Tabú. El juego prohibido. Nicolás Horacio Manzur
Julián bajaba las escaleras. Lo llamé para pedirle que fuera el referí de la competencia.
—A la cuenta de tres.
Tenía que vencerlo. No podía quedar mal, no en algo más.
—Uno… Dos… —Me incliné—… ¡Tres!
Salimos disparados. A medida que avanzaba, noté que el profesor nadaba más rápido que yo. Cuando alancé los cincuenta metros, él ya había terminado el primer estilo.
Empecé a apresurar el nado, mis hombros parecían prenderse fuego del esfuerzo.
No lograba alcanzarlo. Me llevaba la delantera y, aunque en un momento hice trampa, no logré reducir la diferencia.
Completé los doscientos metros cuando comenzó con el estilo mariposa. No, no iba a dejar que me humillara una vez más.
Volví a hacer trampa retomando crol, el estilo en el que me movía a más velocidad.
Todo parecía mejorar hasta que al dar una brazada tragué agua y se me acalambró una de las piernas. Estaba en lo profundo. No pude agarrarme del borde. Estiré la pierna hasta que el calambre cedió.
Cuando el dolor cedió, retomé la competencia. Nadé más rápido que nunca. Gastón casi terminaba, iba a ganar. Me lo refregaría en la cara, esta vez y en clases las veces que tuviera oportunidad. Entonces, comencé a sentirme pesado, sin aire. Me costaba respirar y veía borroso. No avanzaba con las brazadas. Moví mis brazos, pero estaban flácidos.
Me hundía.
El calambre volvió.
Me olvidé de nadar y de contener la respiración. El agua me entró por la nariz.
El dolor se hacía más intenso y se extendió hacia la otra pierna.
Entré en pánico.
Mis pulmones se llenaban de agua. Agité los brazos, intenté volver a la superficie, pero solo logré hundirme más.
Todo sucedió demasiado rápido: un zambullido, unas manos que tomaron mis brazos y me llevaron hacia la superficie.
Me desmayé.
Sentí unos labios sobre los míos, entregándome aire. Como una cañería, percibí el agua de mis pulmones elevándose por mi garganta hasta mi boca. Tosí y largué todo. Una mano en la espalda me ayudó a incorporarme. Todo me daba vueltas, pero al menos estaba vivo.
—¿Va a estar bien? —Julián sonaba preocupado.
—Sí, menos mal que llegué a tiempo —respondió Gastón.
—¿Qué carajo hacía el guardavida? —preguntó mi amigo, irritado.
—No estaba en su puesto. Lo voy a denunciar.
—Somos dos.
Abrí los ojos y miré a mi alrededor.
—Lean, Lean… —dijo Julián—. ¿Cómo te sentís?, ¿te duele algo?
Todavía seguía mareado y veía doble.
—No lo sofoques —aconsejó Gastón.
El profesor apartó a Julián.
—¿Estás bien?
No dejaba de mirarme, eso me gustaba, pero no podía disfrutarlo. No me sentía para nada bien.
Asentí.
—Respirá profundo.
Junto a mí fue tomando aire. Puso una mano en mi espalda y otra en mi pecho. En otra situación eso hubiera sido suficiente para que me le tirara encima.
Me puse de pie cuando estuve un poco mejor. Julián y el profesor me acompañaron hasta el vestuario.
—Quiero irme —le dije a Julián.
—Tus órdenes, mis deseos.
Julián buscó mi bolso y le pidió una toalla a Ricardo para secarme. Me puse la ropa y salimos.
Necesitaba tomar aire. Tenía que olvidarme de todo.
CAPÍTULO 4
Leandro
Había descansado muy bien y mientras desayunaba pensé en las tantas estrategias que podría utilizar para averiguar más sobre Gastón, para desenmascararlo.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó mi madre.
Levanté la vista. Estaba sentada frente a mí, con una taza de café entre las manos, ansiosa porque le contara algo de mi vida, pero no podía hablar con ella. Al menos no del todo. Mis padres no sabían que era gay y tenían una mente demasiado cerrada como para aceptarlo.
—Nada. Ayer sucedió algo gracioso en el club.
—¿Qué cosa?
—No tiene importancia —dejé la taza de café y me levanté—. Tengo que irme, ma. Llego tarde.
Le di un beso y salí del departamento hacia Brillantina Glamorosa.
El bar estaba cerrado. Sin embargo, gracias a una amistad que había establecido con el dueño desde hacía ya varios años, pude entrar.
Necesitaba seguir con la siguiente fase de mi plan.
El lugar parecía desolado y triste sin las típicas luces de colores alrededor de la pista, las personas ni la música a todo volumen.
Noté algunas manchas en las paredes causadas por el mal mantenimiento. El escenario estaba sucio y desordenado: repleto de cajas, una silla con el respaldo roto y una mesa de madera torcida.
Me senté en una banqueta de la barra. Golpeé tres veces, pero nadie apareció. Salté por arriba de ella y me acerqué a la heladera para sacar una botella de agua.
—Eso te va a salir caro, querido —dijo una masa regordeta que caminaba sobre el escenario.
—Tenía sed —indiqué apoyando la botella en la barra—. ¿Cuánto te debo?
Bajó con cierta elegancia los escalones del escenario y se acercó a mí. Era justo a quien había ido a buscar: Roberto. Lo conocí en mi época de cambio, en la noche en la que un incidente cambió mi vida. Me ayudó a seguir adelante y le tomé mucho cariño.
—Cien pesos.
—¡¿Cien pesos por una miserable botella de agua?!
—La situación no es buena… Si te gusta, entrá y si no, andate. Además, sabés cuál es nuestro nivel y a qué apuntamos.
—Es un robo —dije al sacar un billete de quinientos pesos.
—Es lo que hay. —Se echó a reír—. Pero si querés pertenecer, tenés que aceptar nuestras reglas. —Sacó el cambio del bolsillo y me los entregó—. Bueno, por el celular sonabas un poco desesperado, lindo. ¿Qué necesitás?
Roberto era dueño del bar y además una drag queen llamada Melody, quien luego de recorrer el mundo y ver diferentes espectáculos, decidió volver a Argentina y levantar un bar gay como nunca se había visto en el país.
Brillantina Glamorosa abría de miércoles a domingos. Cada día ofrecía un espectáculo diferente: karaoke, show de magia erótica y degustación de tragos.
Pero el gran espectáculo lo ofrecía los sábados la mismísima Melody. Acompañada de los mejores bailarines, ofrecía aquadance, circo y diferentes estilos de baile sobre pista en dos horas espectaculares. El show cerraba con tres canciones cantadas por Melody.
El bar era atendido por mozos con deliciosos cuerpos que vestían pantalones de traje con tiradores y boinas negras. Todo un espectáculo visual.
Durante quince