Antiespecista. Ariane Nicolas
de especie sencillamente desaparece. A su parecer, la única referencia todavía aceptable es la de la persona, una noción que liga a todos los animales dotados de sensibilidad:
Arrebatar la vida a una persona es en sí más grave que arrebatar la vida a una no persona […]. Y así, por ejemplo, matar a un chimpancé sería peor que matar a un ser humano que, por causa de una discapacidad mental congénita, no es ni será jamás una persona[12].
A un lector no familiarizado con el estilo de Singer le puede costar creer que se puede escribir una frase tan violenta sin que a uno le tiemble el pulso. No obstante, esta ausencia de miramientos con las personas en situación de discapacidad es uno de los signos distintivos de su filosofía, por el que jamás se excusa. Ciertamente, el pensador no apela a que se dé muerte a las personas que presentan fragilidades psicológicas o físicas (¡qué bondad la suya!); pero el propio hecho de que se sirva de ellas como contrargumento para abogar por la causa de los animales es en sí abyecto. Un ser humano que padece una discapacidad mental, por muy severa que sea, es, ni que decir tiene, más persona que un mono: además de tener un cuerpo y emociones propiamente humanas, pertenece a una familia y a una sociedad que lo reconocen como tal.
Al igual que Bentham, Singer tampoco piensa que sea esencial justificar el punto de partida de su razonamiento, a saber, que el dolor sería por naturaleza nefasto y que habría que ligar todo derecho a la ocurrencia del dolor. En general, la literatura antiespecista se interesa poco por esta premisa, por más que de ella dependa toda su arquitectura ideológica. La noción de «interés», absolutamente determinante para Singer, tampoco se precisa. Tener intereses otorgaría automáticamente derechos inalienables, nos dice: no sufrir, no pertenecer a nadie, no ser explotado, no ser matado ni comido. Tienen «intereses» todos los seres capaces de sentir placer o disgusto. Los animales sensibles lo poseen, según la filosofía, porque la búsqueda del placer y la evitación del dolor guían su existencia a diario:
Sería absurdo decir que es contrario a los intereses de una piedra ser empujada a lo largo de la calle por las patadas que le propina un chaval. Una piedra no tiene intereses, porque no es capaz de padecer[13].
Esta tentativa de definición es una muestra de sofística. Podríamos resumir el razonamiento así: «Solo quien padece tiene un interés. No obstante, una piedra no sufre. De modo que una piedra no tiene interés». La premisa debería ser la conclusión del razonamiento. Pero se produce la inversa: nunca, en parte alguna del libro, se nos dice por qué «solo quien padece tiene un interés». La intención de Peter Singer no es otra que sacar conclusiones prácticas de un paradigma según el cual el dolor es algo malo en sí mismo. La validez de este paradigma y la equivalencia entre dolor, intereses y derechos queda pendiente de demostración.
Utilizar un término extraído de la esfera económica como «interés» es por lo demás discutible, además de impreciso. Es un recurso estratégicamente dirigido a conseguir que los derechos de los animales parezcan más universales, a pesar de que los seres humanos y los animales tengan experiencias de vida inconmensurables. La defensa de un «interés» por parte de alguien es de hecho legítima en sí misma, no necesita justificación adicional. Ciertamente, los intereses de unos y otros difieren en cuanto a su contenido. Pero no en su principio: los seres quedarían siempre unidos por el hecho de tener intereses que defender. Este presupuesto, inspirado directamente en la concepción capitalista del ser humano, lo amplían los antiespecistas a los animales. Resuena en cada uno de nosotros. Como nosotros, los animales sensibles serían Homo economicus capaces de defender sus intereses. La palabra «interés» suscita así una identificación inmediata del lector con los animales, sin marcha atrás posible: el antropomorfismo apenas disfrazado de Singer frisa aquí con la demagogia.
El filósofo plantea dos criterios para evaluar el sufrimiento de los animales: los gestos o gritos manifiestos en una situación dada, y el parecido entre su sistema nervioso y el nuestro. Todos los animales que responden a estos dos criterios tendrían «intereses» propios y deberían ser tratados en correspondencia. Si el propio Peter Singer reconoce que el método para distinguir entre ellos no es infalible, tampoco parece molestarle:
Sin duda es efectivamente imposible comparar con precisión el sufrimiento en miembros de especies distintas, pero la precisión no es aquí esencial[14].
Y acompañando a esta frase, dos páginas más adelante:
Es imposible justificar moralmente el hecho de considerar el dolor (o el placer) que sienten los animales como menos importante que la misma cantidad de dolor (o de placer) sentida por un ser humano[15].
Puestas ante un espejo, ¿no resulta que estas dos afirmaciones son contradictorias? De un lado, el filósofo antiespecista reconoce que el sufrimiento no es, hablando con propiedad, comparable entre seres humanos y animales, puesto que sin duda lo viven de un modo muy diferente las distintas especies, desde un punto de vista cualitativo. De otro, declara que el dolor entre especies diferentes es necesariamente comparable, puesto que sin tal comparación sería imposible establecer equivalencias entre el dolor animal y el humano. ¿Cómo va a ser posible cuantificar el dolor sentido por el animal y por el ser humano, si ese dolor no es de la misma naturaleza, esto es, no lo viven del mismo modo uno y otro? Es como si un cocinero pretendiese remplazar tres coles por tres zanahorias en su receta sin consecuencias, al tiempo que reconoce que las coles y las zanahorias saben distinto.
Es un hecho, ciertamente difícil de aceptar por algunos, que el misterio de la conciencia animal sigue prácticamente intacto a nuestros ojos. Los estudios científicos sobre la mente de los animales bien pueden iluminarnos sobre sus habilidades cognitivas y sobre la transmisión de información en su sistema nervioso; la incomunicabilidad de sus deseos, miedos y dudas, por más que existan, sigue siendo total. ¿Quién podría en efecto demostrar que un toro de lidia no prefiere ser tratado con los honores con que es tratado durante varios años en un magnífico prado sombreado, por más que tenga que sufrir veinte minutos sobre la arena, en vez de pasar toda su vida aburrido en una pradera sin encanto y sin compañía, antes de morir de un cáncer de su tercer estómago? Nadie puede saberlo; y, evidentemente, tampoco puede saberlo el toro. Cualquiera que tome la palabra para decir que sabe mejor que otro cómo un animal piensa, siente, desea, espera o teme, sonará por fuerza pretencioso y falaz. Podríamos denominar a esta aspiración «paternalismo animalista», porque asume que todos deberíamos creer que las aptitudes de los animales están próximas a las de los seres humanos, mientras que todas las evidencias apuntan a que no es el caso.
RAZÓN Y SENTIMIENTO
Para los antiespecistas, no existe una diferencia de naturaleza, sino de grado entre el dolor que sienten los animales y los seres humanos. Sin embargo, el utilitarismo no siempre ha sido tan afirmativo. A mediados del siglo XIX, John Stuart Mill aportó una serie de correcciones al pensamiento benthamiano, con la intención de no situar en el mismo plano todas las emociones. En su obra El utilitarismo, publicada en 1861, el filósofo británico distingue la calidad del placer de su cantidad. A su juicio, no todas las felicidades son iguales. Ciertos placeres son más legítimos que otros: los placeres más importantes son los del espíritu, por naturaleza más nobles que los del cuerpo. Los sentimientos intelectuales tienen más razón que las sensaciones físicas. Si no se asume esta jerarquía, que postula una diferencia de naturaleza entre las fuentes de la satisfacción, el utilitarismo «solo les convendría a los cerdos»[16], dice Mill (¡ay!). Porque solo un ser pensante, dotado de conciencia y de lenguaje, es a su juicio capaz de establecer esa clasificación cualitativa. En consecuencia, en la filosofía de Mill, los animales no gozan de una consideración igual a la de los seres humanos.
Es evidente que Peter Singer no tiene ese pensamiento en gran estima. «Dicho amablemente, su tentativa de aportar una especie de “prueba” del utilitarismo adopta una forma muy insatisfactoria. Siendo menos indulgentes, puede decirse que toma prestados sofismas palmarios»[17], llegó a decir en una de sus conferencias. Contemplar cómo los profesores de filosofía minoritarios en su ámbito atacan a los autores clásicos mayores tiene siempre un punto divertido, como si las debilidades en la argumentación de Mill pudieran reducirse a las aproximaciones de una mala copia… En cuanto al tenor de los argumentos de Singer, la idea es ante todo ocultar el juego de manos que hace