Cadena de mentiras. Rowan du Louvre
con el mando a distancia. Tendía a quedarse enganchada y en algunas ocasiones no se abría siquiera, pero mi tiempo era tan limitado que no me había molestado en buscar la manera de solucionar el problema. Aparcado en el interior se hallaba el pasaporte de mi libertad. Un Jeep Liberty rojo.
Mi afán por el coche era más bien pura obsesión, pues ya no concebía una vida sin aquel medio de transporte. Tener un vehículo a mi entera disposición era equivalente a tener alas. En cualquier instante de amargura temporal podía disponer de aquellas cuatro ruedas hasta donde alcanzase el depósito de gasoil. Por ese motivo lo consideraba una vía de escape muchos días como este. Una vez en el interior del mismo, giré la llave en el contacto para poner el motor en marcha y, segundos después, salí por fin al exterior.
Crucé el río Garonne por el Pont Neuf que une el centro de Toulouse con la barriada Saint Cyprien. Estacioné el vehículo cerca de la Pièce, una cafetería que acostumbraba a frecuentar con mis amigos, solo que en esta ocasión, como en tantas otras, me disponía a tomar algo sin compañía. Abrí la puerta de cristal y me dispuse a entrar en aquel salón que normalmente estaba saturado de gente. Casualmente, detrás de mí entró un hombre que aparentaba algunos años más que yo. No sabría explicar los motivos que me indujeron a fijarme en él. Era absurdo negar que aquel tipo gozaba de atractivo físico para los ojos de cualquier mujer, sin embargo, no era capaz de entender por qué no tenía la fuerza de voluntad necesaria para dejar de mirarle. Por alguna razón tenía la sensación de haberle visto antes. Me deleité contemplándole. Era alto, de complexión media, cabello castaño, nariz recta, labios carnosos y ojos… ¡Qué ojos! ¡Eran verdes! De un verde que invitaba a perderse en ellos.
Ambos tomamos asiento en la barra del café con una separación prudencial de poco más de medio metro, para esperar pacientemente que alguna de las tres camareras decidiese hacer acto de presencia. Durante la espera, que aunque imagino que fue breve a mí se me hizo eterna, traté en vano de concentrarme en cosas triviales como el azul del mar, la brisa de la montaña, en cómo había amanecido hoy la ciudad… Pero nada de eso lograba sacar de mi cabeza la profundidad de aquellos ojos. Para colmo, ahora había comenzado a llegarme también el olor de su perfume. Una esencia intensa difícil de olvidar. Me dejé embriagar, sin ofrecer demasiada resistencia, por aquel aroma que me abordó a traición, logrando eclipsarme.
Mientras tanto, al otro lado de la barra y tras servir un par de cafés a una pareja, por fin una camarera se percató de nuestra presencia y se acercó a nosotros. Lo primero que me desagradó de aquella mujer fue que no saludó, tan solo se dignó a sacar su libreta y un bolígrafo y preguntar en un tono simple y bastante seco:
—¿Qué va a ser?
—Un cappuccino —respondí tímidamente antes de asegurarme de que aquella pregunta fuese dirigida a mí.
Y así, tras esas palabras, el peor día de toda mi vida se tornó más tétrico si cabía. Pese a que mi respuesta fue formulada en el mismo tono que había empleado ella, algo más había sucedido. Algo que sin demasiado esmero consiguió hacer mi pudor mucho más palpable de lo que acostumbraba: ¡habíamos contestado los dos a la vez!
Por momentos, comencé a sentir que una oleada de calor ascendía por mi espalda hasta instalarse en mis mejillas. Estaba convencida de que debía llevar un buen rato ruborizada y, para colmo, no es que ayudase demasiado sentir cómo aquel extraño recién aparecido clavaba esa imponente mirada en mí. La situación comenzaba a ser algo deplorable, puesto que el rojo no era precisamente un color que me favoreciese demasiado, y menos en la cara, donde todo el mundo podía verlo. En mi fuero interno traté de culpar de toda aquella lamentable puesta en evidencia a esa camarera de mediana edad carente de modales. Me atrevería incluso a garantizar que si por lo menos se hubiese dignado a mirarnos mientras formulaba aquella pregunta, seguramente no nos habríamos dado ambos por aludidos. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, mis cavilaciones fueron nuevamente interrumpidas por aquella mujer:
—Entendido. ¿Será uno para compartir o uno para cada uno?
Esas palabras solo lograron importunarme todavía más. Y para colmo, proseguía sin dignarse a levantar la cabeza de su libreta cuando hablaba. Si se esforzase un poquito más, quizás otras personas, como nosotros en estos momentos, podrían ahorrarse pasar por este tipo de situaciones bochornosas.
—¿Te apetece compartirlo? —me preguntó entonces con una seguridad abrumadora aquel hombre, haciendo un gesto con la mirada para señalarme.
—¡Oh!... no… ¿Cómo?... no… —Es todo lo que mi voz logró articular a duras penas—. Claro… que no…
—Por favor…
—¿Es… es en serio?
—No me hagas suplicarte —insistió para mi sorpresa.
Aquel hombre logró fascinarme desde la primera hasta la última sílaba. Su voz era perfecta. El tono conciliador, la seguridad intimidadora, la pronunciación moderada y respetuosa. Me había dejado hipnotizada con su expresión entre huraña y desconfiada, y a la vez, tan cargada de dulzura.
—Lo siento… pero… no puedo…
—¿No puedes qué? —rebatió, extrañado por mis palabras.
Me quedé mirándolo unos instantes completamente ida, como si nada ni nadie fuese más importante que aquel rostro de facciones perfectas. Pero mi dicha fue breve y terminó en el momento exacto en que de nuevo me sentí ridícula al percatarme de que tanto la camarera como él, me observaban detenidamente. Parecían dudar de mi cordura.
—Lo siento… no sé… no… —comencé a titubear de nuevo cuando comprendí que toda aquella conversación con aquel hombre no había tenido lugar. Tan solo había ocurrido en mi cabeza—. Creí que… es igual… no tiene importancia…
—¿Estás bien? —Trató de averiguar él—. No has dejado de mirarme desde que te has sentado.
—¿Yo?... no te miraba… —Intenté excusarme en vano—. Bueno… no fijamente, claro…
Evidentemente, mi tono de voz no resultó ser ni la mitad de convincente que la de aquel hombre. Ni siquiera logré sonar coherente entre el corte que sentí cuando me vi descubierta boqueando por aquel misterioso recién aparecido, los nervios de no dar pie con bola y la vergüenza del conjunto.
—No es lo que a mí me ha parecido —respondió complacido por mi expresión de aturdimiento, logrando acentuar todavía más el rojo de mis mejillas—. Supongo que entonces tendrán que ser dos.
Tras esa última frase, que iba dirigida a la camarera y no a mí, me quedé callada. De nuevo me hizo dudar. Ahora ya no tenía tan claro que la conversación anterior en realidad no hubiera existido.
A pesar de su inesperado desconcierto y a pesar también de mi suplicio, pude advertir que se esforzaba en no perder el contacto. Sentí cómo sus ojos verdes capturaban los míos azules, logrando dejarme totalmente desarmada. Aunque quizás era más acertado decir que me encontraba completamente idiotizada.
—Me llamo Derek —se presentó sin más.
—Yo soy… soy Rowan… —le dije estrechándole la mano.
En nuestro primer contacto físico debo admitir que la calidez de su mano me sobrecogió. No es que esperase que la tuviese congelada, como si se tratase de un vampiro, aunque tampoco era una idea tan descabellada, teniendo en cuenta que se trataba de un hombre espectacular. O por lo menos, eso era lo que me parecía a mí.
Sentí mariposas en el estómago por el simple hecho de tocar su piel. Rozaba lo absurdo sentirse tan aturdida por un completo desconocido, pero lo más extraño de todo era que aquella mirada profunda continuaba recordándome a alguien.
Permanecimos cogidos de la mano más tiempo de lo estrictamente necesario y, en consecuencia, me volvió a traicionar el subconsciente. Un calor sofocante se apoderó de mí, haciendo que mis mejillas se colorearan de nuevo. A causa de eso me desprendí de su mano con un gesto algo más brusco de lo que en realidad pretendía.
—Lo