter Singer se habría podido contentar con reclamar mejores condiciones de vida para los animales de granja. Pero su mensaje supuso un gran salto adelante frente